8.4.09

Posibles huérfanos

Estábamos con unos amigos en la cantina a donde íbamos siempre cuando alguien, no recuerdo quién, le preguntó que cómo se habían conocido sus padres. Lanzó la pregunta así, a boca jarro, como dicen en el fútbol, sin preámbulos ni delicadezas de ningún tipo, sin que nadie de los que estábamos presentes se lo esperara.
Recuerdo que habíamos iniciado hablando de cómo conocimos a nuestras mujeres. Después alguien, sigo sin recordar quién, pues la borrachera de ese día me dejó nubladas algunas cosas, contó la forma en que se habían conocido su hermano y su ahora cuñada. Una historia bonita, linda, tan romántica como se le quiera ver, pero cómica y tonta sin lugar a dudas. Fue así: Su hermano trabajaba de cajero en el Oxxo que está en Calzada del Valle y Humberto Lobo, y la chica era sirvienta en una casa de ricos de la Colonia Del Valle, por lo que, a pedido de sus patrones, frecuentemente iba a tal tienda a realizar ciertas compras. Entre insinuaciones y coqueteos, que de tenues y discretos pasaron a ser evidentes y declarados, un día él la invitó a salir, de manera que al domingo siguiente se vieron en el centro de la ciudad, en Aramberri y Pino Suárez, y de ahí no se separaron nunca más, como si las fresas con crema que ese día compraron en una Michoacana hubiesen sellado su unión con un dulce y suave romance.
Sí, linda historia, pero no es ésa la que hay que contar, sino la que aquella noche de viernes de quincena Mario nos contó a nosotros, sus nuevos compañeros de trabajo. Recordé su nombre. Así, de pronto. Se llamaba Mario y era uno de los nuevos en nuestro grupo, al cual había ingresado luego de que a nuestro patrón se lo hubiera recomendado, junto con otros más, un amigo suyo que era ingeniero, para quien anteriormente ya había trabajado, cuando le tocó levantar el Starbucks de Revolución y Alfonso Reyes.
Cuando le hicieron aquella pregunta, supe que Mario era un tipo noble, alguien de confianza, alguien que no merecía estar con nosotros en aquel oscuro y maloliente bar. Incluso no sabía qué hacía trabajando en la obra. Tenía para más. Eso pensé en ese momento. Y también pensé que algún día le preguntaría por qué había terminado con nosotros, en ese cruel y sórdido mundo, pero después de que escuché su historia, o más bien, la historia de sus padres, ya no hubo necesidad de preguntárselo.
Mario le dio un largo trago a la fría y transpirada botella de cerveza, ingiriéndola directamente, sin conservarla siquiera en la boca, como intentando decirnos que tomar cerveza era tomar valor, como intentando enviarnos una señal que nos prepara para escucharlo.
Con la firmeza y naturalidad de quien lleva años exclamando un mismo discurso, comenzó diciendo que tenía treinta y cinco años, que había nacido en 1978 y que, después de él, había tenido dos hermanas y un hermano más.
El año en que nació, dijo, fue el mismo año en que sus padres lo concibieron, y fue también el año en que la efervescencia de la izquierda, la fiebre de los ideales y las perfectas utopías comenzó a disminuir.
Pareció darse cuenta que se estaba yendo por las ramas, así que, tomando un puñado de cacahuates de la pequeña charola de botana que yacía sobre la mesa, retomó el hilo principal, narrando que, a pesar de que a él lo concibieron en 1978, sus padres se habían conocido quince años atrás, en 1963.
En ese entonces sí que se era idealista, dijo. En esos años, muchos de los jóvenes creían en el poder del pueblo, en la revolución y en las grandes hazañas. No así su padre, quien en ese entonces rondaba los veinte años de edad y estaba recién venido de Zacatecas a Monterrey, viaje que emprendió con su familia ante la insistencia y esperanza de su padre, quien confiaba en conseguir jugosas oportunidades de empleo en una ciudad que había comenzado a crecer y desarrollarse.
