«...tu cintura es la curva de un sueño»
Aquella noche me miré al espejo... y no vi nada
Aquella noche me miré al espejo... y no vi nada
Las lámparas fluorescentes del edificio relampagueaban de vejez de la misma manera que el cielo lo hacía lleno de enjundia y vida. El cielo tronaba y los mosquitos chocaban dramática y estrepitosamente con las mortecinas lámparas del salón donde en 5 minutos tendría la última clase del día.
Eran casi las 7.00 p.m. y la mayoría de mis compañeros de clase habían entrado al salón en espera del maestro, que como siempre con su particular puntualidad no tardaría en arribar al aula para impartirnos la clase más tediosa y seca que yo recordaba haber llevado en mi historia como estudiante.
Yo estaba afuera del salón, en la pared, en una andrógina posición medio recargado en el muro-medio acostado en el piso. Una de esas posiciones de hule que ocupamos en la juventud pero que después maldecimos en la vejez al sentir sus estragos en la columna vertebral.
Estaba situado abajo de una de las sucias lámparas, cuya inestable luminosidad me recordaba, no sé porqué, al mal de parkinson. Desde ahí podía ver lo largo que trataba de figurar el pasillo. Aunque en la planta baja del edificio sólo había 4 salones de tamaño promedio, parecía haber diez, porque yo estaba sentado-acostado en la esquina de dos muros a las afueras del último salón del lado izquierdo, donde el radio de observación crecía considerablemente, poniendo a cambio un ilusorio efecto de gigantez por parte de todo mi alrededor.
Lo único que me evitaba marcharme a mi casa en ese mismo momento, y escapar de la clase despierta-bostezos era una causa femenina que me atraía intensamente y no podía dejar de admirar cada vez que la tenía enfrente. Era una de esas relaciones mudas e invisibles, de las que se basan en miradas unilaterales que mueren en el instante produciendo deseos secretos, incrementando flujos imaginales, fabricando una colectividad de impulsos y anhelos concebida por las ganas de alcanzarlos pero simultáneamente reprimida por el temor de perder, por la carencia de valor.
Mi simple y sustancial problema -y el siempre común denominador en este tipo de relaciones- era que no le hablaba a esa chica. A lo más que había llegado era a intercambiar opiniones sobre la metodología de clase del maestro, pasando por vacías preguntas con banales respuestas -¿que hora es?¿el maestro tomo asistencia?¿hay tarea para hoy?¿que hicieron la clase pasada?-, todas adentro de la gris circunferencia del tema de clase.
Constantemente estaba pendiente de que apareciera alguna pequeña rendija ocasional en la que pudiera acomodar cualquier comentario por inane que fuera, pero que poseyera un trazo oculto hacia una conversación interesante, la cual no existía en los comentarios pasados. Era como elegir ciegamente puertas buscando una que poseyera la dirección extraviada a una conversación fluida e interesante.
Había sido ya un mes de perseverante acecho sigiloso y discreto. Yo siempre trataba de llegar un poco tarde a clase para dar tiempo a que ella entrara antes de mi, y así, después de ubicarla en el aula, podía escoger un lugar estratégico que me permitiera contemplar su excelsa belleza sin que ella se percatara. Pero al mismo tiempo dicho banco no podía estar a más de dos metros del de ella, esto para, en determinada situación y oportunidad, poder establecer cierto contacto verbal que desatara el comienzo de lo ya mencionado.
Ahí fluctuaba mi esperanza. Tenía confianza en que algún día iba a lograr establecer una relación con ella, al menos de amistad. Ya en ese escalón, podría confesarle lo que siento y mi parte finalizaría; la creación de un futuro para dos radicaría en ella y en su respuesta, sería cuestión de esperar.
Esperaría hasta entonces; esperaría en el momento adecuado. Pero ahora no sería recomendable seguir con mi indecisión de puberto pusilánime. Me encontraba, como muchas veces atrás, aferrado a un anhelo, esperanzado a conseguir algo que deseaba con vehemencia, pero cuya lucha para alcanzarlo había estado más allá de los confines de mis fuerzas. Al menos así había sido hasta ese momento, pero estaba decidido a alterar la frustrante odisea que estaba fabricando mi pasividad. Me sentía como un niño observando un juguete hermoso en el aparador; tan lejos y tan cerca, como suelen decir, pensando distraídamente lo que haría si lo tuviera conmigo, soñando despierto y muriendo lento. Demasiado ocupado en manufacturar ilusiones e ignorando las maneras de luchar por ellas y alcanzarlas.
