1.8.13

Llamaradas Perdidas


Al mirar la hora en el teléfono celular advertí que tenía una llamada perdida. Dirigí la mirada hacia las mesitas de noche. Observé con cuidado los accidentados relieves del edredón. Con la vista como la luz de un helicóptero buscando a un fugitivo, recorrí cada centímetro del escritorio, buscando entre papeles, plumas y lápices, pero nada; la había perdido de verdad. Un tanto alarmado, me asomé al clóset, abrí los cajones de las mesitas y los de la cómoda, levanté la almohada y el colchón. Arrastré la cama y la alejé unos cuantos centímetros de la pared, con la esperanza de que la llamada estuviese atascada entre la base de madera y el muro, pero no encontré más que pelusas y una peineta de mi ex mujer. Contemplé nervioso la pantalla del aparato, anunciándome incesante la pérdida. Estaba colmándome de angustia como una cubeta olvidada bajo el grifo abierto cuando escuché que el teléfono de la sala timbró. En el impulso, lancé el celular a la cama y salí disparado hacia la mesita de centro que nos había regalado mi ex suegra en agosto del 99 para que ‘el departamento no se viera tan triste’. Contesté agitado y con la voz entrecortada, emocionado por haber encontrado lo que había perdido, pero me sorprendió el sonido intermitente de quien acaba de colgar. Me coloqué las manos en la cintura. Recordé a mi ex mujer diciendo que cuando trato de concentrarme adopto esa posición. Suspiré decepcionado, así que dejé el aparato y me senté en el sillón, esperanzándome a una nueva oportunidad. Pasaron varios minutos y, entre el vacío y la angustia, sentí unas incontenibles ganas de llorar, por lo que descargué los lagrimales como un niño, y, como un niño también, caí dormido después del llanto. Me despertó un sobresalto como el de una noticia que has esperado mucho tiempo, pues por el pasillo se asomó flotando el ringtone del teléfono celular. Aunque tambaleante por la somnolencia, de un salto llegué a la habitación, pero el resultado fue el mismo, pues al contestar, la llamada se había fugado ya. Me recosté y abracé la almohada de mi ex mujer, en la cual todavía nadaban algunos de sus cabellos. Me invadió una congoja como de domingo a la tarde y un rato después se convirtió en un vacío como de domingo a la noche. Intenté dormir pero no lo conseguí, ya que minutos después comenzó a timbrar el teléfono de la sala. Una y otra vez y cada vez más fuerte, al grado de que en determinado momento me pareció de mal gusto, así que me paré, caminé despacio por el pasillo como un niño atemorizado y al llegar frente a la mesa que había sido uno de los primeros obsequios de bodas sólo observé al aparato timbrar. Vibraba ligeramente y el sonido me pareció como el de un ave robotizada. Me pregunté si sería esa llamada la que había extraviado, teniendo ahora la oportunidad de recuperarla y guardarla en el bolso interior del saco o en mi cartera o bajo llave para siempre. Un pensamiento fugaz me cruzó la mente e imaginé el rostro de mi ex mujer asomándose tras los diminutos orificios de la bocina del auricular. En un movimiento impulsivo extendí el brazo y contesté, pero el sonido al otro lado fue el mismo desalentador que había oído antes. Permanecí de pie en la sala con el aparato en la mano viendo por la ventana. Escuché a la distancia un timbre que no reconocí, por lo que estuve seguro que no era mío. Sonó un par de veces y la voz del vecino se alzó para contestar efusivamente y dar palabras de aprecio en un tono festivo que me llenó de rabia. Me acerqué a la puerta de entrada y por la mirilla lo observé salir de su departamento con una sonrisa que le cruzaba el rostro. Volví a la ventana solamente para esperar unos segundos y cuando lo vi dejar atrás el edificio, le lancé un envase de cerveza que cayó en medio de los arbustos de la acera, los cuales amortiguaron la caída, silenciándola y haciendo que mi vecino no se diera por enterado. Llevo tres días mirando la calle y los teléfonos no han vuelto a sonar. Quizá el perdido sea yo.

30.6.12

911

‘No te voy a colgar’, exclamó frenético. ‘No te voy a colgar así nos caiga encima el fin del mundo’.

