La abuela de Beto era quien a eso de las 9 de la mañana hacía el esfuerzo y despacito sacaba una silla a la banqueta, la colocaba de frente a la calle y se sentaba muy derechita, con la expectación de quien espera que suceda algo importante.
Pero lo que pasaba no era más que el desfilar de niños uniformados que se tomaban de la mano de señoras con prisa, algún auto viejo y uno que otro obrero en bicicleta. De cuando en cuando las palomas bajaban de los techos y se disputaban algún diminuto pedazo de pan, o un perro callejero se aproximaba desconfiadamente para, luego de mover la cola sin recibir recompensa o chuleada alguna, irse cabizbajo y olisqueando el polvo de la calle.
Eventualmente, Beto, por ahí de las once, después de que su mamá lo levantaba, seguramente a regañadientes, salía en bermudas y playera sin mangas a ofrecerle a su abuela un plátano y un vaso de leche. Por el gesto de la octogenaria, el plátano siempre parecía estar en su punto y la leche algo fría, porque luego de probarla murmuraba algunas palabras que yo no alcanzaba a adivinar y le devolvía a Beto el vaso, quedándose solamente con la fruta. Beto ingresaba a la casa y unos minutos después volvía y le alcanzaba el líquido a su abuela, quien luego de tantearla con la punta de la boca le daba, ahora sí, un trago colgado que le hacía subir y bajar el pellejo del cuello.
Todo esto lo observaba yo desde lo alto de la ventana de mi cuarto, en el segundo piso de mi casa, justo frente a la calle donde vivía. Siempre había estudiado en horario vespertino pero no tenía problema alguno despertándome temprano, así que era ésa la forma de hacer menos ordinarias las mañanas de sol.
Entre once y doce bajaba a la cocina, donde mi mamá me preparaba migas con huevo o tacos de papa. Luego volvía a mi cuarto y hacía tarea, si es que tenía. En caso contrario, veía televisión u hojeaba revistas, pero siempre alternando la vista hacia la ventana, por donde continuaba mirando a la abuelita de Beto, inmóvil toda ella, vigilando la calle con ese misterioso ángel que da la tercera edad y con su cabellera blanca medio despeinada y sus vestidos largos y floreados que alcanzaban a llegarle hasta donde la tobimedia se le empezaba a bajar.
Faltando veinte para la una, me bañaba rápidamente y me ataviaba con el uniforme de la primaria, para luego preparar la mochila con los útiles, que a cada grado me parecía que pesaba más. Estaba en sexto año y llevaba cinco libretas y cinco libros, un par por materia. El peso de la mochila me obligaba a caminar encorvado, por lo que cuando pasaba frente a casa de Beto, su abuelita -al menos eso se me figuraba a mí- me veía compadeciéndose de mi andar, aún más en los veranos de mayo, cuando el sol me encandilaba, me hacía arrugar las cejas y me forzaba a caminar con más prisa, porque entre más me calentaba en los oscuros y recién boleados mocasines, más me ardía el calor en la punta del empeine. Y eso que usaba de los calcetones gruesos que siempre nos compraba mi mamá.
Al regresar de la primaria, con el tiempo más clemente y el sol menos furibundo, me sorprendía de ver a la abuela todavía sentada viendo pasar los minutos, las nubes y el polvo. El cuadro, la escena, era igual que en la mañana. Había veces, si acaso, en que en vez de una silla fija la señora estaba sobre una mecedora, yendo lentamente de atrás hacia delante.
Una vez, habrá sido en julio, que era el mes de las fiestas y los carnavales, salimos de la primaria y afuera había una vendimia que iba desde juguetes y disfraces hasta antojitos de los más variados. Me detuve en un puesto que vendía frutas y verduras y sin pensar mucho el porqué, pedí media docena de plátanos y me los pusieron en una bolsa de plástico transparente. Luego pagué con un billete de diez mil pesos, me devolvieron el cambio en monedas y caminé a casa, encorvado por la mochila pero animoso con la bolsa de plátanos.
