21.2.09

Portero eléctrico

Ella tenía la costumbre de correr los sábados por la mañana, a eso de las diez u once, antes de ir a terapia. Al regresar del parque, localizado a unas seis calles del departamento que alquilaba ella sola en la Colonia del Valle, siempre pasaba por una tiendita, en donde sólo compraba una botella de medio litro de agua que iba bebiendo lentamente mientras hacía la caminata de vuelta a casa.
Por lo general, éste trayecto le era tonificante. Constituía para ella una especie de alivio, una suerte de distensión y descenso que, luego del constante y exigente esfuerzo que implicaban los treinta o cuarenta minutos de trote, le sabía a gloria, a confort, a cama de un cinco estrellas luego de varias horas de viaje.
El caso es que solía regresar transpirada, relajada y contenta, con una sonrisa que, si bien a veces no se percibía absolutamente en sus labios, estaba allí, tras su semblante, aguardando lista para aflorar en cualquier momento, y es que el trote de fin de semana, además de permitirle dejar un tanto atrás la semana laboral, la dotaba de una energía y un estado de ánimo que hasta a ella misma le resultaban sorprendentes, admirables. A veces incluso pensaba que si consiguiera repetir esa rutina de ejercicio otros días, no solamente los sábados, como hasta ahora lo venía haciendo, quizá esos despiertos ánimos, esa tenue alegría, se prolongarían por más tiempo.
Al llegar a la puerta de su edificio, muestra de su estado de ánimo, muestra de su felicidad y sus irremediables ganas de disfrutar pueril e inocentemente cada instante de ese sábado blanco y luminoso, presionó, sin saber muy bien por qué, quizá como ingenuo jugueteo con ella misma, el botón que llamaba a su departamento, pero cuando se disponía a girar la llave, que ya estaba incrustada en la cerradura de la puerta principal, escuchó por el intercomunicador la que estaba segura que era su propia voz.
-¿Sí? – se escuchó decir por la bocina circular y oxidada, al tiempo que se le iba creando en el pecho una repentina e intensa forma de pánico que nunca antes experimentó.
-¡Madres! –fue lo único que atinó a decir, confundida, perpleja de haber escuchado su voz, su inflexión, su acento, su timbre, saliendo de otro lugar que no fuera su propia boca.
-¿Perdón? –repitió la voz, su voz.
Se quedó paralizada, sin saber qué hacer. Luego extrajo la llave de la puerta y, tan espantada como confundida, alcanzó a escuchar cómo el auricular del intercomunicador era devuelto a su lugar. Se mantuvo así, de pie, sin moverse, en el umbral del edificio, tratando de rehacerse de calma. Unos instantes después, sólo por confirmar que no estaba teniendo una pesadilla, un sueño febril o un mal viaje, que serían todos la misma cosa, volvió a llamar, con cuidado de no equivocarse de botón, al departamento A del séptimo piso, que era donde vivía. Aguardó unos segundos, con la firme seguridad de que nadie atendería.
-¿Hola? –el intercomunicador volvió a reproducir su voz de manera tan fiel e idéntica que, en un golpe de pánico y sin decir palabra alguna, se alejó apresurada del edificio y volvió al parque.
Débil, presa del cansancio, se sentó en una banca a conciliar la respiración, sin entender del todo qué estaba sucediendo. Luego de reclinarse sobre la fría y dura banca de madera desgastada, estuvo así unos cuantos minutos, entre pensativa y temerosa, entre confundida e incrédula, cada vez más desparramada, cada vez más distendida, a manera de un globo que, al paso del tiempo, va perdiendo aire y forma. Luego, muy sutilmente, sin incluso advertirlo ella misma, cayó en un sueño con la pesadez y facilidad de un ebrio que no ha dormido en varios días.
Despertó y miró la hora, advirtiendo que había dormido cerca de cuarenta minutos. Entonces, frotándose la cara para aminorar la modorra, se irguió y recordó lo que había sucedido. Segura de que había sido sólo un sueño, se encaminó, resuelta y valiente, a su casa, pues tenía apenas el tiempo justo como para tomar un baño e irse a terapia.
Al llegar a su edificio, pensó, de nuevo, en tocar el botón del intercomunicador, llamar a su departamento y convencerse de que nadie le contestaría, de que no escucharía su voz, de que su departamento se encontraría solo, vacío, como esperando fielmente la llegada de ella, pero, en una última instancia, resolvió no hacerlo, como si una especie de premonición la hubiese advertido sobre los riesgos de tentar a la realidad.
Abrió la puerta del edificio con marcada determinación, tomó el elevador y llegó a su departamento. Cuando entró, reparó en el silencio y en la soledad que, cual fantasmagóricos sonámbulos, oscilaban en el aire, de un lado a otro, chocando y rebotando con las paredes y ventanas, ida y vuelta, una y otra vez. Nerviosa, dubitativa, caminó despacio por el amplio departamento, el living, la cocina, la pieza y finalmente el baño. Luego del recorrido confirmó, efectivamente, como ella lo esperaba y se había anunciado a sí misma, que no había nadie.
Reconfortada, dio un suspiro con el alivio de quien acaba de eludir un peligro mayor, para luego dirigirse a la cocina y activar la cafetera, mientras se disponía a desnudarse para tomar una ducha. No obstante, antes de que fuera capaz de quitarse la primer prenda, sonó el intercomunicador.
Curiosa, con incipiente nerviosismo, con naciente temor, tomó el auricular.
-¿Sí? –dijo a punto de tartamudear.
-¡Madres! -alcanzó a escuchar su voz, entre el inestable ruido de la vía pública.
-¿Perdón? –exclamó confundida, extrañada, sin realmente reparar en lo que estaba haciendo.
Le pareció entonces que el tiempo, el espacio, la realidad, habían cambiado de rumbo.
Asustada, colgó el auricular y se mantuvo inmóvil, con semblante pensativo. Segundos después, el intercomunicador volvió a sonar, pero ella ya no contestó. Decidió entonces no salir de casa, de manera que llamó al doctor para cancelar la cita, arguyendo un grave imprevisto.

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