29.5.12

Los buenos días

Cuando su coche se sumergió en la sombra del estacionamiento techado, Genaro Fuentes soltó un suspiro ambiguo que bien pudo ser de alivio o de frustración. El Mazda gris se paseó como un tiburón entre los coches, buscando el cajón de estacionamiento designado a la gerencia del banco en el que laboraba desde hacía años.
Al llegar al cajón de estacionamiento que le correspondía notó que en él estaba estacionado un Tsuru viejo. Tenía las luces intermitentes encendidas pero el interior estaba vacío.
Pinche madre, murmuró Fuentes, se mordió el labio y se acomodó el cabello mientras miraba por el espejo lateral y por el retrovisor. Le preocupaba la posibilidad de que se aproximara otro coche, obligándole a mover el suyo.
Resopló y el estómago se le retorció como un trapo al ser exprimido. Recordaba todavía al conductor de la vagoneta blanca que le había cerrado el paso unas cuadras atrás, sobre División del Norte. Se imaginó a sí mismo desquitándose de alguna manera, cerrándole el paso él también, pasando a su lado y proyectando una flema sobre el recién lavado cristal, mentándole la madre a gritos porque hacerlo solamente con el claxon no era ya suficiente o ya de plano bajándose del coche y tronándole la cara a puñetazos.
Sabía que no podría ser un buen día.
El vigilante del estacionamiento se aproximó y con una sonrisa nerviosa se dirigió a Fuentes. El güey dijo que no se tardaba pero pus ya ve, exclamó señalando al Tsuru.
Acomódamelo, ¿no?, ahorita te aliviano, le pidió Genaro. ¿Qué pasó?, qué confianzas, mi lic., bromeó el guardia y soltó una risa que era sólo aliento. No seas güey, ándale, estaciónalo ahorita que se vaya este pendejo. Nomás porque me cae bien, lic.
Fuentes se encaminó a la entrada del banco y el sol le arrugó el rostro. Rengueaba un poco del pie derecho puesto que el día anterior, por la noche, había acudido con algunos compadres y amigos a jugar una cascarita. En un taponazo había sacado la peor parte y ahora le punzaba el empeine al caminar.
Saludó sin mucho ahínco al guardia del banco y se enfiló al fondo en dirección a su cubículo. La sucursal apenas había abierto y ya se formaba una larga fila de clientes que se doblaba varias veces. El encierro se había hecho presente y el lugar olía a alfombra sucia y a tierra. Al pasar junto al escritorio de Marco, uno de los ejecutivos de servicio al cliente, le ordenó que encendiera el aire acondicionado. Huele bien pinche feo, le dijo.
Colocó su portafolios sobre el escritorio y removió la capa de polvo que se formaba siempre por las noches. Encendió la computadora y esperó malhumorado, pero a medio proceso ésta se apagó. Chingadamadre, pinche compu, masculló Fuentes, como apretando un secreto en la quijada. La volvió a encender y tardó más de lo normal en iniciar. A Genaro le pareció una eternidad y pedaleó el vacío en señal de impaciencia. Luego hizo doble clic en el documento en el que se había quedado trabajando el día anterior y mientras éste se abría por completo, se dirigió, cojeando disimuladamente, a la cafetera de la oficina.
Jefe, escuchó tras de sí mientras tomaba una taza y vertía dos sobres de azúcar en ella, Se me canceló una operación y el sistema me está pidiendo la clave de un supervisor.
¿Se te canceló o la cancelaste?, espetó secamente sin mirar a Ana, la cajera que tenía menos tiempo laborando en la sucursal. Es que el cliente se equivocó de cantidad, por eso la tuve que cambiar, dijo suavemente Ana, como un indigente acalambrado por el frío.
Fuentes inclinó la jarra y por la boca de ésta salió un hilo de café que apenas y humedeció la montañita de azúcar que había en la taza.
Ana estaba a punto de hablar cuando Fuentes la interrumpió. Ahí voy, ahorita voy, le dijo con cierta violencia retenida en las palabras. Luego colocó bruscamente la jarra en su lugar y soltó un resoplido que hizo que Ana retrocediera un paso y juntara sus manos como si estuviera rezando o suplicando o pidiendo clemencia ante algo.
