Cerré los ojos y ella apareció sentada en el hueco que formaba la arena. Su vestido, largo, floreado, tintes beiges y blancos, se revolvía entre sus piernas como se revuelven las cortinas las noches de viento de los viernes de febrero de todos los años. Se irguió y corrió hacia la mar, mientras partículas de arena se quedaban flotando unos segunditos en el aire, tras sus talones, tras su pasado lejano y sin memoria. Se fue adentrando en las olas, primero ligeras y delgadas como alfombra de seda, luego gruesas e imbatibles como muros de cielo. Luego, cuando el agua le sobrepasaba las rodillas, se lanzó en un clavado decidido, perdiéndose entre las aguas. Pensé que no la volvería a ver. Segundos después se puso de pie y con el cabello hecho marañas, las flores del vestido jugando a ser tatuajes en su piel, avanzó unos pasos más, con el mar celeste y blanco, copia de un cielo mudo, llegándole apenas a altura de los muslos. Supe que el agua no era lo suficientemente profunda todavía.
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