Durante el camino, que suponía entre ocho y diez cuadras, no dejaba de pensar en ellos. De un color brillante, amarillos con delicados e irregulares lunares negros, lucían riquísimos y en el punto exacto de su madurez. A poco estuve de tomar uno, descascararlo y escabechármelo, pero ése no era mi plan.
Pensé en llegar a una papelería y pedir alguna envoltura de regalo, una bolsa con motivos alegres, como mínimo, pero también estuve seguro que no me iba a alcanzar con las pocas monedas que sonajeaban en la bolsa del pantalón, así que decidido, feliz y emocionado, continué mi camino a casa de Beto.
El recorrido, extrañamente, pasó de la resolana cruel a un cielo tímido tapizado de nubes. Faltando una cuadra para llegar, empezaron a soplar unos ventarrones de miedo que levantaban el polvo de la calle, sacudían los letreros de los negocios y zarandeaban las antenas de los carros. Parecía que estaba a punto de venirse una tormenta de esas que a mediación de año uno nunca se espera pero que terminan siendo de las peores. Me dio miedo y apuré el paso.
Yo pensaba que la calle iba a estar sola, y que la casa de Beto también. Por eso me causó cierta extrañeza el ver tanta gente en la entrada de su casa, unos recargados en la puerta, otros en la banqueta inmediata y unos más en la calle, cuchicheando no sabía bien qué.
Me acerqué a la casa y sujeté con más fuerza la bolsa de plátanos. Ya quería dárselos y ver su cara de emoción y agradecimiento, un gesto que por unos segundos le arrugaría un poco más la piel del rostro. A cada paso que daba me imaginaba también el semblante entre confuso y feliz de Beto, enfundado en su overol de taller mecánico, con una sonrisa plena que le deformaba las manchas de grasa y aceite que invariablemente se le hacían en los cachetes y en la frente luego de horas trabajando. Una suerte de emoción y alegría casi me hace correr, me colé entre los montones de gente y como la puerta de malla estaba abierta me di la libertad de entrar directito a la casa.
En la sala estaban todos. Beto, su mamá y sus hermanos, Don Roge, el de la tiendita de la esquina, el Profe Toño y su esposa, también maestra, Yolanda; Carlos y Lupe, que vivían al lado de nosotros, la familia de los Yépez y el sacerdote de la iglesia. Todos alrededor del sillón, y en el sillón estaba la abuelita de Beto, recostada, con la boca abierta y la mirada, perdida e inmóvil, fijada en el techo. Noté que en la penumbra de la sala el color de su vestido pasaba desapercibido. El sacerdote se acercó y la santiguó, pero ella se mantuvo en la posición que guardaba. Luego de entre la gente se empezó a escuchar alguien que lloraba, y yo no supe qué hacer conmigo ni con la bolsa de plátanos. Lo único que fui capaz de hacer fue arrinconarme, recargarme en la pared y ver cómo todo pasaba, hasta que un rato después llegó mi mamá, quien posiblemente se había enterado de lo que acontecía y se dejó ir, para encontrarse con las malas noticias y conmigo convertido en un pollo asustado, sin entender nada de lo que estaba sucediendo.
La mañana siguiente amaneció con lluvia. Incluso así, mi mamá nos obligó a ir al sepelio, donde los llantos del día anterior nada eran ni en cantidad ni en calidad comparados con los que se escuchaban en el panteón.
Cuando regresamos a la casa la lluvia seguía arreciando. Me acuerdo que me daba un miedo muy extraño el sonido de las gotas cuando se estrellaban en las ventanas y en el techo de lámina que cubría la lavandería.
Ese día falté a la escuela. Ese día miré por la ventana y la casa de Beto lucía gris, solitaria, entumecida por lo helado de la lluvia. En la banqueta todavía estaba la mecedora.
Las lluvias duraron tantos días que las calles se inundaron y fue imposible salir de casa. Fueron días en los que mamá, para tranquilizarnos, cada noche nos decía que al día siguiente dejaría de llover, que al día siguiente podríamos salir, que al día siguiente haría sol.