Fuentes se sentó y se llevó la mano a la barbilla. Miraba detenidamente la pantalla, aunque la realidad es que la miraba sin mirarla. La posición de estatua temerosa de Ana fue interrumpida por Genaro, cuando visiblemente molesto y con el borde de la quijada marcándosele bajo la piel oscura se dirigió a ella, Ya te dije que ahí voy, ahorita voy a tu lugar.
Luego de un espasmo, Ana se alejó con pasos como de roedor. Fuentes suspiró y meneó la cabeza en señal de negativa, como no creyendo lo que le estaba pasando.
Se preguntó cómo empezar a trabajar sin café, pues acostumbraba beber una taza mientras desayunaba y una más al llegar a la sucursal. Pero este día, este martes horrible, ni la primera ni la segunda. Al despertarse en casa había advertido una falla en el suministro de agua del edificio. Perdió tiempo yendo a la tienda a comprar un garrafón y, además, como una cereza de cagada sobre el pastel de colmos, se había bañado con agua fría, pues la prisa le había impedido calentarla. Recordó aquello y en ese instante sintió un cosquilleo en la nariz, un estornudo lejano aproximándose, una punzada como de grano de acné creciéndole hacia adentro.
Entonces se talló la nariz para ahuyentarlo y fue cuando escuchó murmullos entre la gente formada en la fila.
El tercero en la cola era un señor de edad que, con las manos cruzándole el viejo pecho, se fue arrodillando de a poco hasta recostarse en el piso. Con la mueca de quien está en algún trance, las pupilas perdidas y la quijada queriéndole escapar, comenzó a retorcerse en el piso con ridículos espasmos, atrayendo la atención de los demás. Fuentes permaneció inmóvil, no supo bien si fue porque ignoraba qué hacer o porque el morbo le obligaba a mirar la escena sin intervenir en ella.
Las personas en la fila miraban al anciano en el piso conforme sus espasmos se volvían primero más intensos y después, poco a poco, más débiles. El guardia del banco se acercó. Señor, oiga, ¿está bien? El viejo se dejó de mover. Quedó recostado como buscando escuchar en el piso los pasos de quienes se acercasen, señores con portafolios en la mano o señoras llevando a su hijo de la mano o la muerte cargando con firmeza una guadaña en la mano.
Sin saber muy bien cómo reaccionar, la fila de personas permaneció sin deshacerse, a excepción de un par de señoras que la abandonaron y se alejaron del banco dibujándose con la mano la cruz en el pecho. Los demás permanecieron un tanto incómodos escrutando con morbo el cuerpo del anciano retorcido como un alambre inservible.
Al darse cuenta que el viejo no mostraba respuesta alguna, el guardia volteó a ver a los cajeros y se encogió de hombros. Los cajeros miraron a Fuentes, quien hasta ese momento había permanecido fisgando la escena, preguntándose qué más podría salir de la chingada en un martes como aquél. Reaccionó, se puso de pie y se acercó a la fila.
Tráete la lona de publicidad que está allá atrás, le dijo al guardia asegurándose que los clientes no lo escucharan.
No se preocupen, señores, por favor sigan con sus trámites, no pasa nada, les pido una disculpa, no pasa nada. Fuentes miró a los clientes y después a los cajeros, quienes entendieron el mensaje y continuaron trabajando.
El guardia volvió con la lona. Cubrió al anciano como tendiendo una sábana sucia sobre un catre viejo. Tomó un teléfono e hizo una llamada. Luego volvió al lugar que le correspondía, que era la entrada del banco.
Los curiosos se comenzaron a arremolinar en la puerta principal. Escuchó el silbido de la ambulancia dar vueltas en el aire como un ave de carroña. Las malas noticias llegan rápido, recordó Fuentes. Las peores van en chinga, corrigió.  Entonces se acercó a un oficinista y a una señora en ropa deportiva que dudaban en entrar a la sucursal o buscar otra. Adelante, señores, adelante, no pasa nada, adelante, buenos días.

