25.10.09

Esta historia no es mía

Esa tarde bajé a fumar. Descendí desde el séptimo piso, en donde se encuentra mi consultorio, hasta la entrada del edificio, la única zona donde nos permiten hacerlo.
Cuando salí del lobby al exterior fue cuando la vi. Ella estaba sentada en uno de los bordes de las escaleras, no cabizbaja pero sí pensativa, con la mirada distante, como en otro mundo.
Me acerqué no más por convicción que por accidente, pues el basurero, que a la vez es también cenicero, estaba colocado a un par de metros de ella.
Encendí mi cigarrillo y, por educación, le ofrecí uno. Aceptó. Compartiendo la nicotina no hubo nada que nos impidiera compartir lo demás. Entonces comenzamos a hablar.
Le conté que era doctor. Alergólogo, específicamente. Tenía años de ejercer pero sólo unos cuantos meses como independiente. Me va bien, dije con una sonrisa tranquila. Estupendamente bien. Lo que a mi edad quiere decir tanto estabilidad como autosuficiencia, pues así es como se va construyendo la vida. Claramente, eso no lo dije. Sólo lo pensé. Lo pensé todavía con la sonrisa que de tranquila había pasado a maliciosa o vacía o ingenua, y le di un toque al cigarro.
Ella me dijo que estaba en el treceavo piso y que se dedicaba a los estudios de mercado. Cuatro años en dos empresas distintas. Dos en cada una. Había conseguido un buen puesto incluso antes de graduarse, así que todo pintaba de maravilla. Pero de pronto, dijo ella, todo se enrareció, se acabó el encanto. Como pasa a veces en una relación, exclamó, e inmediatamente después de exhalar el humo, le dio otra calada al cigarrillo. Me di cuenta que fumaba mucho más rápido que yo.
Me confesó que había bajado no sólo para tomar aire. También para tomar valor. Estaba a punto de renunciar en esa media tarde de viernes nublado. Entonces dijo algo así como que fuera el encanto, el gusto o el ciclo lo que se hubiera terminado, era hora de cambiar. Y ella iba a cambiar. Después vería qué rumbo tomaban las cosas. Después vería cómo resolverlas.
Apuró el cigarrillo, lo terminó y depositó en el cenicero. Se puso de pie, suspiró y me dijo que era el primero que se fumaba en años, después de haberlo dejado por mucho tiempo. Se despidió de palabra y le deseé suerte. Fue todo tan rápido. Entró al edificio, ingresó a uno de los elevadores y, mientras las puertas se cerraban frente a ella, la observé buscando su mirada, pero nada pasó.
El contador del elevador avanzó hasta detenerse unos segundos en el piso 13. Vi el cigarro en mis manos todavía humeante, agotando las últimas esperanzas del tabaco, y no pude evitar sentirme algo culpable.

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