Pero ya no sería igual. Hoy iba a dar ese paso decisivo que siempre nos falta a los mexicanos. De una u otra forma, rompería esa cadena que me impedía acercarme más de lo acostumbrado a ella. Si fracasaba en mi intento de entablar una plática con ella en el salón, la encararía a la salida y le diría la verdad. Me le declararé, hoy es el gran día. Al menos me demostraré a mi mismo que mis ilusiones son capaces de vencer a mis temores.
Volteé a mi derecha y vi al maestro entrar al salón. Decidí esperar unos dos o tres minutos más a mi adorada musa, que aún no llegaba a pesar de que ya era la hora acostumbrada a la que arribaba al aula.
Los minutos pasaron y no llegó. Me tranquilicé asegurándome que estaría en la cafetería con sus amigas enfrascadas en una cautivante plática, y por eso se le había hecho un poco tarde. A escasos segundos alcancé a escuchar la voz del maestro tomando lista, y preferí entrar y romper con una racha de poco más de cuatro semanas continuas ejerciendo el ritual de esperarla para después entrar. Además de que se miraría muy obvio ingresar inmediatamente después de ella y escoger un banco cercano al que eligiera, mi caso sentimental no era tan extremo como para sacrificar una asistencia.
Pasé al salón y me senté en un banco en la zona donde casi siempre tomaba asiento ella, me dispuse a esperar, agitado y con un progresivo nerviosismo que oprimía mi pecho cíclicamente, a que entrara ella. Mientras, maquinaría cuidadosamente las palabras perfectas para hacerle frente.
Estuve atento unos segundos mientras el profesor tomaba asistencia, después de pronunciar automática -y casi inconscientemente- la palabra “presente”, me puse a dialogar conmigo mismo y a rebuscar palabras adecuadas, frases marginadas de mi vocabulario normal y anti-cursi que sirvieran como un monólogo sentimental, como una apología a un monumento humano. Mientras, mis nervios se acentuaban considerablemente, el corazón empezaba a bombear con un ritmo más acelerado y la sensación de opresión pectoral era más fuerte cada vez, que sentía como si el corazón fuera a desprenderse de todas sus conexiones para intentar escapar por la angosta tráquea, en sentido contrario en el que una serpiente consume su bocado entero.
El sólo imaginarme pronunciando esas frases cursis sacadas de telenovelas basadas 100 % en una realidad ficticia me ponía los vellos de punta y provocaba escalofríos en diversas e ignotas zonas corporales, pero en el momento, me importaba un carajo de dónde vinieran esos enunciados, como dicen: el fin justifica los medios. Sin darme cuenta, cada segundo me alejaba más y más de esas cuatro asfixiantes y siniestras paredes para concentrarme en mi ardua tarea.
Hubo momentos en los que sentía que mi Dulcinea regiomontana llegaba al salón. Eran casi tan reales como la misma sensación enervante que me invadía instantáneamente. Sentires tan palpables como la gruesa y rasposa tela que forraba la mesa-banco, o como el frío aire que era emitido por el clima y que resecaba mis labios sedientos de los de ella. Estaba casi seguro que esa débil frontera entre imaginación y realidad se había difuminado por completo.
Y en ese preciso momento la vi llegar. Con su mochila de siempre, su propia y original manera de caminar, sus pantalones ajustados, la playera que más le lucía, su fino y sedoso cabello danzando armoniosamente en el vacío del aire y en la llenura de la gravedad, siendo éstos últimos perfectos cómplices para potenciar su sublime belleza.
Se sentó a un lado mío, me miró sonriente y la miré contemplativo. El delicado aire me llevó una muestra del fino olor de su dulce perfume y me dí cuenta, como si el suave soplo de su aroma me lo hubiera recordado al oído, de la misión que me competía, y por la cual había estado esperando un eterno mes, más de cuatro perpetuas y sufridas semanas, 31 días nerviosos, asustados, largos. Tan extensos como una clase tediosa y seca que acababa de terminar, y que fue testigo directo de una ausencia elemental, de el resquebrajamiento de un deseo por la caducada existencia de una pizca de valor que difícilmente resucite, y del viaje astral que acaba de terminar con un aterrizaje forzoso.
