Me llamo Alexandra y soy alérgica al pelo de gatos y perros, por alguna extraña causa que los médicos acusan a la casualidad, aunque yo sospecho que no es más que un desfavorable bicho genético que primero incubó en mi padre y después vino a enquistarse en mi sistema, sustrayéndole tolerabilidad a dichos animales.
Encima de tan lamentable peculiaridad que posee mi ya mezquina salud física, debo decir que mi madre aborrece a los gatos con una aversión infernal. Cuando en la calle mira a uno, no desaprovecha en maldecir y desprestigiar no sólo al que ve, sino a toda la raza entera. Se queja de que van desparramando pelos en todas partes, de que no se bañan, de que sus excreciones apestan en demasía, de que son flojos y pedantes, de que provocan infecciones y hasta de que son unos inmorales de primera.
En cuanto a los perros, no siente ni aversión ni simpatía, lo cual viene siendo ya ganancia, aunque no la suficiente para ayudar a que lleguemos a tener alguna mascota. Nuestro máximo logro alcanzado fue tener un par de peces, pero murieron al cabo de cinco semanas porque nosotros no teníamos ni el tiempo ni la atención para proveerles una ración periódica de alimento.
Así, como hija única que soy y como padres que tengo tan obligados al trabajo, mis horas de estadía en casa me las he pasado, a través de la vida, conviviendo primero con muñecas y cocinas, después con la t.v. y videojuegos y más tarde con libros y revistas. Y no me quejo de ello, simplemente es esta añoranza de tener algo con más vida cerca de mí, que olfatee y juegue, que mueva la cola o ronronee, la que me instiga a escribir esto.
La otra noche llegó, ahora sí muy casualmente, una pequeña gatita a mi casa. Era de pelaje negro y esponjoso, ojos verdes y muy vivos, con menos de tres meses de edad creo yo.
Como buena anfitriona, y como mejor amante de los animales, la invité a pasar. Le ofrecí algo de leche tibia y mortadela en trozos, a lo que aceptó gustosa. Luego nos pusimos a mirar televisión, aunque ella se concentraba en relajarse y yo en contemplarla.
Me senté y la puse en mi vientre. Conforme la acariciaba y le rascaba el cuello su amigable ronroneo se iba haciendo más fuerte. No hay sonido que describa y represente con tal brillantez y exactitud el intangible rostro de la calma, de la tranquilidad. Aunque, si nosotros los humanos tuviéramos ese dichoso don, de seguro sería impracticable en el rígido y estresante entorno en el que vivimos.
Dos días me duró el gusto de tener gatita. Mi madre la fue a tirar una tarde mientras yo estaba en la escuela. Cuando volví a casa y me percaté que volvía a estar sola de nuevo, no pude contener el súbito esbozo de una nostalgia que ansiaba escuchar el apacible ronroneo que hace sentir, ciertamente, un lazo de familiaridad y confort como el que une a la gata con sus cachorritos.
Desde entonces, me he dado el lujo, que cíclicamente se convirtió en necesidad, de adoptar, provisionalmente y a escondidas de mis padres, gatos y perros, aunque sea por algunos días, aunque sea por algunas horas. Disfrutar de ellos temporalmente no es más que una felicidad efímera o a medias, como quien tiene deslices amorosos de una noche con amantes de una noche, pero sin duda es reconfortante ante la soledad que a veces llega a abrumarme.
Ladrando, agitando la cola, babeando, jadeando con la lengua afuera, moviendo las orejas, rascándose con la pata trasera, mirándolo a uno con ojos tristes. Maullando, andando con calma, ronroneando, expandiendo y contrayendo las pupilas, relamiéndose, arañando la madera, frotando la cabeza contra los pies de uno.
A veces creo que mi casa llega a ser una taberna para animales de calle que, hambrientos y menesterosos, solitarios y nómadas, precisan de cuidados y afectos para poder saber que aún existe gente que los quiere y así no dejarse morir de tristeza. Hago como que no oigo cuando, acerca del hábito de bautizarlos con nombre distinto a cada uno, la gente me dice que no tiene caso, que es absurdo, que es inservible porque cuando se van nadie va a saber el nombre que yo les di. Pero es que el artífice del asunto no es otro que, en gratitud a la compañía y felicidad que me dieron, dejarles que se lleven algo mío, obviamente además de mi solidaridad, mi afecto y mi comprensión.
Encima de tan lamentable peculiaridad que posee mi ya mezquina salud física, debo decir que mi madre aborrece a los gatos con una aversión infernal. Cuando en la calle mira a uno, no desaprovecha en maldecir y desprestigiar no sólo al que ve, sino a toda la raza entera. Se queja de que van desparramando pelos en todas partes, de que no se bañan, de que sus excreciones apestan en demasía, de que son flojos y pedantes, de que provocan infecciones y hasta de que son unos inmorales de primera.
En cuanto a los perros, no siente ni aversión ni simpatía, lo cual viene siendo ya ganancia, aunque no la suficiente para ayudar a que lleguemos a tener alguna mascota. Nuestro máximo logro alcanzado fue tener un par de peces, pero murieron al cabo de cinco semanas porque nosotros no teníamos ni el tiempo ni la atención para proveerles una ración periódica de alimento.