Ante la sorpresa de quienes, cerveza en una mano y un Alas en la otra, lo mirábamos atentos, Mario expresó que su padre era un vago, pues no bien llegó a Monterrey, comenzó una carrera delictiva que, incluso, era la carrera de un ladrón mediocre, cobarde y de poca monta, pues invertía su tiempo asaltando transeúntes en calles oscuras, robando casas habitación o arrebatándole bolsos a mujeres y a viejas indefensas. Al mismo tiempo, sus padres, ingenuos, confiados, lo creían trabajando en un empleo que, encima, había inventado para delinquir más libremente, despreocupado de las sospechas familiares.
Entretanto, quien vendría a ser la madre de Mario, se había mudado a Monterrey también con su familia, también en búsqueda de una mejor vida, provenientes de un minúsculo pueblo llamado General Arteaga, en el estado de Coahuila.
No bien llegaron a la nueva ciudad, ella comenzó a trabajar como secretaria en un despacho de arquitectos. Dada su belleza, no tardaron en surgir varios pretendientes, quienes constantemente la invitaban a salir, hasta que comenzó a verse con uno de ellos, quien era uno de los arquitectos socios del despacho. Aparentemente, se querían y eran felices. Así, no tardaron en formalizar su relación y se casaron dentro de pocos meses. Una boda sencilla, modesta, aunque linda, emotiva, más llamativa por la emoción de ver el rostro de dos seres que, felices, se miraban a los ojos entre ellos, pensando que compartirían el resto de sus vidas.
Luego de la boda, luego de una placentera luna de miel en Acapulco, costeada casi del todo por el novio, a quien laboralmente no le iba nada mal, comenzaron a alquilar una casa en la colonia Roma, al sur de la ciudad. Un barrio, si bien no de ricos, sí al menos de gente de clase más o menos acomodada y con cierta posición social, la mayoría de ellos jóvenes, por lo que sintieron que encajaba perfecto con su nueva vida.
Repentinamente, me di cuenta de que nuestras botellas estaban vacías, pues el compañero que estaba a mi derecha levantó la mano para llamar a la mesera y pedirle otra ronda. Mario hizo una pausa, y ahora, en lugar de cacahuates, llenó su puño con chicharrones de cerdo. Todos esperábamos que reanudara la narración. No obstante, parecía no querer continuar si no quedaba cerveza, hasta que unos segundos después, la mesera, una mujer morena, de rasgos aindiados, con brazos anchos y flácidos y con semblante poco amable, se acercó a la mesa y nos alcanzó una botella a cada quien.
Como un reloj con pilas nuevas, Mario volvió a la actividad, a su actividad, que era contarnos lo que sabía sobre sus padres. Su boca, húmeda por la cerveza, contaminada por el alcohol y los cigarrillos sin filtro, eran como una maquinaria recién activada, con nuevas energías, que comenzaba a andar de nuevo, así que, no sin antes beber un trago de su botella, nos dijo que, pese a la dicha y estabilidad del matrimonio de su madre, repentina y abruptamente, las cosas se pusieron mal. Su esposo, el arquitecto, comenzó a maltratarla, maldecirla y a discutir con ella hasta por los asuntos más insignificantes, dejando atrás a la cariñosa y amable persona que antes había sido, convirtiéndose en alguien que parecía no sentir respeto y compasión ante ninguna persona. Así empeoraron los días, las tardes, las noches, haciendo insufrible una existencia que, al menos al principio, parecía que sería perfecta.
Todo se le estaba yendo a la mierda, dijo Mario, refiriéndose a la mujer que sería su madre, con una voz pesimista, con la mirada clavada en unos naipes que estaban sobre la mesa, olvidados, inútiles, innecesarios en esa noche.
Todo se les estaba yendo a la mierda, trató de corregirlo alguien, haciendo referencia a la pareja completa, a ambos, al marido y a la mujer, y no solamente a la madre de Mario, como él había expresado.