Todo el bullicio de los alumnos del salón apareció repentinamente, mientras cada uno se levantaba de su asiento acomodando las mochilas en sus espaldas, los bolsos en los hombros, las ideas en sus mentes, y empezaron a salir por la puerta ya terminada la cátedra y la jornada del día. Yo también lo hice, los seguí robóticamente, un tanto desorientado y buscando casi frenéticamente a quien había estado esperando por una hora que se consumió en un instante, y que, por un instante que se extendió en una hora, pensé que había llegado.
Salí del salón, me di cuenta que las longevas lámparas exteriores se habían apagado por completo, y que la sonoridad de los truenos había desaparecido dejando como eco el murmullo múltiple que hacen las gotas al estrellarse con el piso.
Me sentí triste, vacío, como si hubiera quedado fatigado después de una pelea de 15 rounds, pero al mismo tiempo me sentí esperanzado en que la próxima vez que vea a mi divina diosa, pueda romper tanto la barrera que me separa de mis sueños, como el cristal impoluto que me distancia de ella.
Caminé rumbo a la esquina donde abordaría el camión, siendo blanco de las pesadas y frías gotas de lluvia y meditando en frases clave que había descubierto hasta ese momento: la esperanza muere al último; el bien siempre vence al mal; que la curiosidad sea más grande que el miedo.
Otra vez me ensimismé y di cuenta que había caído de nuevo en el mismo y garrafal error de siempre: darle importancia al futuro sin considerar el presente, de olvidar los caminos por admirar el destino, de correr sin caminar.
Me percaté de mi problema y el de muchos más que, como yo, no hacemos más que imaginar. Y de tanto imaginar nos volvemos transparentes ante una realidad que nos confunde con nuestros sueños, y que a veces, sólo a veces, nos quiere aplastar.
Eran casi las 7.00 p.m. y la mayoría de mis compañeros de clase habían entrado al salón en espera del maestro, que como siempre con su particular puntualidad no tardaría en arribar al aula para impartirnos la clase más tediosa y seca que yo recordaba haber llevado en mi historia como estudiante.
Yo estaba afuera del salón, en la pared, en una andrógina posición medio recargado en el muro-medio acostado en el piso. Una de esas posiciones de hule que ocupamos en la juventud pero que después maldecimos en la vejez al sentir sus estragos en la columna vertebral.
Estaba situado abajo de una de las sucias lámparas, cuya inestable luminosidad me recordaba, no sé porqué, al mal de parkinson. Desde ahí podía ver lo largo que trataba de figurar el pasillo. Aunque en la planta baja del edificio sólo había 4 salones de tamaño promedio, parecía haber diez, porque yo estaba sentado-acostado en la esquina de dos muros a las afueras del último salón del lado izquierdo, donde el radio de observación crecía considerablemente, poniendo a cambio un ilusorio efecto de gigantez por parte de todo mi alrededor.
Lo único que me evitaba marcharme a mi casa en ese mismo momento, y escapar de la clase despierta-bostezos era una causa femenina que me atraía intensamente y no podía dejar de admirar cada vez que la tenía enfrente. Era una de esas relaciones mudas e invisibles, de las que se basan en miradas unilaterales que mueren en el instante produciendo deseos secretos, incrementando flujos imaginales, fabricando una colectividad de impulsos y anhelos concebida por las ganas de alcanzarlos pero simultáneamente reprimida por el temor de perder, por la carencia de valor.
Mi simple y sustancial problema -y el siempre común denominador en este tipo de relaciones- era que no le hablaba a esa chica. A lo más que había llegado era a intercambiar opiniones sobre la metodología de clase del maestro, pasando por vacías preguntas con banales respuestas -¿que hora es?¿el maestro tomo asistencia?¿hay tarea para hoy?¿que hicieron la clase pasada?-, todas adentro de la gris circunferencia del tema de clase.
Constantemente estaba pendiente de que apareciera alguna pequeña rendija ocasional en la que pudiera acomodar cualquier comentario por inane que fuera, pero que poseyera un trazo oculto hacia una conversación interesante, la cual no existía en los comentarios pasados. Era como elegir ciegamente puertas buscando una que poseyera la dirección extraviada a una conversación fluida e interesante.
Había sido ya un mes de perseverante acecho sigiloso y discreto. Yo siempre trataba de llegar un poco tarde a clase para dar tiempo a que ella entrara antes de mi, y así, después de ubicarla en el aula, podía escoger un lugar estratégico que me permitiera contemplar su excelsa belleza sin que ella se percatara. Pero al mismo tiempo dicho banco no podía estar a más de dos metros del de ella, esto para, en determinada situación y oportunidad, poder establecer cierto contacto verbal que desatara el comienzo de lo ya mencionado.
