Veinticinco octubres y nunca había estado en esta encrucijada, al parecer halagadora pero en realidad tortuosa, de estar frente a dos ofertas de trabajo. Hoy fui al McDonald's de Garza Sada, donde platiqué con el director creativo de una de las agencias más importantes de la ciudad. Yo iba con la intención de tomar un café pero acabé comprando un McFlurry de Oreo, que terminé devorando más por ansiedad que por otra cosa. Una vez que lo terminé, no sé por qué, me di cuenta que seguía raspando la cuchara de plástico contra el fondo del vaso. Me platicó que me quería en su equipo de trabajo, me contó los planes y las condiciones y los dineros. Luce atractiva, pero la otra, la primera, la del lunes, luce también atractiva. Es como tener dos chicas y no saber a cuál elegir, la rubia o la morena, la de ojos claros o la de cejas pobladas, la de cabello liso o la de cabello ondulado. El caso es que finalizamos la charla y luego le dije que lo iba a pensar y mañana le avisaba, y en ese segundo sentí que hablaba sin hablar, que decía la frase prácticamente de forma automática, porque sé que esa frase está para situaciones como ésa, así que entonces salimos del restaurante. Cuando vio que no llevaba carro, se ofreció a darme un aventón, pero le agradecí el gesto, nos despedimos y crucé Garza Sada, hacia el lado de esos cines a los cuales siempre me invitaron pero nunca fui, y aunque en principio mi intención era la de tomar un taxi, comencé a caminar por la avenida. Una caminata incierta, espontánea. Caminé con el zíper de la chamarra abrochado hasta el cuello, una chamarra que no es de piel pero que parece serlo, las manos escondidas en los bolsillos del pantalón, los hombros encogidos, el rostro aguantándose el embate del viento. Pensé que son tiempos difíciles. Pensé en aquellos tiempos medianamente felices. Anduve por entre las calles y colonias anónimas y en movimiento, calles con árboles y lámparas y postes que, influencia del viento, se balanceaban discretos, mientras las casas, los autos estacionados, parecían querer contagiarse con tal cinética. Cuando llegué a altura del Gigante -me resisto a llamarles Soriana a los Gigantes- me tomé un taxi a casa. Me puse a pensar mientras cocinaba la cena, me puse a pensar mientras el tenedor hacía pequeños viajes circulares del plato a la boca. Cuando iba a lavar los trastes, desistí por miedo a que, en la condición en la que estaba, fuera a ocasionar una tragedia gratuita, y como a todas las personas cuerdas, las tragedias gratuitas no me gustan, me emocionan las que tienen un costo, no las gratuitas. Cuando subí a mi cuarto, la cama estaba hecha, las sábanas recién cambiadas, la alcoba estaba ordenada, cada cosa en su lugar, cada lugar con su cosa. Mudé de ropa, me metí a la cama y me tapé completamente, con la sensación hermética de que estaba adentro de un sobre, y de que alguien mayor, mayor en el sentido de gigante, inmenso, colosal, cerraba el sobre y bendecía la oscuridad y la mañana, bendecía al césped del jardín y al cómodo desfile de las nubes.
4.2.09
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