El antes
Las penumbras de la sala de estar le producían un estado soñoliento, un inquietante estupor que, en conjunto con la ya deplorable y cansina condición en que se hallaba, lo mantenían, oscilante como un péndulo, en la débil frontera entre un sueño delirante y una vigilia febril, que es en lo que se convierte el descanso cuando el cuerpo y la mente están perturbados, confusos, sin poder distinguir el lado en que es más conveniente quedarse.
Una voz, la de W, con un acento indiferente, con una inflexión despreocupada, le dijo que Y estaba enfermo. La impresión de estupor que tenía se evaporó por completo, liberando espacio para que una suerte de zozobra se enquistara en su interior. Ahora, bien despierto, bien preocupado, dudaba la veracidad de lo escuchado, como si el tono de lo dicho revelara huecos en las palabras, haciéndolo pensar dos veces pero actuar sólo una, pues se puso en pie y, agitado por el nerviosismo que corroía sus interiores, fue a constatar lo que le habían dicho.
Las penumbras de la sala de estar le producían un estado soñoliento, un inquietante estupor que, en conjunto con la ya deplorable y cansina condición en que se hallaba, lo mantenían, oscilante como un péndulo, en la débil frontera entre un sueño delirante y una vigilia febril, que es en lo que se convierte el descanso cuando el cuerpo y la mente están perturbados, confusos, sin poder distinguir el lado en que es más conveniente quedarse.
Una voz, la de W, con un acento indiferente, con una inflexión despreocupada, le dijo que Y estaba enfermo. La impresión de estupor que tenía se evaporó por completo, liberando espacio para que una suerte de zozobra se enquistara en su interior. Ahora, bien despierto, bien preocupado, dudaba la veracidad de lo escuchado, como si el tono de lo dicho revelara huecos en las palabras, haciéndolo pensar dos veces pero actuar sólo una, pues se puso en pie y, agitado por el nerviosismo que corroía sus interiores, fue a constatar lo que le habían dicho.
Únicos testigos sin voz ni voto, sin opinión ni crítica, fueron las nubes que vagaban perdidas en lo alto. Cuando X bajó al jardín, no tardó en advertir la soledad de los pasillos, la tristeza del pasto, incluso el cruel mutismo de las paredes, que, habiendo hablado con él toda la vida, habiendo intimado juntos durante tantos años, hoy simplemente se negaban, volteaban sus rostros de insensible cemento hacia sus adentros, reacias a ver lo que sólo aquellas nubes, ingenuas, parecían saber o intuir.
Al momento de corroborar que, efectivamente, Y no estaba en donde habitualmente está y en donde por razones prácticas debe de estar, X perdió la poca fuerza, si bien escasa, si bien pobre, que todavía guardaba en sus casi caquécticas piernas. Luego, recuperado un poco el aliento y estabilizado el pulso, acudió con Z, en quien plena y ciegamente confiaba, sabedor de que no le ocultaría ninguna mentira, ninguna verdad, de que no mostraría grietas o hendiduras en las palabras, incluso si fueran éstas débiles, como la mayor parte de las veces sucede con nosotros los humanos.
Z le dijo, con las palabras más serias que encontró, las más profesionales y las más diplomáticas, que era cierto aquello, que Y estaba internado en el hospital de la localidad. Cuando la enfermedad nos llega, a nosotros o a nuestros seres queridos, el primer paso es la negación, la cual ya se empieza a dibujar en el rostro de X, más que nada por el modo en que le ha arribado la tragicomedia de la afección, sorpresivo, afilado, violento.
-Luego compraremos otro.- exclamó Z.
-No hables así de él.- dijo X, clasificando a Z, mentalmente, en alguien superficial y sin corazón.
Con la adecuada atención y con sumos cariños será como la enfermedad desaparezca, les había dicho el médico, mirando fijamente al paciente, como si lo analizara detenidamente, como si lanzara al cielo plegarias por él, que bien que las necesitará.
Z le dijo, con las palabras más serias que encontró, las más profesionales y las más diplomáticas, que era cierto aquello, que Y estaba internado en el hospital de la localidad. Cuando la enfermedad nos llega, a nosotros o a nuestros seres queridos, el primer paso es la negación, la cual ya se empieza a dibujar en el rostro de X, más que nada por el modo en que le ha arribado la tragicomedia de la afección, sorpresivo, afilado, violento.