9.4.12

Mamá dice que ya no soy el mismo


El zíper se paseó por el perímetro de la maleta hasta dejarla del todo cerrada. Con ambas manos, Luis la colocó en el piso de la habitación, deslizó la manija extraíble hacia afuera y caminó por el pasillo de la casa con las ruedas de la maleta sonando contra el piso. Su madre se encontraba en la cocina pero entre el blablabla de la televisión, el frummm de la licuadora y el tsss de las milanesas dorándose no se percató cuando el pequeño de siete años cerró la puerta principal y se encaminó hacia la banqueta.
Era un sábado nublado y a Luis le gustaban los sábados nublados. A lo lejos se escuchaban los perros y el vendedor de nieve. De una casa vecina salió doña Laura en bata y dispuso dos bolsas de basura en la calle, junto al borde de la acera. Dos casas después, el padre de Marco lavaba sin camisa su viejo taxi. Era un sábado nublado pero este había sido distinto desde el amanecer.
La calle en la cual se ubicaba la casa de Luis cruzaba, tres cuadras hacia el norte, con la avenida Minería. Sosteniendo con fuerza la maleta que vibraba conforme pasaba sobre bordes y desfiguraciones de la banqueta, Luis cruzó con cuidado las dos calles que había que cruzar hasta llegar a la avenida que dividía las dos colonias: de este lado, la Progreso, y de aquel lado, la Porfirio Díaz, esta última abarcada en gran parte por el panteón de la municipalidad.
Al detenerse frente a la gran avenida de cuatro carriles, Luis se acordó de las palabras de su madre y de su maestra de primaria, luego miró hacia ambos lados de la calle antes de cruzar.
De un tirón logró que la maleta escalara hacia la acera de enfrente, ya que en un principio parecía resistirse. Luego de hacerlo, iba a continuar con su andanza pero un fenómeno lo distrajo y lo congeló.
Por la avenida Minería desfilaba la carroza de una funeraria y, tras ella, una docena de coches con las luces intermitentes encendidas. Luis les vio caras tristes a los autos, y los faros eran los ojos y las intermitentes eran las lágrimas o las ojeras. Permaneció en la esquina observando el pasar de los autos a una velocidad como de cochecito con poca pila, como si el desánimo les pesara en las cajuelas.
La carroza dio vuelta dos calles después y todos los autos que iban tras ella hicieron lo mismo. Fue como si un gran dinosaurio doblara la esquina. Los coches parecían la cola y se fueron perdiendo conforme tomaban la otra calle.
Al llegar a la entrada del panteón, Luis se sentía ya cansado. Los brazos le dolían por tanto arrastrar la maleta. Con las palmas de las manos enrojecidas y latiéndole, hizo un esfuerzo mayor y tomó con una de ellas la manija. Se inclinó como una catapulta alistándose para disparar. Usando su peso como palanca, arrastró el cargamento otra vez. Enseguida ingresó al cementerio.
Pareció que nadie lo había visto y él sintió lo mismo. Avanzó por los estrechos vericuetos del lugar, entre árboles y jardines en donde se levantaban del suelo lápidas empolvadas, la mayoría con flores marchitas. Luis tomó cuatro lirios blancos, los que encontró suaves y en mejor estado. Entonces siguió caminando hasta llegar a una fosa que se encontraba abierta y rodeada de bultos de tierra.
Recostó el equipaje y lo abrió. El zíper recorriendo con cuidado el camino marcado le recordó la lentitud y el desánimo de la hilera de coches que seguía a la carroza.
Descubrió la maleta. Observó las cuatro flores que había tomado y eligió la mejor. La colocó en el interior oscuro del beliz. En ese instante comenzó a llorar con un gesto descompuesto y arrugado, tal como lo hacía cuando lagrimeaba con la cara enterrada en la suavidad de su almohadón.
Todavía con lágrimas escurriéndole en el rostro como las rayas que cruzaban su pijama preferida, cerró la maleta y la lanzó a la fosa. Encima de ella cayeron los tres lirios restantes, uno a uno, como en un ritual. Luis tomó una pala que estaba recargada en un árbol y con cierta dificultad y torpeza comenzó a cubrir la maleta con las montañas de tierra que había alrededor.