Ahí fluctuaba mi esperanza. Tenía confianza en que algún día iba a lograr establecer una relación con ella, al menos de amistad. Ya en ese escalón, podría confesarle lo que siento y mi parte finalizaría; la creación de un futuro para dos radicaría en ella y en su respuesta, sería cuestión de esperar.
Esperaría hasta entonces; esperaría en el momento adecuado. Pero ahora no sería recomendable seguir con mi indecisión de puberto pusilánime. Me encontraba, como muchas veces atrás, aferrado a un anhelo, esperanzado a conseguir algo que deseaba con vehemencia, pero cuya lucha para alcanzarlo había estado más allá de los confines de mis fuerzas. Al menos así había sido hasta ese momento, pero estaba decidido a alterar la frustrante odisea que estaba fabricando mi pasividad. Me sentía como un niño observando un juguete hermoso en el aparador; tan lejos y tan cerca, como suelen decir, pensando distraídamente lo que haría si lo tuviera conmigo, soñando despierto y muriendo lento. Demasiado ocupado en manufacturar ilusiones e ignorando las maneras de luchar por ellas y alcanzarlas.
Pero ya no sería igual. Hoy iba a dar ese paso decisivo que siempre nos falta a los mexicanos. De una u otra forma, rompería esa cadena que me impedía acercarme más de lo acostumbrado a ella. Si fracasaba en mi intento de entablar una plática con ella en el salón, la encararía a la salida y le diría la verdad. Me le declararé, hoy es el gran día. Al menos me demostraré a mi mismo que mis ilusiones son capaces de vencer a mis temores.
Volteé a mi derecha y vi al maestro entrar al salón. Decidí esperar unos dos o tres minutos más a mi adorada musa, que aún no llegaba a pesar de que ya era la hora acostumbrada a la que arribaba al aula.
Los minutos pasaron y no llegó. Me tranquilicé asegurándome que estaría en la cafetería con sus amigas enfrascadas en una cautivante plática, y por eso se le había hecho un poco tarde. A escasos segundos alcancé a escuchar la voz del maestro tomando lista, y preferí entrar y romper con una racha de poco más de cuatro semanas continuas ejerciendo el ritual de esperarla para después entrar. Además de que se miraría muy obvio ingresar inmediatamente después de ella y escoger un banco cercano al que eligiera, mi caso sentimental no era tan extremo como para sacrificar una asistencia.
Pasé al salón y me senté en un banco en la zona donde casi siempre tomaba asiento ella, me dispuse a esperar, agitado y con un progresivo nerviosismo que oprimía mi pecho cíclicamente, a que entrara ella. Mientras, maquinaría cuidadosamente las palabras perfectas para hacerle frente.
Estuve atento unos segundos mientras el profesor tomaba asistencia, después de pronunciar automática -y casi inconscientemente- la palabra “presente”, me puse a dialogar conmigo mismo y a rebuscar palabras adecuadas, frases marginadas de mi vocabulario normal y anti-cursi que sirvieran como un monólogo sentimental, como una apología a un monumento humano. Mientras, mis nervios se acentuaban considerablemente, el corazón empezaba a bombear con un ritmo más acelerado y la sensación de opresión pectoral era más fuerte cada vez, que sentía como si el corazón fuera a desprenderse de todas sus conexiones para intentar escapar por la angosta tráquea, en sentido contrario en el que una serpiente consume su bocado entero.
El sólo imaginarme pronunciando esas frases cursis sacadas de telenovelas basadas 100 % en una realidad ficticia me ponía los vellos de punta y provocaba escalofríos en diversas e ignotas zonas corporales, pero en el momento, me importaba un carajo de dónde vinieran esos enunciados, como dicen: el fin justifica los medios. Sin darme cuenta, cada segundo me alejaba más y más de esas cuatro asfixiantes y siniestras paredes para concentrarme en mi ardua tarea.
Hubo momentos en los que sentía que mi Dulcinea regiomontana llegaba al salón. Eran casi tan reales como la misma sensación enervante que me invadía instantáneamente. Sentires tan palpables como la gruesa y rasposa tela que forraba la mesa-banco, o como el frío aire que era emitido por el clima y que resecaba mis labios sedientos de los de ella. Estaba casi seguro que esa débil frontera entre imaginación y realidad se había difuminado por completo.