Mario no escuchó el apunte o quizá fingió no escucharlo. El caso es que siguió contando que, para las fechas en que sucumbía el prometedor matrimonio entre su madre y el arquitecto, su padre continuaba viviendo de los pequeños pero constantes hurtos que llevaba a cabo, hasta que cierta madrugada, empujado por la avaricia y ambición que el ser humano tiene siempre, decidió hacer un rondín por algún barrio de clase acomodada para tratar de obtener un botín mayor a los que estaba acostumbrado.
La colonia que eligió fue la Roma, y la casa que eligió fue, sin saberlo, la del arquitecto y su esposa. Por esa época, debido a que la delincuencia no representaba el peligro, el terror, la amenaza que representa hoy, robar una casa no presentaba las grandes dificultades que hay que sortear hoy en día. Sin una cerca que brincar, sin un perro que adormecer, recorrió fácilmente el pasillo que daba del jardín delantero al patio de atrás, para posteriormente, con una técnica que había depurado en los últimos meses, forzar la puerta trasera e irrumpir en la paz del hogar ajeno.
La entrada que cruzó daba a la cocina. Inmediatamente al entrar, sintió un extraño tufo que le activó, siniestro, el sentido del olfato. Entre las penumbras, corrompidas por delgados destellos de luz que entraban por la puerta que daba a la sala, alcanzó a distinguir que en el piso, inmóvil, se encontraba un cuerpo. Cuando, entre sorprendido, dubitativo y temeroso, se encaminó hacia él, sintió bajo los zapatos el espesor de la sangre, confirmándolo cuando recorrió la vista por el piso, todo rojo, todo embadurnado del líquido que venía del inmóvil cuerpo.
No supo qué hacer, hasta que, entre el silencio de la noche, oyó los lejanos sollozos de alguien. Se internó en la cocina, enfilándose a la puerta que daba al pasillo y a la sala. Cuando asomó la vista, en busca del origen de aquel discreto llanto, descubrió a la que sería, él todavía ignorándolo, la madre de sus hijos.
Ella estaba sentada en el sofá del living, con los codos sobre las rodillas y con la lagrimada cara entre las manos, cuando pareció sentir una extraña presencia y levantó la vista. Ambos, él y ella, cruzaron las miradas. Él se dio cuenta que tal era el pánico, la crisis, el terror de la mujer, que, incluso en presencia de un ladrón, ella seguía llorando, lamentándose, con las manos a veces sobre los ojos y a veces sobre la boca, como si tratara, sin conseguirlo, de detener el inacabable llanto, las abundantes lágrimas, los incontables sollozos.
Él, inseguro, nervioso, se acercó y le preguntó si estaba bien, si necesitaba ayuda. Ella, débil, dolorida, sin poder con el dolor de la culpa, lo soltó todo. Habían discutido, dijo, aunque sin especificar la razón. El arquitecto trató de golpearla, pero ella, que estaba cocinando en ese momento, trató de esquivar la agresión. Entre la violencia, los manoteos, los golpes, no supo bien cómo, el tazón con harina se derramó en el piso, él resbaló y se golpeó la sien con el filo de la estufa. Ahora su sangre estaba toda fuera de su cuerpo, pintando los mosaicos y endureciendo la grumosa harina.
Mario contó que su padre permaneció de pie unos minutos, junto al filo de la puerta, hasta que el llanto de la mujer pareció acabar y ella se paró, tomó el teléfono y discó dos números. Entonces él adivinó lo que estaba a punto de hacer. Lentamente, mientras la mujer le miraba sin atención, esperando que atendieran el teléfono, retrocedió unos pasos, sin perder contacto visual, como pendiente de medir la reacción de la mujer, quien, de pronto, comenzó a llorar de nuevo.
Salió corriendo de esa casa oscura, donde el piso era una pegajosa mezcla de sangre con harina y volvió caminando a casa, pues era de madrugada y el escaso transporte público con el que la ciudad contaba en ese entonces no transitaba a esas horas.