Así, como hija única que soy y como padres que tengo tan obligados al trabajo, mis horas de estadía en casa me las he pasado, a través de la vida, conviviendo primero con muñecas y cocinas, después con la t.v. y videojuegos y más tarde con libros y revistas. Y no me quejo de ello, simplemente es esta añoranza de tener algo con más vida cerca de mí, que olfatee y juegue, que mueva la cola o ronronee, la que me instiga a escribir esto.
La otra noche llegó, ahora sí muy casualmente, una pequeña gatita a mi casa. Era de pelaje negro y esponjoso, ojos verdes y muy vivos, con menos de tres meses de edad creo yo.
Como buena anfitriona, y como mejor amante de los animales, la invité a pasar. Le ofrecí algo de leche tibia y mortadela en trozos, a lo que aceptó gustosa. Luego nos pusimos a mirar televisión, aunque ella se concentraba en relajarse y yo en contemplarla.
Me senté y la puse en mi vientre. Conforme la acariciaba y le rascaba el cuello su amigable ronroneo se iba haciendo más fuerte. No hay sonido que describa y represente con tal brillantez y exactitud el intangible rostro de la calma, de la tranquilidad. Aunque, si nosotros los humanos tuviéramos ese dichoso don, de seguro sería impracticable en el rígido y estresante entorno en el que vivimos.
Dos días me duró el gusto de tener gatita. Mi madre la fue a tirar una tarde mientras yo estaba en la escuela. Cuando volví a casa y me percaté que volvía a estar sola de nuevo, no pude contener el súbito esbozo de una nostalgia que ansiaba escuchar el apacible ronroneo que hace sentir, ciertamente, un lazo de familiaridad y confort como el que une a la gata con sus cachorritos.
Desde entonces, me he dado el lujo, que cíclicamente se convirtió en necesidad, de adoptar, provisionalmente y a escondidas de mis padres, gatos y perros, aunque sea por algunos días, aunque sea por algunas horas. Disfrutar de ellos temporalmente no es más que una felicidad efímera o a medias, como quien tiene deslices amorosos de una noche con amantes de una noche, pero sin duda es reconfortante ante la soledad que a veces llega a abrumarme.
Ladrando, agitando la cola, babeando, jadeando con la lengua afuera, moviendo las orejas, rascándose con la pata trasera, mirándolo a uno con ojos tristes. Maullando, andando con calma, ronroneando, expandiendo y contrayendo las pupilas, relamiéndose, arañando la madera, frotando la cabeza contra los pies de uno.
A veces creo que mi casa llega a ser una taberna para animales de calle que, hambrientos y menesterosos, solitarios y nómadas, precisan de cuidados y afectos para poder saber que aún existe gente que los quiere y así no dejarse morir de tristeza. Hago como que no oigo cuando, acerca del hábito de bautizarlos con nombre distinto a cada uno, la gente me dice que no tiene caso, que es absurdo, que es inservible porque cuando se van nadie va a saber el nombre que yo les di. Pero es que el artífice del asunto no es otro que, en gratitud a la compañía y felicidad que me dieron, dejarles que se lleven algo mío, obviamente además de mi solidaridad, mi afecto y mi comprensión.
3 comentarios:
Hola Heliasár... yo soy como la mamá de Alexandra,los gatos no me agradan... Y es un resultado de la soledad el que Ale adopte perros y gatos callejeros por un tiempo...
EPA, CHES GATOS LOS ODIO.
CHES PERROS SON LA LEY.
PERO NO ENTENDI MUY BIEN CHAVO, TANTO ERA SU DESEO QUE VALIÓ UN CARAJO SU ALERGIA? JAJAJA
PORQUE EMPIEZA DICIENDO QUE ES ALERGICA Y LUEGO SE COTORREÓ DE "TÚ" CON LOS ANIMALES? JAJA
A LO MEJOR NO ENTENDÍ BIEN, PODRÍA USTED EXPLICARME
SALE, SEGUÍS EN LA MIRA LOKO
BUENA VIBRA
POSITIVE VIBRATION!!!
SEE YA IRIE!!!
AH CARAY, PUES LA POBRE ALE EMPIEZA HABLANDO DE LOS MOTIVOS QUE LE HAN IMPEDIDO TENER UNA MASCOTA: SU ALERGIA Y EL ODIO Y/O INDIFERENCIA A GATOS Y PERROS POR PARTE DE SU FAMILIA. PERO -COMO MUCHAS VECES LA REALIDAD SE HA EMPEÑADO EN DEMOSTRÁRNOSLO- SUS DESEOS SON MÁS FUERTES QUE CUALQUIER COSA Y COMO BIEN DICES, LE TERMINA VALIENDO UN CARAJO SU RINITIS, POR ESO ADOPTA, AUNQUE SEA EFÍMERAMENTE, MASCOTAS, LAS CUALES LE BRINDAN ALGO DE CARIÑO Y COMPAÑÍA, AUNQUE TAMBIÉN ESTO SEA PASAJERO.
GRACIAS POR EL APUNTE MARLEY, NOS DAMOS CUENTA QUE AUN NOS FALTA MUCHO POR MEJORAR EN EL DOMINIO DE LAS PALABRAS. AL CABO QUÉ, ESTAMOS EN EL CAMINO DE LA PERFECCIÓN, APOCO NO BECKY ?
SALUDOS Y GRACIAS POR POSTEAR.
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