El día que la acompañó, por amistad o por educación o por compromiso, a la boda de su mejor amiga, agarraron una peda con la misma enfermedad con la que la agarra el alcohólico luego de recibir su sueldo. El ron que estaban sirviendo en la fiesta fue, poco a poco, mermándolos al grado que llegó el momento, a eso de la una o dos de la mañana, en que dejaron la mesa para, descalzos, bailar hasta que esa ropa de etiqueta que habían rentado en un local de la avenida Simón Bolívar los incomodara en demasía, volviéndose del todo insoportable. Cuando la novia, es decir, su mejor amiga, lanzó el ramo en ese simbólico ritual que se lleva siempre a cabo en las celebraciones de matrimonio, ella lo tomó, y volteó a mirarlo, con un semblante entre emocionado y desconcertado, sin saber exactamente qué hacer. Cruzaron miradas, y él, inquieto, le sonrió. Las demás amigas de ella, a sabiendas del significado de lo que recién sucedía, la felicitaron y abrazaron y palmearon. En ese preciso instante, ya fuera por el alcohol, ya fuera por el miedo, le invadieron unas incontenibles ganas de orinar, pero, rumbo a los sanitarios, cayó en cuenta de lo que estaba pasando, así que se desvió y salió del salón de fiestas. Regresó a casa caminando sobre una calle mal iluminada de la colonia Chepevera, con un singular pánico rondándole el tórax, el pecho, la garganta. Como aún tenía ganas de orinar, se desabrochó la bragueta y, sin dejar de caminar, descargó la vejiga sobre la derruida banqueta.
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