Pero lo que pasaba no era más que el desfilar de niños uniformados que se tomaban de la mano de señoras con prisa, algún auto viejo y uno que otro obrero en bicicleta. De cuando en cuando las palomas bajaban de los techos y se disputaban algún diminuto pedazo de pan, o un perro callejero se aproximaba desconfiadamente para, luego de mover la cola sin recibir recompensa o chuleada alguna, irse cabizbajo y olisqueando el polvo de la calle.
Eventualmente, Beto, por ahí de las once, después de que su mamá lo levantaba, seguramente a regañadientes, salía en bermudas y playera sin mangas a ofrecerle a su abuela un plátano y un vaso de leche. Por el gesto de la octogenaria, el plátano siempre parecía estar en su punto y la leche algo fría, porque luego de probarla murmuraba algunas palabras que yo no alcanzaba a adivinar y le devolvía a Beto el vaso, quedándose solamente con la fruta. Beto ingresaba a la casa y unos minutos después volvía y le alcanzaba el líquido a su abuela, quien luego de tantearla con la punta de la boca le daba, ahora sí, un trago colgado que le hacía subir y bajar el pellejo del cuello.
Todo esto lo observaba yo desde lo alto de la ventana de mi cuarto, en el segundo piso de mi casa, justo frente a la calle donde vivía. Siempre había estudiado en horario vespertino pero no tenía problema alguno despertándome temprano, así que era ésa la forma de hacer menos ordinarias las mañanas de sol.
Entre once y doce bajaba a la cocina, donde mi mamá me preparaba migas con huevo o tacos de papa. Luego volvía a mi cuarto y hacía tarea, si es que tenía. En caso contrario, veía televisión u hojeaba revistas, pero siempre alternando la vista hacia la ventana, por donde continuaba mirando a la abuelita de Beto, inmóvil toda ella, vigilando la calle con ese misterioso ángel que da la tercera edad y con su cabellera blanca medio despeinada y sus vestidos largos y floreados que alcanzaban a llegarle hasta donde la tobimedia se le empezaba a bajar.
Faltando veinte para la una, me bañaba rápidamente y me ataviaba con el uniforme de la primaria, para luego preparar la mochila con los útiles, que a cada grado me parecía que pesaba más. Estaba en sexto año y llevaba cinco libretas y cinco libros, un par por materia. El peso de la mochila me obligaba a caminar encorvado, por lo que cuando pasaba frente a casa de Beto, su abuelita -al menos eso se me figuraba a mí- me veía compadeciéndose de mi andar, aún más en los veranos de mayo, cuando el sol me encandilaba, me hacía arrugar las cejas y me forzaba a caminar con más prisa, porque entre más me calentaba en los oscuros y recién boleados mocasines, más me ardía el calor en la punta del empeine. Y eso que usaba de los calcetones gruesos que siempre nos compraba mi mamá.
Al regresar de la primaria, con el tiempo más clemente y el sol menos furibundo, me sorprendía de ver a la abuela todavía sentada viendo pasar los minutos, las nubes y el polvo. El cuadro, la escena, era igual que en la mañana. Había veces, si acaso, en que en vez de una silla fija la señora estaba sobre una mecedora, yendo lentamente de atrás hacia delante.
Una vez, habrá sido en julio, que era el mes de las fiestas y los carnavales, salimos de la primaria y afuera había una vendimia que iba desde juguetes y disfraces hasta antojitos de los más variados. Me detuve en un puesto que vendía frutas y verduras y sin pensar mucho el porqué, pedí media docena de plátanos y me los pusieron en una bolsa de plástico transparente. Luego pagué con un billete de diez mil pesos, me devolvieron el cambio en monedas y caminé a casa, encorvado por la mochila pero animoso con la bolsa de plátanos.