Mario apuró la cerveza, que, a decir por el gesto que hizo luego de beberla, se había calentado. Nosotros también lo hicimos. Lo de beberla, no lo del gesto. Luego, un poco más apurado, no supe si por la hora o porque el alcohol comenzaba a afectar su sana construcción verbal de los hechos, siguió contándonos que su padre, intimidado o marcado o sorprendido por la mujer, comenzó a visitarla en la penitenciaría del estado, a donde fue remitida bajo el cargo de homicidio culposo, sentenciada a veinte años de prisión. Encontrar sus datos y dar con ella no fue difícil, dijo, pues el caso sonó en la ciudad entera y circuló por las páginas de múltiples diarios.
Al principio el contacto fue complicado, pues la mujer, además de que no lo conocía, se negaba a recibir visitas. Después fue necesario, pues su familia la negó, la olvidó, le aplicó la ley del rechazo y de la indiferencia, así que fue ese ladrón cobarde el único que, a lo largo de su condena, a la que por buen comportamiento se le redujeron cinco años, la visitó y le infundió ánimos. Finalmente, él fue el único que, el día que ella salió de la prisión de mujeres, una cárcel más bien ignorada y sucia que se encuentra todavía a las afueras de la ciudad, estuvo presente para recibirla de nuevo en el exterior.
Sucedió en 1978, en enero de 1978, el mismo año en que sus padres lo concebirían, el mismo año en que nacería ese tipo más bien joven y con aspecto serio y taciturno que luego nos acompañaría con unas cervezas y cacahuates y chicharrones en la cantina a la que siempre íbamos, sobre todo los viernes de quincena, mientras yo me preguntaba qué hacía un tipo como él con tipos como nosotros.
Acostumbrados a que las historias terminaran en ese punto, creímos que Mario había concluido, pero siguió diciendo que si la vida tenía algo, era lo real, era lo crudo, era lo imprevisible, entonces dijo que cuando él tenía cuatro años, su padre, quien, a pesar de que luego conseguiría distintos empleos medianamente decentes, nunca dejó de robar, un día tomó sus cosas y se fue de casa, dejando a Mario con cuatro años de edad, a sus dos hermanas de dos y uno y a la madre de Mario, embarazada de tres meses.
Mario nunca volvió a ver a su padre. De hecho, nos dijo esa noche, mientras hacía un esfuerzo desmedido para tragar saliva, esa historia se la contó su abuela, quien, luego de la huida del padre de Mario, al ver a su hija tan abandonada, tan miserable, no soportó tanto dolor y decidió acercarse para reanudar el contacto.
Nunca habló de aquello con su mamá y cree que ni sus hermanos menores conocen la verdadera historia, aunque quién sabe, dijo, pues no estaba del todo seguro de eso.
La mesera trajo otra ronda de cervezas y otro paquete de cigarrillos, mientras nos mirábamos unos a otros, sin saber exactamente quién había ordenado el pedido, pero luego, sin darle importancia, destapamos las cervezas y brindamos por San Luis, por Zacatecas, por Saltillo, por Arteaga, por Jilitla, por Nueva Rosita, por Hipólito, por San Antonio de las Alazanas, por Gómez Palacio, por Torreón, por Ciudad del Maíz, por Río Verde, por todos aquellos lugares con gente como nosotros, personas comunes y corrientes con vidas comunes y corrientes, entonces alguien, no recuerdo quién, le dijo a Mario que la historia, más allá de lo terrible, resultaba linda. Estuve seguro que Mario pensaba al revés, una historia que más allá de lo lindo, resultaba terrible.
Con una sonrisa discreta, aunque bien podría decir que era una sonrisa apenada, Mario agradeció el cumplido y dijo que algún día la utilizaría para algo, una película, un libro, o algo así.
Fue tan celebrado el brindis que tuvimos que pedir otra ronda. Luego de traernos las cervezas, la mesera, cuando volvió a su puesto, al lado de la barra, nos miraba como teniendo compasión o asco o las dos cosas.

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