14.2.06

Él no se enamoró de ella en un bazar, ni entre cuadros, ni revistas, camisetas, discos o jeans.

Él se enamoró de ella cuando, accidentalmente, tropezó con su página web personal, donde ella, acorde a lo que marcaba la usanza del momento, publicaba periódicamente sus fotos y donde sus amistades podían dejar comentarios, saludos, buenos y malos deseos y mensajes en general.
Él no escribía cosa alguna, puesto que no tenía nada qué escribir, causa de no conocerla en persona, causa de que ella no lo conocía ni siquiera cibernéticamente, pero, aún así, él siempre visitaba la página, puntual y consistente, para contemplar su fotogénica belleza, llegando a experimentar un amor platónico de nuevo siglo, muy encajado acordemente a la realidad actual.
Como cientos de veces hemos visto o experimentado, la puntual y deseosa asiduidad a determinado algo, llega, en la mayoría de los casos, a convertirse, repentina e inesperadamente, en un bárbaro y desordenado vicio difícil de quitarse de encima. Así le sucedió a él, pues cada vez con más notable frecuencia, descuidaba obligaciones laborales, le sustraía atención a asuntos personales que demandaban suma seriedad o cancelaba o postergaba compromisos que podían aplazarse, ya fuera con sus amigos, su familia o su novia, todo con el objeto de pasar más tiempo frente al computador, maravillándose con la belleza de un alguien que no conocía sino a través de píxeles, embelesándose con todos y cada uno de los delicados y finos rasgos de su rostro siempre proyectado a través de una resolución de 1024 x 768.
Supo un día, por medio de la misma página, que la cámara de ella se había quebrado y no servía más. No más fotos fueron agregadas a la web, no más imágenes que liberaran la belleza de aquel cautivante ser. Los comentarios dejados por las amistades visitantes eran mayoritariamente de condolencias por el accidente y de deseos de que pronto tuviera otra cámara.
Día tras día, a falta de fotografías qué agregar y por la sencilla razón de que sin nuevas fotografías no había muchos nuevos comentarios, la página web se fue quedando rezagada, olvidada, como una casa abandonada que, víctima de un cruel descuido, se va rodeando de maleza y matorrales, polvo y suciedad, malos olores, bichos, animales indeseables.
Insufrible fue el castigo, pues no podía él mantenerse tanto tiempo sin actualizar su amor, sin admirarla, sin pasmarse ante su clásico jirón de cabello que se deslizaba sobre el hombro izquierdo y sobre el derecho no, como si refiriera en ella alguna tendencia política o de simple gusto o de simple acomodo estético o de simple descuido irrelevante.
Compró él entonces una cámara digital, no muy costosa aunque tampoco muy económica, la adornó con un pequeño y gracioso moño y, habiendo investigado con depurada técnica detectivesca el domicilio de ella, se la envió de manera anónima mediante un servicio de paquetería.
Al poco, mientras trabajaba, notó en la dirección web nuevas fotos. Por fin había ella recibido la cámara, la había estrenado y había agregado novedades fotográficas que venían a refrescar tanto a la página como al agobiado sentimiento que él tenía hacia ella. Imaginaba sus tersas manos femeninas tomando la cámara que él tuvo alguna vez en su propiedad, luego miraba sus propias manos, grandes, varoniles, y devaneaba en absurdas fantasías, como el hecho de que cuando ella tocara la cámara y posara sus dedos sobre el lugar donde aún quedaban rastros de las huellas digitales de él, -solamente con esa acción- sus manos podrían unirse, y después, ya con las manos próximas, sintiendo el rozar de sus semejantes, las huellas digitales del cuarteto de manos se abrirían, dejando libre una avenida donde transitarían, a su gusto y a sus anchas, el espíritu de él, el espíritu de ella, uniéndose para no separarse jamás.
Cierto día, luego de admirar las fotos que ella había tomado con la cámara obsequiada, él se enteró, gracias a los comentarios de los visitantes, que ella tenía novio y se amaban. Sin embargo, no dejó que la noticia afectara el extraño aunque sincero y válido –creía él- sentimiento que ella le despertaba.
Así, siguió él alimentando la adicción a las fotografías, descuidando su trabajo, sus obligaciones, sus relaciones con amigos, familia, novia, es decir, su vida en general. Llegó al punto de que un día, con el afán de en algún modo inmortalizar aquella relación unidireccional, imprimió en tamaño muy pequeño todas las fotos, las pegó en una tira de papel, angosta y alargada, de manera que simulara un pergamino miniatura. Ya enrollado, siempre lo llevó en su cartera y por las noches lo contemplaba con ingenua ilusión, mientras tomaba café y tarareaba alguna canción de Bjork.
Un día, cuando ella cumplió años, él, esmerado y con manifiesta emoción, preparó un pastel y lo envió con el mismo método de la cámara. Llegó a saber que ella se había entusiasmado con el detalle a tal punto de publicar una foto donde aparecía con el labio superior embadurnado de betún.
Final # 6214
El tiempo pasó. La costumbre, o el vicio, según se quiera llamar, cedió y poco a poco, con la lentitud e imperceptibilidad de un vidrio que se desempaña, él dejó de visitar la página.
Años después, ya cuando el pergamino de fotos, aún apretujado en la cartera, lucía mil veces arrugado aunque no olvidado, se encontraron fortuitamente en un antro. Ambos tenían la mirada parsimoniosa, ojos pesados y andares sinuosos y titubeantes, lo que los delató mutuamente. Cuando ambos chocaron accidentalmente en el pasillo angosto, oscuro y perdido entre el humo del cigarro, sus manos se buscaron, sus huellas digitales se abrieron para ceder el paso a los espíritus. También los labios se buscaron, llegaron hasta el fin último del deseo y ya cuando las sábanas eran el escudo que los protegía de lo cotidiano, prometieron y acordaron olvidarse de inmediato, aunque no definitivamente, pues también juraron recordarse de vez en cuando.
Final # 14693
El tiempo pasó. Inexplicablemente, la página dejó, una vez más, de ser actualizada, pero esta vez no había comentarios al respecto por parte de los visitantes. No obstante, él sentía cierta tranquilidad y se le veía seguro y calmado.
Un día, domicilio en mano, se aventuró a visitar la casa de ella. Cuando llegó, obviamente no la halló ahí, pero le dijeron dónde podía encontrarla. Con otra dirección en mano y con un racimo de flores, arribó al cementerio de la localidad, buscó la lápida correspondiente y cuando leyó el nombre de ella inscrito en letras de piedra, sintió que estaba listo. Sacó el diminuto pergamino de fotografías de la cartera, lo introdujo con cuidado entre los múltiples tallos de las flores y los dejó sobre la tumba. Las comisuras de la boca se retorcieron en una sonrisa insana, al tiempo que dejó escapar un suspiro. Luego, con una inflexión ácida, con un dejo de sarcasmo, le dijo que le había preparado el pastel con uno de esos amores que matan.


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