22.6.06

Bachiller


Mirándolo con la frialdad y la inteligencia de la retrospectiva, hoy no me parece tan extraño, tan atípico, lo que, hace más de cinco años, justo al terminar la preparatoria o el bachiller, sucedió para mi desdichada suerte. Claro que en esos tiempos, ociosos y apacibles días de junio de 2000, yo lo observaba todo con unos ojos hundidos en inocencia, ilusión y, al mismo tiempo, ingenua ensoñación adolescente, lo cual vino, lógica y anunciadamente, a entintar de toques dramáticos el ahora ya casi olvidado suceso.
Y casi lo olvido porque, como dije con anterioridad, ahora me parece, no ya lógico, sino un tanto predecible o entendible esta clase de acontecimientos, sobre todo en una ciudad como Monterrey, con poco más de un millón de habitantes, sin contar eso con quienes viven en el área metropolitana, donde todos los días, a cada momento, chocas y esquivas gente en las calles, en el ascensor, en el camión, estando casi al cien por ciento seguro que jamás en tu vida los volverás a ver; qué será de quienes viven en ciudades hiperbólicamente pobladas, como el Distrito Federal, con más de veinte millones de seres que, de tanto ser soportados o incluso ignorados, llegan de pronto a pasar desapercibidos; qué será de mí cuando viva en el D.F., porque tengo que llegar a hacerlo, no digo cuándo ni me aventuro a adivinar en qué situación, quizá dentro de un mes, quizá en dos o tres o diez años, quién sabe.
Como digo, qué es de aquellos quienes viven en esas ciudades, donde a todas horas descubres gente nueva y, casi inmediatamente, la pierdes para no volverla a ver, la dejas ir como se deja ir a las palomas en el vuelo, tan independientes y tan libres y tan perdidas, con una posibilidad y una probabilidad más que mínima de volverlas a encontrar.
Decía, nos vimos, o la vi, por primera vez, cuando realizamos los primeros trámites de ingreso a la preparatoria. Ella vestía una blusa delgada de tirantes, de un color azul grisáceo que jamás antes en mi vida había visto, un pantalón de mezclilla con algunos desgarros de tela intencionales y unos tenis Norton de Adidas, modelo que, mucho tiempo después, despertaría en mí una inusitada obsesión por tenerlo.
Durante el largo tiempo que tardó la fila en avanzar, la recepcionista en atendernos y la secretaria en darnos nuestros documentos, la observé, detenida pero disimuladamente, de pies a cabeza, con una mirada escurridiza y tímida, que se desplazaba ágilmente desde su rostro, reflejado éste en los cristales de la oficina de atención, hasta cada curva delineada en su cuerpo.
Luego, la segunda ocasión que nos vimos, respondiendo las preguntas del examen de admisión, descubrí su nombre, aunque, para ser sincero, ya no lo recuerdo, pues poco a poco, con el paso del tiempo y la confusión de los recuerdos, ha ido desdibujándose paulatinamente, de la misma manera que con sus facciones. Creo, aunque no estoy seguro, que se llamaba Karla o Karina o Érika, un nombre más bien común, contrastante, pienso yo, con su personalidad.
Después del examen, y aquí aparece en escena el lado casual o extraño de las cosas, nos encontramos, siempre accidentalmente, primero recogiendo los resultados de la prueba; días después en Rectoría entregando las boletas de la Universidad con su cuota saldada; luego, el primer día del Curso Propedéutico, el cual tomamos en el mismo grupo. Incluso, cuando éste finalizó, después de dos semanas en el turno nocturno, yo gestioné por el cambio al vespertino y me fue concedido. Ella, al igual que yo, también lo hizo, siempre ignorándolo el uno del otro, yo desconociendo su tentativa y ella, a su vez, la mía, hasta que el primer día de clases regulares advertimos la continua serie de coincidencias, cuando, a las doce con treinta de la tarde, nos encontramos sorpresivamente afuera del salón asignado, prestos a compartir clase durante, al menos, el siguiente año.
A partir de ahí, y cavilando en las posibles causas de la casualidad y en las probables derivaciones de ésta, me acostumbré a mirarla con una suerte de curiosidad y de embelesamiento, con la obnubilación propia del niño que por primera vez visita el zoológico.
La imaginaba en su propio hábitat, aquel inframundo tan colmado de fiestas y reventones, quizá alcohol, quizá miles de diversiones desmesuradas e inacabables, como si yo mismo quisiese entrar en contacto con ella para, consecuentemente, entrar en contacto con ese mundo aparte, un mundo exclusivo y, en cierta forma, inasequible para algunos.
Nunca necesité hablarle para ahondar en su personalidad, sus gustos, sus miedos, sus sensaciones, pues sus prendas, sus movimientos, incluso su maquillaje y la cruelmente perfecta simetría de sus rizos, la cual fácilmente envidiaría un dibujante, expresaban más de lo que seguramente ella, con sus palabras abigarradas de altisonancias, podrían expresar.
Hubo un tiempo en que me sedujo la idea de imaginar, más que su mundo, la insondable y sorprendente cantidad de historias en que se puede bifurcar una existencia como la de ella, siempre incauta víctima de las tendencias y roles preestablecidos, de manera que cuando, años después, imaginé a un cronopio, sufrí para alejar de mi mente la imagen de ella.
Al pasar de segundo a tercer semestre, nuestra clase fue disgregada y fuimos acomodados en otros grupos, siendo ella y yo, de nuevo extraña y azarosamente, los únicos alumnos de la anterior clase que tocamos juntos en el nuevo salón.
Así, entre quimeras de mundos y personalidades extremas o irreverentes o fantásticas, me pasó un año más y nos graduamos de preparatoria.
Recuerdo que por los últimos días mis compañeros y yo decidimos teñirnos el cabello de variados colores. Me lo pinté de verde y esa fue la única vez en que estuve seguro que me miró, lo hizo con una vista indescriptible, que pudiese haber significado muchas cosas, tanto como su misma persona, inquietante, cautivante, pero, en el fondo, muy triste, vacía y sin sentido, y esto siempre lo pensé como mera intuición, no como algo fundado, aunque, si miramos bien, toda esta historia es mera intuición.
No asistí a la fiesta de graduación y jamás volví a pisar la escuela. Preferí concentrarme en los nuevos aires de la universidad, donde conocí a María, una chica que había sido amiga de aquella Karla o Karina o Érika, ésta última a quien, varios años después de no verla, la encontré, otra vez casualmente, caminando adentro de Galerías Monterrey, por la sucursal de El Guerrero. Yo caminaba, ella también, con sus Norton ya cansados y deslavados. Nos topamos de frente y, en un acto reflejo, desviamos nuestras miradas hacia rumbos distintos, para después pasar de largo. Fue entonces que nunca más la vería.
Años después, quizá tres o cuatro, María me diría, después de preguntarle si no había sabido nada de ella, que lo último que escuchó de una voz perdida fue que andaba en pedos de drogas, fue así como me dijo, además de que al parecer había quedado embarazada.
Fue eso lo último que supe de ella. A María tampoco la volví ver, pues dejé la escuela antes de que se graduara. Aún rememoro que el día que me dio aquella información me ofreció también averiguar su teléfono, a lo cual yo le respondí que estaría bien. Al día siguiente me dijo que había olvidado buscarlo en su vieja agenda. Después olvidé para siempre pedírselo otra vez.