3.4.12

El último día del viejo basura


El viejo presionó el interruptor y la luz del pasillo principal de la casa se apagó. Pensó que lucía intacta y lista para estrenarse, con los muebles en su lugar, aroma a lavanda y llena de vida, pero sabía que era todo lo contrario.
Al cerrar la reja de metal se dio cuenta que una esquina de la guayabera que portaba se había atascado de un alambre suelto. Se detuvo, y con los dedos largos y arrugados tomó la tela de la camisa y logró zafarla. Cerró la reja, colocó el candado, luego lo presionó para asegurarlo y al hacerlo forzó una mueca con la boca que dejó entrever sus dientes amarillos.
Caminó por Parral hasta la esquina con Linares. Ahí dobló a la derecha, rumbo al depósito del cual había sido cliente los últimos años. Los álamos secos de la primer calle y los cipreses deshojados de la segunda parecían esculturas muertas o esculturas atentas a la muerte de otros.
—Una guama. —dijo el viejo sacando una bolsita de plástico arrugada del bolsillo. En ella había un montón de monedas de peso y de cincuenta centavos.
—¿Ya la última? —exclamó el tendero y se enfiló a una hielera, de donde entre hielos y demás cervezas extrajo una botella sudorosa.
—Ya ves, mi Chino. La última y nos vamos.
El viejo sonrió y se le arrugó el rostro con delgados surcos como los de la tierra seca y estéril.
—¿Te la vas a llevar?
—A aquí afuera nomás. Ya no han de tardar.
El Chino le abrió la cerveza y el viejo reconoció en el chistar de la botella la emoción que sobreviene a un rito, los jadeos antes del orgasmo, la precisión de cargar una escopeta.
Sintió el primer trago como una patada a la yugular. La noche anterior había también bebido y ahora tenía sed debido a la resaca. Se preguntó cuántos días seguidos llevaba borracho pero no alcanzó a recordar o perdió la cuenta a la mitad.
Bebió la caguama con ansiedad sabiendo que era la última de su vida. El sol se asomó con más fuerza y la sombra que cubría la banqueta desapareció. Una gota de sudor le escurrió por las brechas que le marcaban el rostro. Los cipreses de la calle lo seguían mirando sin moverse y bajo el sol.
Apuró la cerveza cuando a lo lejos escuchó la campana del camión de la basura. La bebió hasta el fondo y sintió una presión en el estómago. Pensó que qué más daba ahora, mientras el Chino se asomaba sosteniendo el trapo con el que espantaba a las moscas del lugar.
El viejo se puso se pie, se tambaleó un par de veces y tuvo que recargarse en la pared rugosa del depósito. Luego le entregó la botella al Chino. Pensó en darle las gracias, pensó en decirle algo pero sentía la boca pastosa y embadurnada de un sabor amargo. El Chino tomó la botella y miró hacia la calle. El camión había llegado. Se detuvo frente a la mirada del Chino y de los árboles enjutos y decaídos. La campana dejó de sonar para construirle al viejo una alfombra de silencio y vergüenza.
Zigzagueando y sin exclamar palabra, se dirigió al camión. Dos empleados vestidos con overol gris descendieron de la cabina. Uno lo tomó de los brazos y otro de los pies y lo subieron a la parte trasera, donde viajaban apretujados unos ocho viejos más. El sol le golpeaba la cara y en la boca sentía aún la resaca y la pastosidad de la borrachera.
El camión había avanzado unas cuadras más cuando se detuvo y encima del viejo lanzaron, no supo bien, a cinco o seis viejos más. El sol dejó de hervirle el rostro. Un vapor espeso y maloliente le apretujó la nariz. Sentía el temblor del camión avanzando por las calles llenas de baches.
Uno de los viejos intentó sin lograrlo hacer plática acerca del clima.

14.3.12

Odiarios de bicicleta

El padre enseñaba a su hijo a andar en bicicleta. Cuando el chico logró por fin mantener el equilibrio, tomó velocidad y dejó atrás al padre. Nunca se volvieron a ver.

2.3.12

Entrada por salida


El cantinero hizo una mueca de perplejidad al ver que, después de entrar por la puerta de vaivén y aproximarse a la barra, el boomerang se fue por donde había llegado.

29.2.12

Las otras cosas


En ocasiones me pregunto hacia dónde va todo aquello que pudo ser y que no fue. Pienso en la posibilidad de que exista una realidad subterránea donde se esconde lo que en algún momento estuvo a punto de suceder y que finalmente, por una razón o por otra, por una tragedia o por otra, jamás sucedió. Como el futuro que habías planeado con tu pareja con la que justo acabas de terminar, como la exitosa carrera en la empresa a la que renunciaste ayer, como la profesión equívoca a la que desertaste, como el rumbo del microbús que no se detuvo en aquella esquina y al cual fuiste incapaz de abordar, como la amistad o noviazgo o matrimonio o sexo de viernes con la chica que te sonrió en el bar y a la que por cobarde, únicamente por cobarde, no le dirigiste palabra alguna. En ocasiones pienso en aquello que dice la gente, que antes de morir tu vida pasa frente a tus ojos. Me pregunto frente a los ojos de quién pasa todo aquello que pudo ser y que no fue.

