Cinco a las siete. La claridad a punto de morir. Los negocios están ya cerrando. A la par, los oficinistas salen de los edificios, abordan sus autos, cierran las puertas y se apresuran a partir.
Mirando hacia el exterior por la ventana de su habitación, él cree ver un éxodo, cree verlo todo. Luego escucha un estruendo y mira al dueño de la tienda de la calle bajando la cortina metálica del negocio. Su mente no necesita dar muchas vueltas para encontrarle cierto misticismo de temor, retraimiento y soledad.
A lo lejos, muy por detrás del cerro del Obispado, se puede observar al sol esconderse tímidamente, como no queriendo ver, como queriendo escapar, como queriendo desentenderse de lo que está por suceder. Él siente como si el suelo o la faz de la ciudad completa se estremeciera y dudara. Enseguida trata de advertir que no es más que su imaginación.
Ve personas agotadas caminando por la calle, cargan con una desaliñada preocupación actual y llevan prisa por alcanzar el camión. Entonces, al momento en que las luces mercuriales se encienden por necesarias, parece dilucidar la amenaza, parece dilucidarla y se apura a cerrar las ventanas, correr las cortinas, apagar las luces y la televisión, luego da un último trago a la cerveza y deposita la lata en la basura.
No sin un sentimiento de paradoja e inutilidad, se asegura de que todo en la casa esté en orden. Toma las llaves, abre la puerta y al mirar hacia afuera extraña a la luz, pues las penumbras cubren la calle como una sábana oscura cubriría un cuerpo que no respira.
Cierra la puerta, pone el seguro y se enfila a la banqueta. Ya casi no se percibe gente en la calle. Piensa que el camión ya ha pasado por donde tenía que haber pasado. Las camionetas se han llevado a quien se tenían que llevar.
Guarda las llaves en el bolsillo del pantalón, pensando en la remota posibilidad de volver a utilizarlas. Luego, entre amenazas y sonidos de violencia, se echa a correr.
El cerro ya no vigila. Se lamenta.
Mientras corre, recuerda que tras el cerro, tras el heroico esfuerzo de subir y bajar, de las sinuosidades del ascenso y el descenso, están el escape y el alivio. Piensa en lo que viene y por lo que tendrá que pasar, sin estar seguro si la sensación que le embarga es temor o esperanza, terror o alegría. Se pregunta si podrá hacerlo, si tendrá todavía suficiente corazón.
Corre porque lleva prisa. Corre porque es la única forma de expulsar el pavor y la furia y toda sordidez que lleva adentro.
Pasan los minutos. La voz de la ciudad se hace más grave.
Se viene la noche. Correr por correr.
Mirando hacia el exterior por la ventana de su habitación, él cree ver un éxodo, cree verlo todo. Luego escucha un estruendo y mira al dueño de la tienda de la calle bajando la cortina metálica del negocio. Su mente no necesita dar muchas vueltas para encontrarle cierto misticismo de temor, retraimiento y soledad.
A lo lejos, muy por detrás del cerro del Obispado, se puede observar al sol esconderse tímidamente, como no queriendo ver, como queriendo escapar, como queriendo desentenderse de lo que está por suceder. Él siente como si el suelo o la faz de la ciudad completa se estremeciera y dudara. Enseguida trata de advertir que no es más que su imaginación.
Ve personas agotadas caminando por la calle, cargan con una desaliñada preocupación actual y llevan prisa por alcanzar el camión. Entonces, al momento en que las luces mercuriales se encienden por necesarias, parece dilucidar la amenaza, parece dilucidarla y se apura a cerrar las ventanas, correr las cortinas, apagar las luces y la televisión, luego da un último trago a la cerveza y deposita la lata en la basura.
No sin un sentimiento de paradoja e inutilidad, se asegura de que todo en la casa esté en orden. Toma las llaves, abre la puerta y al mirar hacia afuera extraña a la luz, pues las penumbras cubren la calle como una sábana oscura cubriría un cuerpo que no respira.
Cierra la puerta, pone el seguro y se enfila a la banqueta. Ya casi no se percibe gente en la calle. Piensa que el camión ya ha pasado por donde tenía que haber pasado. Las camionetas se han llevado a quien se tenían que llevar.
Guarda las llaves en el bolsillo del pantalón, pensando en la remota posibilidad de volver a utilizarlas. Luego, entre amenazas y sonidos de violencia, se echa a correr.
El cerro ya no vigila. Se lamenta.
Mientras corre, recuerda que tras el cerro, tras el heroico esfuerzo de subir y bajar, de las sinuosidades del ascenso y el descenso, están el escape y el alivio. Piensa en lo que viene y por lo que tendrá que pasar, sin estar seguro si la sensación que le embarga es temor o esperanza, terror o alegría. Se pregunta si podrá hacerlo, si tendrá todavía suficiente corazón.
Corre porque lleva prisa. Corre porque es la única forma de expulsar el pavor y la furia y toda sordidez que lleva adentro.
Pasan los minutos. La voz de la ciudad se hace más grave.
Se viene la noche. Correr por correr.
No hay comentarios:
Publicar un comentario