2 comentarios:

Alba Calderón dijo...

:O

A mi me pasaba igual con un tipo desde la secundaria, luego prepa, luego resulta que en la facu... pero nel, jamás le hable...

En fin, muy bueno el relato... somos muchos, tantos que la memoria no aguantaría pa tanto... o sí???

Me gustó... me puso a imaginar la vida de aquel tipo :P...

Seeeeeee!!!!! soy una enferma psicótica que recuerda a aquellos que ya la han olvidado jeje... también te recuerdo a ti mi buen Heliasar, por eso ando aquí leyendo tus buenos cuentos, y deseandote buenas cosas...

Abraxox...

Ferchis dijo...

MMm me gusta. Es lindo el estilo, buenas descripciones, el final me deja satisfecha. Felicidades.

"Como digo, qué es de aquellos quienes viven en esas ciudades, donde a todas horas descubres gente nueva y, casi inmediatamente, la pierdes para no volverla a ver, la dejas ir como se deja ir a las palomas en el vuelo, tan independientes y tan libres y tan perdidas, con una posibilidad y una probabilidad más que mínima de volverlas a encontrar."

--y respecto a eso, como habitante del df y una persona inevitablemente soñadora debo aceptar que es cierto, que mas de mil veces me he encontrado soñando con personas con las que comparto una mirada que parece decirme mucho más, y que después pierdo en la inmensidad de recuerdos no vividos, con todas las personas que nunca tendré oportunidad de conocer. Lo describiste bien, otra vez felicidades..

Un saludo.