20.2.12

Salió de la tienda


Bajó del metro en la estación Hospital y caminó hacia Moisés Sáenz, la avenida que cruzaba con la calle donde vivía. Apenas al salir del vagón, Pablo había sentido el golpe de viento invernal, un impacto parecido al de un puñetazo gigante. Abrochó por completo la chamarra y encogió el cuello. Después guardó las manos en los bolsillos. Sentía los pies entumidos, lentos y torpes. Los zapatos que llevaba no eran cómodos y con la agudeza del clima lo sentía aún más. Bajo el brazo izquierdo llevaba el legajo color amarillo opaco que contenía la copia sobrante de su currículum vitae.
Mientras caminaba pasó junto a un restaurante de comida china y el olor le avivó el estómago. Recordó que en casa el refrigerador estaba vacío. Decidió detenerse en una tienda para comprar algún bocadillo económico que le calmara el hambre. En esos días no tenía ingresos fijos, por lo que vivía al día en base a los hot-dogs que vendían ahí. Algunas veces compraba tacos en un negocio que estaba en Simón Bolívar y en ocasiones, las menos, acudía a un mercado cercano a la colonia Central a surtir lo más básico de la canasta básica, frijol, tortilla, arroz. Tenía que sobrevivir. Ahorrar y sobrevivir.
De la estantería de la tienda tomó una sopa instantánea y un paquete de pasta, una salsa catsup y un refresco de manzana. En la caja, el dependiente atendía a una muchacha de la estatura de Pablo, quien observó su cabello oscuro, liso y largo, como los vistos en los comerciales de shampoos, además de un trasero angosto pero abultado y con una sinuosidad como de fruta de temporada. Se colocó discretamente junto a ella para tratar de mirar su rostro. El dependiente le cobró unos Raleigh y le preguntó si deseaba algo más.
— Una recarga telefónica de celular, por favor. —señaló la chica con una voz suave y tímida.
— ¿Número?
— Ocho once, diez dieciséis, siete cuatro, nueve nueve.
Los números danzaron en la mente de Pablo en el momento en que pudo ver el rostro de la chica. Tez morena, ojos grandes de cejas pobladas y pestañas largas. Siempre quiso estar con una chica de ojos grandes y cejas pobladas, oblicuas y tristes. Parecía que las de ella eran nobles y sin mucha expresión, pero no le pareció problema alguno. Su nariz recta y prominente como la silueta de un rayo terminó por sacudirlo. Pensó que con una chica como ella sí se podría casar. Pensó que con ella, sí se podría casar, formar una familia, comprar una casa pequeña, salir al parque los sábados y a la casa de la abuela los domingos, desvelarse viendo películas infantiles con los niños una y otra vez. Todo eso lo pensó pero antes pensó en hacerle el amor sin prisa y con ternura. Luego le pasaron esas cosas por la cabeza y después volvió a pensar en hacerle el amor. Al mismo tiempo, el número del teléfono celular rebotaba como un balón atrapado en las paredes de su cabeza, un balón que era la posibilidad del juego, de la gambeta.
La muchacha pagó y salió de la tienda. Pablo hizo lo posible para que el trámite en la caja fuera lo más rápido posible, pero cuando salió observó hacia la avenida y no logró encontrarla. Mientras estaba en el estacionamiento de la tienda, viendo autos llegar e irse, coches en la avenida que pasaban como fantasmas de metal en la noche fría, volvió del ligero trance y recordó el frío, el lacerante viento que bajaba del norte y volvió a meter las manos en los bolsillos. La bolsa que le habían dado en la tienda y donde estaban la sopa, la pasta y la salsa catsup, salía del bolsillo de la chamarra y colgaba a su costado derecho. Con la quijada trémula y un dolor punzante en las rodillas, reanudó el camino a casa.
Al llegar, sirvió agua en la sopa y la introdujo al microondas. Encendió el calentador de la sala y se sentó a un par de metros de él, esperando recuperar temperatura. Observó la mesita del teléfono y el número de la chica apareció en su mente con la vertiginosidad de una botella de vidrio que cae al piso y estalla. Miró el aparato y frotándose unos segundos las manos y unos segundos las rodillas, pensó en las posibilidades de la casualidad.
