Eran las tres con dieciocho de la mañana cuando, sentado frente al computador, escribía unas silenciosas y apacibles líneas, pues, insomne del todo, estaba esperando que me llegara el sueño, como si hubiera pensado que éste fuera a arribar en forma de correo electrónico, mensaje del messenger o notificación del facebook.
Al final no llegó de ninguna de estas formas, sino que se apareció, lento, inesperado, sigiloso y sin anuncio, entre ese espacio oscuro y misterioso que se esconde entre el párpado y el ojo, volviendo así complicada la tarea de mantenerme despierto, por lo que luego de unos minutos de contenerme, me rendí y caí sobre la fría y tersa cama.
Cuando, horas después, desperté, me desperecé y bostecé un par de ocasiones, me puse de pie y tomé un baño, tomé un café, tomé ánimos suficientes para disponerme a arreglarme y salir de casa, pues ese jueves tenía una entrevista de trabajo. Recuerdo que cada movimiento, cada procesión, cada paso, cada uno de mis desplazamientos, parecían tener ese halo mágico, esa atmósfera de película más o menos independiente, más o menos pretenciosa, ese tipo de películas que uno acaba viendo una tarde de domingo o una noche antes de quincena. Era raro, era una extraña tranquilidad, una suerte de feliz y parsimoniosa melancolía, quizá una premonición, quizá la resignación de volver a eso de lo que hacía tiempo me había alejado.
El caso es que mientras me vestía con una camisa que me regaló un amigo, pensé en que todos tenemos una camisa o playera de la suerte, y pensé en que ésa era la mía. Luego, con la paciencia o lentitud del efecto cinematográfico que me embargaba, me puse unos jeans cualquiera y unos converse blancos con una que otra mancha de suciedad, aprovechando que en este mundo de la publicidad, un mundo falsamente glamouroso, un mundo lleno de egos y envidias, uno al menos puede disfrutar que los estereotipos del código de vestimenta no sean tan rigurosos como los de otros mundos laborales.
Tomé mi celular, le envié un mensaje a una de mis mejores amigas diciéndole, más bien confesándole, libre de vergüenza, pues para eso existe la amistad, que había pasado mucho tiempo antes de que me volviera a levantar tan temprano, es decir, a las nueve de la mañana.
Sin desayunar, luego de haber ingerido sólo un café caliente, me arreglé en los últimos detalles y salí de casa, sólo para reencontrarme con las mañanas frías y estrepitosas del norponiente de Monterrey, que, pensaba yo, iluso, habían quedado muy atrás, en un lejano pasado que según yo jamás se repetiría.
No fue eso lo que precisamente me hizo sentirme de nuevo en la ciudad, no fue el enrarecido humor matutino de las calles, no fue la sensación de estar soñoliento ante un espejo retrovisor, no fue el volver a ver la avenida Gonzalitos atiborrada de personas que en ese momento lo que más deseaban era volar, pasarse la vida volando, con alas o sin ellas, pues para esas personas, a esas alturas, daba ya lo mismo.
No hice ni veinte minutos a las oficinas a donde iba. Cuando me estacioné al lado de un parquímetro, mientras escuchaba un programa de radio que conduce un amigo, recordé que una amiga me había avisado que los parquímetros ya no funcionaban, ya no había que buscar, de última hora, monedas en los cajoncitos escondidos del auto para sufragar la cuota por estacionarse en la vía pública.
Me di cuenta de cosas que habían cambiado, me di cuenta de cosas que no habían cambiado nada. Los amigos seguían escuchando, los amigos seguían dando consejos, los amigos seguían recomendando buena música. Faltaban cinco minutos para las diez, hora en que estaba citada la entrevista, misma hora en que terminaba el programa de radio.
Me quedé escuchando una o dos canciones más, mientras miraba a lo lejos el paisaje matinal que, estacionado sobre la colina en la que estaba, tenía suerte de poder contemplar.
