29.3.10

El televisor

Se estaba desabotonando la camisa cuando dos series de silbidos entraron de la calle a la recámara. Apresurado, dejó la camisa sobre la cama y en pantalón de mezclilla y camiseta de tirantes se asomó al exterior. Era su vecino de al lado. Al verlo le señaló hacia la esquina, donde se alcanzaba a ver la carreta de fierros acercándose.
Sin dar las gracias, se dirigió, presuroso, a la sala de su casa, y comenzó a arrastrar el viejo televisor hacia la puerta de entrada.
Se trataba de un segundo piso, al cual para llegar había que subir por unas angostas y anticuadas escaleras. Tenía años rentando tal vivienda, siempre en compañía de su esposa y dos niños, sólo hasta unos cuantos días atrás.
El televisor era grande, viejo y pesado. Un RCA con estructura de madera de los que todavía usaban delgadas y puntiagudas patas para sostenerse. En la parte superior tenía un pequeño mantel tejido en el que se apreciaba la imagen de la Virgen de Guadalupe, y que fungía como base antiderrapante para la antena de conejo. Al quitarlo, quedó claramente delineada una gruesa capa de polvo.
Empujó, arrastró y forcejeó con el televisor hasta dejarlo en el umbral de la puerta. Justo entonces la carreta de fierros estaba pasando frente a su casa, así que aprovechó y le hizo con la mano una señal. El hombre que conducía el caballo hizo un ademán con las riendas y el animal obedeció. El conductor bajó de un salto. De la parte trasera de la carreta, entre fierros y objetos grises y sin vida, se vio salir a otro hombre, quizá un ayudante.
El conductor se acercó a la reja donde nacían las escaleras y miró el televisor con el ceño fruncido, mientras su ayudante se rascaba la parte trasera de la cabeza.
Desde arriba, al lado de la televisión, les dijo:
- Sí se hace, nomás que apenas entre dos.
La delgada camiseta de tirantes hacía evidente su transpiración. Era mayo. Era verano y hacía calor. En alguna casa cercana alguien escuchaba canciones norteñas.
No sin golpear un par de veces las balaustradas, no sin uno que otro trastabilleo, el conductor y su ayudante bajaron tremendo televisor. Lo posaron en la banqueta para tomar aire. Mientras, el dueño del aparato rebuscó en sus bolsillos, extrajo un billete de veinte y se lo dio al conductor. Estaba a punto de volver a casa cuando se acercó el ayudante y extendió la mano. El dueño del televisor lo miró extrañado, mientras éste sonreía con un dejo de complacencia y sarcasmo.
Del bolsillo sacó otro billete de veinte y se lo alcanzó. Luego cerró la reja y se quedó ahí unos segundos, a la intemperie, bajo el sol de la tarde de un sábado de verano, disfrutando cómo el conductor de la carreta y su ayudante se esforzaban por trasladar el televisor de la acera a la caja de la carreta.
Al haberse ido, el dueño de la televisión regresó a casa, rebuscó de nuevo en sus bolsillos y, entre otras cosas, extrajo un par de monedas, un llavero con pocas llaves y un ticket de compra escrito y firmado a mano. Los dejó sobre la mesa de la cocina, justo al lado de una silla donde yacía un uniforme de mezclilla que tenía bordado el logotipo de una fábrica: Maquinarias Garza.
De la cocina tomó un cuchillo y fue rompiendo la cinta pegamentada que unía el cartón de la caja. La deshizo en pocos minutos y extrajo el otro televisor. Evidentemente, no era nuevo. Lucía con un par de años de uso, una rasgadura en la esquina, un tallón en el cristal de la pantalla, además de que le faltaba un botón.
Luego de conectarlo, le puso la antena e interceptó la señal. Observó el reloj de la pared y se dio cuenta que faltaban menos de diez minutos para las cinco. Ansioso, se acercó al refrigerador, un refri grande por fuera pero solitario por dentro, además de sucio y descuidado. Guardaba un misterioso parecido con el departamento.
Tomó una cerveza, la abrió y le dio un trago.
Por la ventana se escuchó otro silbido. Era de nuevo el vecino de al lado, sólo que ahora llevaba una bolsa de plástico color negro que parecía sudar por sí sola. El vecino le hizo un gesto con los dos brazos abiertos, como lanzándole una pregunta muda, y el dueño del televisor le contestó, casi gritándole, casi con la intención de que lo escuchara toda la calle:
- ¡Pues órale, güey! ¡Ya va a empezar!
Seguro, orgulloso, le dio otro largo sorbo a su botella. Sintió la alegría y el alivio que da el contraste entre el frío en la garganta y el vapor caluroso del ambiente. Para cuando ingresó a su casa, ya se escuchaba el intenso sonido de la reja abriéndose una y otra vez, zapatos multiplicados subiendo por las escaleras, murmullos emocionados.
Se acercó a la televisión y movió la antena, giró la perilla del volumen, aumentándolo, luego fue a la cocina, tomó un trapo húmedo y lo pasó por la pantalla. Colgado en la pared, lucía un cuadro de la familia que su esposa había olvidado llevarse consigo. Lo miró sin mirarlo. Sintió que olvidaba algo.
Mientras compañeros, vecinos e incluso extraños se acomodaban en los escasos muebles y en el piso, lo recordó. Tomó del comedor el pequeño mantel tejido y lo colocó bajo la antena, y entonces le pareció que la señal mejoraba. Entonces se persignó.
Todavía se escuchaban pasos en las escaleras cuando el árbitro pitó el inicio del partido.

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