Entonces tomó el auricular y marcó. El presionar de los dedos sobre las almohadillas de los números le pareció como pisar terciopelo, como el andar sobre una alfombra en un pasillo en penumbras. El teléfono dio tono de estar timbrando. Después de cuatro series escuchó una voz gruesa con acento norteño.
— ¿Bueno?
— Eh… ¿A dón… ¿A dónde hablo? —alcanzó a musitar sorprendido por aquella voz que no podría ser de mujer.
— ¿Con quién quieres hablar?
— Eh… este… con esta…
— Ah, pinche Mateo, eres tú. Ya me hablaron de ti. Tienes suerte.
Le punzaban las rodillas. El calentador no estaba haciendo efecto como esperaba. Sintió que cualquier cosa que intentara decir haría que le temblara la voz, por lo que permaneció en un silencio autista, el silencio de un roedor asustado escondido tras un mueble.
— ¿Entonces le vas a entrar?
— Eh, perdón… Es que yo no…
— Te veo en el metro de Edison a las 10.
El hombre colgó y dejó a Pablo con una sensación extraña en el estómago, un ligero encogimiento de vísceras.
Colocó el auricular en su lugar y permaneció en silencio mirando la pared. A ratos se frotaba las manos y a ratos las rodillas mientras pensaba ya no en la chica cuyo culo y rostro le habían fulminado en la tienda, sino en la extraña cita que acababa de acordar.
Dio unas vueltas en el estrecho y sucio departamento. A lo lejos oyó el sonido del microondas anunciando que la sopa estaba lista. Se dirigía a la cocina cuando el teléfono comenzó a repiquetear. Se acercó entonces como un animal tímido mientras lo escuchaba. Luego alargó la mano y tocó el auricular aún sin levantarlo. La vibración del aparato le recorrió el brazo y llegó hasta el pecho. Después dejó de timbrar y el departamento y el edificio y la colonia entera se sumergieron en un silencio sobrio, como si hubiesen dejado de respirar.
Estaba a punto de soltar el auricular cuando volvió a timbrar. De nuevo la vibración recorriéndole el cuerpo, como si fuese pintura espesa y oscura escurriéndole tras un cubetazo sorpresivo.
— ¿Bueno?
— Ah, pinche Mateo, nos vemos ahorita. Nomás quería saber si este era tu número, por si se ofrece, ya sabes.
El hombre soltó una risa ronca y tropezada, como de fumador de años. Después colgó. Pablo advirtió que el reloj de la sala marcaba las 9:30 de la noche. Supo que ese era el instante en el que tenía que decidir qué hacer, si asistir o no asistir, si dejarse llevar por una curiosidad mezclada con miedo o extraer la sopa del microondas y quedarse a seguir frotándose las rodillas.
La bolsa con la pasta y la salsa catsup se encontraba un tanto deforme en uno de los sillones. La observó sin observarla, pensando más que nada en la situación. El reloj de la sala avanzó un minuto.
Se apuró a ponerse la chamarra. Apagó el calentador. Tomó las llaves y con las manos haciendo hueco sobre la boca para recibir algo de vapor cálido, salió a una calle Moisés Sáenz que al menos en ese momento le pareció jamás antes vista, una calle que más bien parecía de un país nórdico o de un país austral o de un país que aún no se inventaba. El frío fue el zarpazo de un animal salvaje. Con la quijada trémula caminó en dirección a la estación del metro.
Llevaba cinco minutos junto a una caseta telefónica sobre una desierta avenida Colón cuando vio que una camioneta que se aproximaba a una cuadra hizo el cambio de luces. Conforme se acercaba, disminuía la velocidad, hasta que se orilló y se detuvo completamente justo frente a la caseta de teléfono. Era una Ford Lobo negra de doble cabina y con vidrios polarizados. Las luces de la calle se reflejaban en la pintura y brillaban con aire de elegancia, como brillarían de igual forma en el inquietante pelaje de una pantera. Pablo pensó en la elegancia y creyó que muchas cosas elegantes eran también siniestras. Luego la ventana del copiloto se abrió a una velocidad sensual. Pablo asumió que el sistema de la camioneta sería eléctrico.