Con el celular en una mano y el cd que incluía mi portafolio en la otra, esperaba a que se diera el momento. No descendí del auto hasta que el programa terminó por completo, pues hay cosas que no se les hacen a los amigos.
Al final no llegó de ninguna de estas formas, sino que se apareció, lento, inesperado, sigiloso y sin anuncio, entre ese espacio oscuro y misterioso que se esconde entre el párpado y el ojo, volviendo así complicada la tarea de mantenerme despierto, por lo que luego de unos minutos de contenerme, me rendí y caí sobre la fría y tersa cama.
Cuando, horas después, desperté, me desperecé y bostecé un par de ocasiones, me puse de pie y tomé un baño, tomé un café, tomé ánimos suficientes para disponerme a arreglarme y salir de casa, pues ese jueves tenía una entrevista de trabajo. Recuerdo que cada movimiento, cada procesión, cada paso, cada uno de mis desplazamientos, parecían tener ese halo mágico, esa atmósfera de película más o menos independiente, más o menos pretenciosa, ese tipo de películas que uno acaba viendo una tarde de domingo o una noche antes de quincena. Era raro, era una extraña tranquilidad, una suerte de feliz y parsimoniosa melancolía, quizá una premonición, quizá la resignación de volver a eso de lo que hacía tiempo me había alejado.
El caso es que mientras me vestía con una camisa que me regaló un amigo, pensé en que todos tenemos una camisa o playera de la suerte, y pensé en que ésa era la mía. Luego, con la paciencia o lentitud del efecto cinematográfico que me embargaba, me puse unos jeans cualquiera y unos converse blancos con una que otra mancha de suciedad, aprovechando que en este mundo de la publicidad, un mundo falsamente glamouroso, un mundo lleno de egos y envidias, uno al menos puede disfrutar que los estereotipos del código de vestimenta no sean tan rigurosos como los de otros mundos laborales.
Tomé mi celular, le envié un mensaje a una de mis mejores amigas diciéndole, más bien confesándole, libre de vergüenza, pues para eso existe la amistad, que había pasado mucho tiempo antes de que me volviera a levantar tan temprano, es decir, a las nueve de la mañana.
Sin desayunar, luego de haber ingerido sólo un café caliente, me arreglé en los últimos detalles y salí de casa, sólo para reencontrarme con las mañanas frías y estrepitosas del norponiente de Monterrey, que, pensaba yo, iluso, habían quedado muy atrás, en un lejano pasado que según yo jamás se repetiría.
No fue eso lo que precisamente me hizo sentirme de nuevo en la ciudad, no fue el enrarecido humor matutino de las calles, no fue la sensación de estar soñoliento ante un espejo retrovisor, no fue el volver a ver la avenida Gonzalitos atiborrada de personas que en ese momento lo que más deseaban era volar, pasarse la vida volando, con alas o sin ellas, pues para esas personas, a esas alturas, daba ya lo mismo.
No hice ni veinte minutos a las oficinas a donde iba. Cuando me estacioné al lado de un parquímetro, mientras escuchaba un programa de radio que conduce un amigo, recordé que una amiga me había avisado que los parquímetros ya no funcionaban, ya no había que buscar, de última hora, monedas en los cajoncitos escondidos del auto para sufragar la cuota por estacionarse en la vía pública.
Me di cuenta de cosas que habían cambiado, me di cuenta de cosas que no habían cambiado nada. Los amigos seguían escuchando, los amigos seguían dando consejos, los amigos seguían recomendando buena música. Faltaban cinco minutos para las diez, hora en que estaba citada la entrevista, misma hora en que terminaba el programa de radio.
Me quedé escuchando una o dos canciones más, mientras miraba a lo lejos el paisaje matinal que, estacionado sobre la colina en la que estaba, tenía suerte de poder contemplar.
Con el celular en una mano y el cd que incluía mi portafolio en la otra, esperaba a que se diera el momento. No descendí del auto hasta que el programa terminó por completo, pues hay cosas que no se les hacen a los amigos.
1 comentario:
hay cosas que no se le hacen a los amigos, mi linea favorita.
saludos
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