-Luego compraremos otro.- exclamó Z.
-No hables así de él.- dijo X, clasificando a Z, mentalmente, en alguien superficial y sin corazón.
Con la adecuada atención y con sumos cariños será como la enfermedad desaparezca, les había dicho el médico, mirando fijamente al paciente, como si lo analizara detenidamente, como si lanzara al cielo plegarias por él, que bien que las necesitará.
El ahora
Siendo una inquebrantable costumbre la de dormir hasta tarde los sábados, X se encontraba deshecho sobre la cama, entremezclado entre las sábanas arrugadas que, causa del sofocante e inclemente calor de mediodía, se le adherían al cuerpo como si éste fuera una masa viscosa.
Luego de levantarse, aún sin haber desayunado, aplicó la higiene bucal. No es buen modo el despertarse y atacar con el aliento a los semejantes. Salió al jardín para ver a Y, quien el día anterior ya había sido devuelto a su hábitat, no natural, pero sí de costumbre, por el médico que lo atendió.
Unos minutos estuvo con él. Se sentó a su lado. Inevitablemente, y es cuestión que a los filósofos, sociólogos y psicólogos contemporáneos les conviene estudiar, le vino una serie de recuerdos, gratos y no tan gratos, cómicos y trágicos, felices y desdichados, nítidos y difusos, de los mejores tiempos de Y, de todos los momentos en que juntos habían dejado pasar la vida y el sentido de la misma. La vida es tan así, que cuando se siente en peligro de extinguirse, nos llora con recuerdos, nos suplica con nostalgias que hagamos lo posible por no dejarla ir. La vida no gusta de vernos morir, pues es ella quien también muere, quién sabe si para ir al cielo o al infierno, o ir en busca de la reencarnación en alguien más afortunado que uno.
X acarició a Y, cuyos ojos manifestaban notablemente la tribulación por la que pasa. Los ojos de X también hacen lo suyo, unas cuantas lágrimas no vienen en balde. Un abrazo a Y tampoco. Ni un beso.
Le acercó un poco de comida, un poco de agua, pero Y los rechazó. Su estado va empeorando y ni uno ni otro saben cómo afrontar el problema, cómo encontrar la solución.
Después de ingresar de nuevo a casa, X, escaso de ánimos, va en busca de la ligereza de la cama y se desploma en ella. Afuera, en el jardín, recién se percata que Z está podando el césped o quizá cortando unas cuantas rosas o dándole forma a la bugambilia o simplemente caminando sin zapatos sobre la húmeda tierra o contemplando los que considera los últimos momentos de Y.
X intentaba dormir, olvidar, refugiarse en la protección de la sábana y la almohada, pero un grito, de esos que llegan hasta lo más recóndito del espíritu, lo despertó.
-X!!!!!.-
-Qué pasó?.- respondió X, balbuceando aletargado, delirando agitadamente.
-Y se está muriendo!!!.- gritó la voz de Z, al momento que golpeaba violentamente la ventana, presa de la desesperación y la impotencia de asistirlo en la agonía.
X ha saltado de la cama. Sube las escaleras, adormilado, dando tumbos, severamente alterado, sale al jardín, sintiendo de forma extraña el aire caluroso del mediodía, no es el calor de hogar típico, sino uno siniestro, perverso.
Miró a Z en cuclillas a un lado de Y, quien agonizaba. X se hincó, una mano va a la frente de Y y la otra a su cuello, pero el pulso no se siente, ni la respiración. Así de pronto, así de lento se va la vida. Es una patraña ese mito de la vida en una veloz secuencia de imágenes.
-Son sólo reflejos.- dijo Z, cuando veía que Y, tirado en el empolvado piso, se debatía en el último trance.
X acaricia a Y, lo mira a los ojos, aunque éstos ojos ya no puedan verlo a él, se agacha hasta donde está y le dice unas palabras al oído, palabras vanas que mueren en el intento de llegar, pues se confunden con un silencioso pero profundo llanto. Trémulo, convulso, sabe que aunque no hay mañana, que aunque no hay después, la esperanza no muere, sino continúa para mantener despierta la fe de vernos en algún otro lugar, en otra situación, en otra vida, acaso más pura, acaso más feliz.
El después
-Yo no creí que se fuera a morir.- exclamó Z, con lágrimas brotando a borbotones, mientras estrujaba la blusa contra el lavadero.
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