Y en ese preciso momento la vi llegar. Con su mochila de siempre, su propia y original manera de caminar, sus pantalones ajustados, la playera que más le lucía, su fino y sedoso cabello danzando armoniosamente en el vacío del aire y en la llenura de la gravedad, siendo éstos últimos perfectos cómplices para potenciar su sublime belleza.
Se sentó a un lado mío, me miró sonriente y la miré contemplativo. El delicado aire me llevó una muestra del fino olor de su dulce perfume y me dí cuenta, como si el suave soplo de su aroma me lo hubiera recordado al oído, de la misión que me competía, y por la cual había estado esperando un eterno mes, más de cuatro perpetuas y sufridas semanas, 31 días nerviosos, asustados, largos. Tan extensos como una clase tediosa y seca que acababa de terminar, y que fue testigo directo de una ausencia elemental, de el resquebrajamiento de un deseo por la caducada existencia de una pizca de valor que difícilmente resucite, y del viaje astral que acaba de terminar con un aterrizaje forzoso.
Todo el bullicio de los alumnos del salón apareció repentinamente, mientras cada uno se levantaba de su asiento acomodando las mochilas en sus espaldas, los bolsos en los hombros, las ideas en sus mentes, y empezaron a salir por la puerta ya terminada la cátedra y la jornada del día. Yo también lo hice, los seguí robóticamente, un tanto desorientado y buscando casi frenéticamente a quien había estado esperando por una hora que se consumió en un instante, y que, por un instante que se extendió en una hora, pensé que había llegado.
Salí del salón, me di cuenta que las longevas lámparas exteriores se habían apagado por completo, y que la sonoridad de los truenos había desaparecido dejando como eco el murmullo múltiple que hacen las gotas al estrellarse con el piso.
Me sentí triste, vacío, como si hubiera quedado fatigado después de una pelea de 15 rounds, pero al mismo tiempo me sentí esperanzado en que la próxima vez que vea a mi divina diosa, pueda romper tanto la barrera que me separa de mis sueños, como el cristal impoluto que me distancia de ella.
Caminé rumbo a la esquina donde abordaría el camión, siendo blanco de las pesadas y frías gotas de lluvia y meditando en frases clave que había descubierto hasta ese momento: la esperanza muere al último; el bien siempre vence al mal; que la curiosidad sea más grande que el miedo.
Otra vez me ensimismé y di cuenta que había caído de nuevo en el mismo y garrafal error de siempre: darle importancia al futuro sin considerar el presente, de olvidar los caminos por admirar el destino, de correr sin caminar.
Me percaté de mi problema y el de muchos más que, como yo, no hacemos más que imaginar. Y de tanto imaginar nos volvemos transparentes ante una realidad que nos confunde con nuestros sueños, y que a veces, sólo a veces, nos quiere aplastar.
3 comentarios:
culaquier parecido con la realidad.....es porque habemos varios los cuales no enfrentamos ciertos temores, es un mal común, recuerda que estamos en un mundo globalizado, asi que no es solo un problema de mexicanos.
en mi caso ya olvide que es tener cerca a la persona que te gusta, el nerviosismo que causa cuando abre la boca y dirige palabras hacia tu rostro. Olvido. Olvido. Creo ahora vivo en el olvido....o vivì siempre en él, porque nunca me atrevì a decir lo que siento............nunca sabré cual hubiera sido el resultado, ni lo conoceré, entre tanto olvido, traté de olvidarla, cosa que casi logre, pero ese casi...aunque me duela reconocerlo....aun molesta (7 años más tarde)
YA DEL CLAVADO?
ME GUSTÓ, Y EFECTIVAMENTE HABEMOS QUIENES SOMOS CUUUUUU JAJAJAJA
SOLO QUE TU LO EXPRESASTE MAS BONITO.
LA DESCRIPCIÓN DEL ESCENARIO ME PARECIÓ FAMILIAR JEJE, ALGUNAS OCASIONES TAMBIEN HE DE HABER "REPOSADO" EN DICHO SITIO.
SALE, SEGUÍS EN LA MIRA
BUENA VIBRA
POSITIVE VIBRATION!!!
SEE YA IRIE!!!
Se proyecta uno y se identifican otros. Las buenas palabras son aquellas que entran por la vista, causan sentimiento y despiertan tu imaginación.
He aquí la prueba de que las palabras nos mueve.
Traes todo el coto chele.
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