No recuerdo con precisión en qué año fue. Quizá en 1990 o 1991, cuando yo no era más que una criatura nacida en 1983 cuyo universo consistía en jugar con Playmobil’s y G.I. Joe’s. El asunto es que esa vez mi mamá tuvo que ser operada. Recuerdo que, con palabras que yo pudiera entender, ella me explicó que iba a ser sometida a cirugía y que, consecuentemente, tendría que estar fuera de casa unos cuantos días, mientras se le daba de alta. Así que nos despedimos y mi papá la llevó al hospital. Yo me quedé en casa, pues, palabras de mis padres, a mí no me dejarían entrar. Tengo que admitir que una vez que los vi abordar el auto y marcharse hacia la clínica, sentí que mi mundo se derrumbaba, y con él, mis ánimos y mi leve fortaleza, la en todo caso ligera y frágil entereza que puede tener un niño de siete u ocho años. Entonces recuerdo muy bien cómo corrí al cuarto de mis padres y –esto no lo sabe mi mamá- tomé un suéter que ella había dejado sobre la cama, me acosté sobre el lado donde ella dormía y, abrazado al suéter que todavía guardaba su aroma, comencé a llorar descontrolada y convulsivamente. Creo que nunca lloré por ella con tanto sentimiento como aquella vez, con la sensación de que se iba a acabar el mundo sin haberle dicho cuánto la quería y valoraba y respetaba y extrañaba. Al final, seis o siete días después, mi mamá volvió, gracias a Dios, sana y salva, un tanto delicada todavía, pero feliz y tranquila, ya que la operación había sido un éxito. Me acuerdo perfectamente que yo jugaba con Juan Héctor, un vecino, en el pasillo de mi casa, el cual da del patio a la cochera, un pasillo más bien angosto, flanqueado por dos altas paredes de concreto. Cuando la vi llegar en el auto que mi padre conducía, acompañados de la señora Graciela -la mamá de Juan Héctor-, no hice otra cosa que arrancar corriendo los ocho o diez metros que el pasillo tiene de longitud para llegar a ella y recibirla. No sé por qué, pero mi amigo también corrió conmigo, y como el pasillo era por demás estrecho, cuando íbamos a cruzar la puerta tropezamos el uno con el otro y caímos. Lo normal a mi edad, cuando me caía de esa manera, era quedarme en el suelo llorando a que alguien acudiera a levantarme y consolarme, pero esa vez, luego de dar una voltereta en el piso, me erguí sin dolor alguno y sin darle importancia a la caída, seguí corriendo para fundirme en un abrazo glorioso y triunfal con mi mamá. No sé si alguna otra vez la abracé con tanta emoción, pero ahora, a más de 10,000 kilómetros de distancia, desde mi departamento en Buenos Aires hasta la casa de mi mamá en Monterrey, le estoy enviando, por correo electrónico, mil abrazos como el de esa vez, subrayados y en negrita. No se lo digo con mucha frecuencia, pero ella sabe que la quiero con toda mi alma. Feliz día, mamá.
10.5.08
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2 comentarios:
Excelente! , toda la buena vibra a las "mamases" , y a propósito de tu post, recuerdo las palabras que un dia me dijo tu madre... "el cuerpo es el templo del espiritu santo, cuidalo" ,sirva esto para enviarle una felicitación a tu mamá con motivo de este 10 de mayo.
espero que esten de lo mejor alla en las Argentinas, un abrazo afectuoso y un saludo.
joel
Hablale mas seguido a tu mama we, la otra vez que hable con ella me dijo que casi no le hablas, gilipollas jaja
Una pregunta: ¿Quién es ese joel que te postea?
Jaja
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