— Si quieres nos subimos a la banqueta. —espetó la voz de un rostro imposible de definir.
Pablo se acercó al borde de la acera. De la oscuridad nació un brazo grueso con un paquete en la mano. Automáticamente lo sostuvo, pero la mano no lo soltó inmediatamente.
— Te ves más morro de lo que nos dijeron.
— ¿Sí podrá con todo? —exclamó otra voz, aunque Pablo sintió que no se dirigía hacia él. Era sin duda la voz del hombre con quien había hablado por teléfono.
— Pues si no, ya se chingó. —determinó el copiloto.
De la cabina trasera se asomó una mano sosteniendo una cajetilla de Raleigh y se la dio al hombre que manejaba. Pablo prestó atención y con los ojos entrecerrados advirtió que quien viajaba en la parte de atrás era la chica que había visto en la tienda. Sus ojos grandes, sus cejas nobles, su nariz protagónica, danzaron entre la penumbra de la camioneta, una danza que Pablo también hubiese querido bailar.
El copiloto finalmente soltó el paquete. Pablo lo tomó con ambas manos como toman los médicos a los bebés recién nacidos, viscosos y con sangre. Un auto centelleó por la avenida con norteñas a todo volumen. El viento arreciaba y se sentía como si una muerte de manos frías le acariciara el rostro. Después el copiloto le dio un grueso y pesado sobre amarillo con el tamaño perfecto para que entraran billetes largos.
— Tú nomás sé puntual, y no salgas con mamadas.
Pablo posó el sobre encima de la bolsa que contenía el primer paquete y apenas se disponía a examinarlo escuchó el bramido del motor. La camioneta salió disparada por Colón y siguió derecho, hacia Madero. En la gélida atmósfera se respiraba el cálido aroma de las llantas quemadas contra el pavimento.
Pablo guardó el sobre en la bolsa interior de la chamarra y afianzó bien el paquete con ambas manos.
Ya en el departamento, dispuso las cosas sobre la mesa, encima del legajo que contenía su currículum. Fue a la cocina y observó por la ventana del microondas la sopa fría y aguada. El edificio flotaba sobre un silencio hueco como el de una cueva o el de un limbo o el de un hoyo negro o el del fondo de una noria. Estaba a punto de accionar el microondas de nuevo cuando escuchó el teléfono timbrar.
Habían quedado de verse afuera de la tienda que estaba en Moisés Sáenz. Con un nerviosismo ondeándole en el pecho como la cola desprendida de una lagartija, dispuso sobre el legajo la mercancía y la dividió en cuatro partes iguales. Enseguida tomó una de ellas, se calzó la chamarra y la abrochó hasta el cuello. De nuevo sintió el frío de la calle. La muerte helada acariciándole otra vez. Encogió el cuello y caminó cabizbajo, en una postura similar a la de un recién ahorcado.

19.2.12

Qué mierda esto de que la naturaleza no se ponga a tono con las circunstancias


Qué ganas de atravesar la pared del tercer piso y caer al vacío pero de pie, como un felino sigiloso o como un felino con capa y antifaz. Qué ganas de correr por la avenida y rebasar a los automovilistas que miran con hastío el semáforo en rojo, y de brincar charcos de agua sucia y de contonearte como fideo para esquivar a un ciclista despistado. Qué ganas de sudar y de jadear y de gritar y de descomponerte en muecas que jamás serán dignas de una fotografía, y después dar un salto de Jordan y manotear una nube, dividirla en dos partes y observarlas tomar rumbos distintos. Qué ganas de respirar hondo para tranquilizar a los pulmones que se inflan como un sapo en estado de alerta y que adelgazan luego como un globo sin vida. Qué ganas de volver a casa, de sentir la calma, de disfrutar la quietud como del agua de un lago en la noche o como del agua de una alberca en la noche o como un vaso de agua en la noche. Qué ganas de sentarte y compensar lo que le falta a la realidad. Qué ganas de todo pero qué días tan de esta manera.