1.1.07

Yo número



Cuando él nació, le tatuaron su número de vida en el costado de afuera del brazo derecho, como si fuera la cicatriz que, en otros tiempos, ya pasados, ya arcaicos, los mortales llevaban como prueba de la primer vacuna que recibían. Ahora llevaban también el número de vida, superpuesto sobre ese pequeño espacio de piel en relieve que causaba la cicatriz, para, según gobernantes y científicos, un mejor y más completo registro de tanto vivos como muertos, tanto sanos como enfermos. Así, decían ellos, sería más eficaz y pertinente, más ágil y estricto, un control de la población tanto para prevenir sucesos como para dar rápida solución a los que ya se hubiesen presentado. De esta manera, toda la población estaba ahora tatuada con los números que le representaban a cada uno en toda su vida.
Conforme él creció, le fueron brotando, como si de inoportunos e incómodos lunares se tratase, las cifras que representaban, tal vez en otro plano, en otra dimensión o en otro contexto, su corta pero bien identificada vida, de manera que cuando cursaba el primer grado de secundaria ya tenía bien entintados en la dermis los números de matrícula escolar, el de registro único de población, el de seguro social, incluso los de los teléfonos de las casas donde había vivido.
Poco a poco la piel, toda ella, se fue convirtiendo en un collage barroco, burdo y de mal gusto, de todas las cifras que daban forma a su vida numérica. Tanto fue así que al llegar a la etapa final de la preparatoria, su cuerpo lucía con tantos dígitos como manchas tiene la piel del leopardo.
Odiaba los números. Cuando se contemplaba al espejo, desnudo y atiborrado de identificaciones que le pertenecían pero que simultáneamente, según él, no le concernían en lo absoluto, sentía a veces un golpe de pavor, una profunda y confusa suerte de desesperanza, un desánimo incierto, indescriptible con palabras, mucho menos con números, que vienen siendo más tímidos, introvertidos y huraños que sus parientes lejanas las letras.
No obstante la intensa repugnancia que sentía por las cifras, el agudo y profundo odio que le despertaban éstas, ingresó, más por intransigente, dictatorial e irreflexiva imposición de su padre que por voluntad y gusto propio, a la carrera de contaduría, donde se vio deplorablemente obligado, durante largos cinco años mas uno de trámites de titulación, a convivir, soportar, intimar y aprender de los números y de sus patrañas, de sus dibujos y sus gracias, desde las más simples ecuaciones diferenciales lineales, monomios y polinomios, teoremas de Pitágoras, cálculo integral, funciones crecientes y decrecientes, integrales indefinidas, derivadas, antiderivadas y sus respectivas aplicaciones, hasta balances generales, estados de resultados, tasa de crecimiento, valor futuro, grado de apalancamiento financiero, factor de interés del valor presente de una anualidad cuando el interés se descuenta anualmente a un porcentaje i durante n períodos, inversión neta en el activo circulante o costo de capital marginal ponderado.
Recién se graduó, consiguió una plaza bien remunerada en las oficinas principales del estado mayor de gobierno. Su labor consistía en ordenar y mantener al día los archivos generales de población y, consecuentemente, sufrir la insoportable e ingente cantidad de cifras, números, dígitos y guarismos con los que tropezaba diariamente, creyendo que representaban ellos los primeros utensilios, las principales herramientas para, luego de conocer debilidades, fortalezas, características y hasta los más fútiles detalles de cada ciudadano, mantener a estos idiotizados y felizmente ignorantes, produciendo, consumiendo, produciendo, consumiendo, siendo cada uno un eslabón en la cadena del círculo vicioso del sistema, uno tras otro, cual una perfecta y tenebrosa fila de conga
Cierto día, mientras trabajaba, con sus manos garrapateando sobre el teclado y su vista bailando sobre el monitor, ingresó, sólo por pueril curiosidad, su número de vida, ese que estaba prendido sobre la cicatriz de la vacuna primeriza. Luego, una vez con acceso a los datos, observó todos los dígitos que daban forma a su existencia, los números que portó en el uniforme de los equipos donde jugaba los domingos, el turno que le había tocado en todas y cada una de las filas que había hecho en la vida, las rutas de camión que abordó, los números telefónicos a donde había llamado y de donde había sido llamado. Todo estaba ahí, como si para construir el universo bastara sólo unir una línea recta entre cientos de números. Avistó luego su fecha de nacimiento, el día en que estornudó por primera vez y también la cantidad de tosidos y eructos que de él habían salido.
Unos minutos después encontró la fecha en que se enfermaría de hepatitis y la cantidad matemáticamente acertada de días que, a partir de ahí, le restaban en el terreno de los vivos y, por último, notando la precisión envidiable y sorprendente, pero al mismo tiempo sobrecogedora, intimidante y reveladora del sistema, la fecha, hora y segundo de su muerte, y junto a la de él, aparecían la de todos los demás que, como él, no eran más que una inane y envilecida estadística.
Se entregó a la tarea desafiadora e impulsiva, subversiva por demás, de seleccionar a toda la población del país, sin olvidar a nadie, incluso a quienes aún estaban dentro de una placenta y cuyas vidas estaban programándose apenas. No fue complicado, presionó dos teclas que le simplificaron la tarea, ctrl. + E, para escoger a todos los habitantes y alteró rápidamente sus fechas de defunción, borró las tortuosas enfermedades y las cambió por unas más fulminantes, compasivas e inmediatas.
Finalizado el deber, contaba con cinco minutos para despedirse, pero optó por una taza de café caliente y, mientras bebía, intentando no quemarse la lengua y el paladar, inició mentalmente una cuenta regresiva, un conteo en reversa, o no sé.

Título: Yo número
Autor: Heliasàr
De la serie: Somos números
Técnica: Voyeurismo introspectivo del mundo que ya conocemos
Año: 2006

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