Escribía un texto el cual pensaba publicar en este humilde blog –que también es de ustedes- cuando tuve que describir una sensación de enojo que el personaje principal era incapaz de descargar, fue entonces que me vi inmerso en una carencia lingüística de considerable magnitud, pues no conocía, o al menos recordaba, palabra alguna que describiese, justamente a la medida y con riguroso apego, esa cualidad que tenía el enojo, la de no poder ser descargado, liberado, desahogado o aliviado.
Cuando, en el Word, escribí “inliberable”, rechiné las muelas, pues vi aparecer esas ondas color carmín que subrayan el error, como llamándote la atención, ese rojo que, a mi parecer, sardónico y punzante, se burla de ti y te humilla, orillándote a corregir o cambiar la palabra subrayada. Es así el lenguaje, que de buenas a primeras nos hace pagar las que tenemos pendientes con él, pues no se olvida de nuestros barbarismos, esos “nadien”, “vinistes”, “difierencia”, que tanto le duelen a nuestro bien amado léxico y con quien a veces tenemos pocas consideraciones y cuidado.
Como “inliberable” estaba con esas olas de sangre danzándole debajo, me vi obligado a reemplazarla con “indescargable”, pero sucedió lo mismo. Así que probé con “inapaciguable”, “insoltable”, “desoltable”, “inmanumisible”, “desmanumisible”, ninguna de esas expresiones ocupaba dos palabras o tres, solamente una, pues el sano fluir del texto demandaba que fuera una sola palabra la que diera cuenta de aquella peculiaridad del singular enojo. Luego de errar con tanta palabra que de pronto, en mi burbuja de desesperación por seguir con mi relato, me aparecía en la mente, me dije a mí mismo, pues no seas güey (por cierto, Word también subraya güey en rojo) y busca en tu diccionario alguna palabra afín.
Tomé la pesada y maltratada Biblia de las palabras y me sumergí en busca de aquella expresión que precisaba y no tenía. Primero me dirigí a “liberable”, pero, con una ligera sorpresa, advertí que no presentaba ningún antónimo, pues carecía de alguien que fuera su antítesis, como Bizarro era a Superman. Luego me referí a “catarsis”, que era más o menos lo que la sensación de enojo necesitaba, una liberación, una excarcelación, soltarla y dejarla ir por los aires, rumbo a un limbo desconocido, pero, como todos los métodos que, para llegar a un final se debe completar un paso anterior, y para llegar al paso anterior se debe cumplir un primero, yo necesitaba esa expresión que representaba mi primer paso, y sin él no podría finalizar nunca mi proceso de abolición del enojo.
En fin, vagué un buen rato, quizá treinta o cuarenta minutos o tal vez una o dos o tres horas, por los entintados e ilustrados vericuetos del diccionario, intentando encontrar la palabra que me hacía falta pero nunca la hallé. Vi otras que, a medias tintas, cumplían con lo que necesitaba ser comunicado, como “indomable”, “indócil”, “indómito”, “indomesticable”, “incesable”, “incombustible”, “inacabable”, “inamovible”, pero no me resultaron convincentes o plausibles o adecuadas, por lo que decidí, contraponiéndome al dolor de ojos y de nuca que ya me laceraba, no cejar en mi indagación, pues lo que yo necesitaba, o más bien, lo que mi texto necesitaba, o lo que el sentimiento de enojo necesitaba, era algo así como “irreliberable”, “desliberable”, “indejable”, “insatisfacible”, “incontentable”, “inemancipable”, “deslibrable”, pero todas ellas sufrían el excluyente, despiadado y fulminante subrayado rojo.
Comencé a ser abrazado por la desesperación y la ignominia, pues me parecía absurdo y vergonzoso que siendo el castellano uno de los idiomas más ricos y abundantes, no sólo en palabras, sino también en expresiones idiomáticas, no pudiera tener una palabra, una sola, que viniera a darle libertad a lo que había sido, en tiempo pasado y dentro de los límites de mi escrito, una suerte de enojo, pues era ya una vertiginosa e inmedible corriente de furia que, ahora en mis propios adentros, no encontraba palabra para liberarse.
Mi indignación fue más grande cuando recordé que, semanas atrás, había leído en una revista que la genufobia es el pánico a las rodillas, lo que llega a ser risible y desconcertante, pues, habiendo una palabra que signifique un miedo ridículo e impensable, cómo no va a haber una que describa a detalle el dejar libre una trivial sensación de enojo. Que yo sepa, me puse a cavilar, la genufobia no es un mal común, de esos que te atosiguen cada día. Por su parte, el enojo sí, pues te enojas con tus padres, con tus hermanos, con tus jefes, con quien va al lado tuyo en el camión o con el mismísimo Dios. Te molestas y te enfureces incluso con quien no conoces, los políticos, los artistas, el operador de telemercadeo, el repartidor de pizzas o con quien no anota el gol que ya te veías celebrando. ¿Pero la genufobia?. ¿A quién le importa la genufobia?. No creo que haya alguien en el mundo que devenga necesitándola al escribir un texto sobre sus peores y más siniestros pavores.
Cuando más maldecía, encontré dos palabras, perdidas entre las tumultuosas hojas del diccionario, que, si bien no expresaban al cien por ciento lo que necesitaba ser escrito y comunicado, sí me parecieron aceptables, pues además de tener un sonido gustoso y apreciable al buen oído, también consonaban con el estilo narrativo llevado en mi texto. La palabra ganadora saldría elegida, como en un leal, justo y honroso concurso, entre dos finalistas, que eran: “inapagable” e “inextinguible”.
Las anoté con letras imprecisas y apresuradas en mi libreta de apuntes, para, además de evitar olvidarlas, pues de pronto soy muy susceptible a que se me escapen las ideas, probar el gusto de escribirlas a mano, de dibujar sus sinuosos trazos mientras, embelesado, las profería en un murmullo ligero y suavizado, intentando disfrutar cada una de sus sílabas.
Cuando cerré el diccionario y me disponía a continuar mi escrito, olvidé lo que estaba tecleando; toda la idea del texto, todo su argumento, se desvaneció de mi mente. Sabía que contenía algo acerca del enojo, pero hasta ahí me quedé, pues no rememoraba el hilo del texto, ni el final ni demás características.
Como no llegué a recordarlo nunca, terminé escribiendo esto, pero ahora me han dado ganas de escribir algo acerca de la genufobia, para lo cual tendré que esmerarme en suma medida y documentarme en abundancia si realmente quiero dar forma a un buen escrito, digno de ser leído por los visitantes de este moribundo espacio virtual de expresión real que es el blog. Comencé entonces a divagar en los posibles argumentos del nuevo texto, me levanté de la arrugada y vieja silla de piel, asomé, en un acto automático e inconsciente, por la ventana y me quedé observando a esa gente que pasaba deprisa por la avenida, con un caminar torpe y titubeante, cual patizambos, como si estuvieran huyendo de algo, de alguien, de algunos, y deseé luego que algo me fuera revelado.
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