Durante el camino, que suponía entre ocho y diez cuadras, no dejaba de pensar en ellos. De un color brillante, amarillos con delicados e irregulares lunares negros, lucían riquísimos y en el punto exacto de su madurez. A poco estuve de tomar uno, descascararlo y escabechármelo, pero ése no era mi plan.
Pensé en llegar a una papelería y pedir alguna envoltura de regalo, una bolsa con motivos alegres, como mínimo, pero también estuve seguro que no me iba a alcanzar con las pocas monedas que sonajeaban en la bolsa del pantalón, así que decidido, feliz y emocionado, continué mi camino a casa de Beto.
El recorrido, extrañamente, pasó de la resolana cruel a un cielo tímido tapizado de nubes. Faltando una cuadra para llegar, empezaron a soplar unos ventarrones de miedo que levantaban el polvo de la calle, sacudían los letreros de los negocios y zarandeaban las antenas de los carros. Parecía que estaba a punto de venirse una tormenta de esas que a mediación de año uno nunca se espera pero que terminan siendo de las peores. Me dio miedo y apuré el paso.
Yo pensaba que la calle iba a estar sola, y que la casa de Beto también. Por eso me causó cierta extrañeza el ver tanta gente en la entrada de su casa, unos recargados en la puerta, otros en la banqueta inmediata y unos más en la calle, cuchicheando no sabía bien qué.
Me acerqué a la casa y sujeté con más fuerza la bolsa de plátanos. Ya quería dárselos y ver su cara de emoción y agradecimiento, un gesto que por unos segundos le arrugaría un poco más la piel del rostro. A cada paso que daba me imaginaba también el semblante entre confuso y feliz de Beto, enfundado en su overol de taller mecánico, con una sonrisa plena que le deformaba las manchas de grasa y aceite que invariablemente se le hacían en los cachetes y en la frente luego de horas trabajando. Una suerte de emoción y alegría casi me hace correr, me colé entre los montones de gente y como la puerta de malla estaba abierta me di la libertad de entrar directito a la casa.
En la sala estaban todos. Beto, su mamá y sus hermanos, Don Roge, el de la tiendita de la esquina, el Profe Toño y su esposa, también maestra, Yolanda; Carlos y Lupe, que vivían al lado de nosotros, la familia de los Yépez y el sacerdote de la iglesia. Todos alrededor del sillón, y en el sillón estaba la abuelita de Beto, recostada, con la boca abierta y la mirada, perdida e inmóvil, fijada en el techo. Noté que en la penumbra de la sala el color de su vestido pasaba desapercibido. El sacerdote se acercó y la santiguó, pero ella se mantuvo en la posición que guardaba. Luego de entre la gente se empezó a escuchar alguien que lloraba, y yo no supe qué hacer conmigo ni con la bolsa de plátanos. Lo único que fui capaz de hacer fue arrinconarme, recargarme en la pared y ver cómo todo pasaba, hasta que un rato después llegó mi mamá, quien posiblemente se había enterado de lo que acontecía y se dejó ir, para encontrarse con las malas noticias y conmigo convertido en un pollo asustado, sin entender nada de lo que estaba sucediendo.
La mañana siguiente amaneció con lluvia. Incluso así, mi mamá nos obligó a ir al sepelio, donde los llantos del día anterior nada eran ni en cantidad ni en calidad comparados con los que se escuchaban en el panteón.
Cuando regresamos a la casa la lluvia seguía arreciando. Me acuerdo que me daba un miedo muy extraño el sonido de las gotas cuando se estrellaban en las ventanas y en el techo de lámina que cubría la lavandería.
Ese día falté a la escuela. Ese día miré por la ventana y la casa de Beto lucía gris, solitaria, entumecida por lo helado de la lluvia. En la banqueta todavía estaba la mecedora.
Las lluvias duraron tantos días que las calles se inundaron y fue imposible salir de casa. Fueron días en los que mamá, para tranquilizarnos, cada noche nos decía que al día siguiente dejaría de llover, que al día siguiente podríamos salir, que al día siguiente haría sol.
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