Desperté a eso de las tres de la mañana con un incontenible impulso de orinar. Mientras me erguía de la cama, mientras me dirigía al baño, me vi empujado, forzosamente, a contraer cuatro o cinco veces los músculos pélvicos para evitar que la orina discurriera libremente, como, seguro estoy, le hubiera encantado a mi vejiga. El alivio al sentirla caer hacia el excusado, su melodioso estrellarse contra el agua de éste, me inyectaron unos vientos de placer que hace tiempo no experimentaba. Cuando volví a la cama no pude abrazar de nuevo el sueño. Inexacto, deambulé por los pasillos de mi casa, como si fuera a encontrar mi paz, mi sueño, bajo la mesa del comedor o tras las sucias y grasientas bisagras de la alacena o del refrigerador. Luego, como si sintiera que Morfeo rehuía de mí como rehuye el padre del recién destapado homosexual, busqué al sueño en los diversos canales de la televisión, en los múltiples discos de música, en los más variados libros de mi librero, pero nada. Se había ido. Sin avisar. Y sin anunciar cuándo regresaría. O al menos decir si pensaba volver o no. O quizá, pensé minutos después, mientras por la ventana miraba a la calle desierta y al automóvil de la familia cubrirse por el rocío de la noche, sí había avisado. Quizá fueron esas alteradas ansias de orinar su hasta luego, o, en el peor de los casos, su adiós. Constreñido, sintiendo el peso de las bolsas bajo los ojos, estuve seguro que se había ido con la orina. Tal vez en este momento estará vagando, junto con un orín de salado sabor, por los drenajes y los sucios y tapados caños de la sucia y tapada ciudad, no muerto sino de parranda. Decaído y resignado a no volver a dormir al menos esa noche, me vestí, cubriéndome lo suficiente para no coger una gripa, tomé las llaves del auto y fui al Seven a comprar un café de moka. Aunque la señorita que atendía estaba visiblemente soñolienta y sin humor, no lo noté hasta que subí al carro y la miré por el espejo, ya a punto de arrancar, ya a punto de disfrutar el primer sorbo de café caliente y ardiente, café que despierta y altera, aún más. En el primer trago me quemé la lengua. En los dos siguientes también. Momentos después, ya cuando sentí el impacto de la cafeína, ya cuando sentí que mis piernas, inquietas, incontrolables, ambicionaban moverse aun si yo me negaba, advertí del todo mi destino, si bien el inmediato, si bien el que estaba a la vuelta de la esquina, a la vuelta del respiro, a la vuelta del pálpito del corazón. Entonces encendí la luz de mi cuarto, el regulador, el monitor, la computadora, y me puse, casi en mi contra, a escribir esto, del todo dispuesto a nunca publicarlo.
23.1.07
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1 comentario:
Ah!! qué lindo post!! Hasta me gustó la idea de tener insomnio... Bueno no, no es para tanto. Pero igual es lindo (tu post, no el insomnio, o al menos no cuando es recurrente...). Saluditos.
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