11.10.10

Martes que nadie vio

Así eran sus martes chiquitos. Salían de la prepa y se encaminaban al Colegio Civil. Cruzaban la plaza entre gente morena y palomas que picoteaban lo que los indigentes dejaban. Luego de saludar al guardia de siempre y cruzar la ancha puerta de antigua madera restaurada, se dirigían con prisa y disimulo al baño, donde nada más asegurarse de que no hubiera nadie más, atascaban la puerta con llave y sacaban el cigarrillo ya preparado.
Lo encendían con una ansiedad que se notaba a leguas, un nerviosismo empujado por la situación, por el momento de adrenalina y riesgo y desobediencia juvenil. Eran invencibles y ellas lo sabían con solo verse al espejo.
Tres intensos toques de cada una. Las cenizas se terminaban yendo con el agua en el lavabo. La colilla -si es que dejaban colilla-, la perdían bien en el sanitario o entre los papeles con manchas del bote de basura.
El guardia las miraba salir y las miraba reírse, empujarse, juguetear y subir las escaleras tomadas de las manos. Había veces que recibía una mirada coqueta, una sonrisa insinuante y enseguida una burla sonora. Las observaba bien sólo unos momentos pero le era suficiente para recordarlas el resto del turno, en el trayecto, mientras cenaba en su casa y mientras se encerraba en el baño para cumplirle al deseo, aunque fuera solamente de una manera imaginaria y metafórica, de lo más lejana posible.
Justo al lado de donde terminaban las escaleras del palacio estaba la sala de proyecciones. Las dos entraban, todavía tomadas de las manos, y elegían lugares en la fila de atrás. Ahí su risa molestaba menos a los demás, pues se podía esconder, disimular entre la oscuridad y los rincones. También porque podían pasar desapercibidas cuando, a mediación de la película, salían al baño, volvían a encerrarse y fumaban otra vez, aunque con mayor soltura y lentitud en esta ocasión.
Eran dos cada martes. Era uno antes y uno a la mitad, ya que las películas de autor duraban más y el efecto solía esfumarse cuando empezaba la parte dramática.
Era entonces cuando parecía llegar lo mejor. Dependiendo del caso, reían explosivamente o lloraban caudales. Pocas veces sucedía algo distinto, que era cuando no entendían la película, ahí entonces permanecían sentadas inmóviles, mirando la pared blanca con la proyección titubeante, una con la boca abierta y otra haciendo un gesto con la lengua, rozándose la orilla del labio en señal de confusión. Una vez terminado el filme, las luces se encendían, la música se activaba, los asistentes abandonaban el lugar y ellas continuaban sentadas, sin mirar otra cosa que la pared, con la cabeza quién sabe en dónde. Así hasta que el encargado de la sala se aproximaba y, entre queriendo y no, las despertaba de su trance y les decía que era hora de cerrar.
Bajaban las escaleras tomadas de la mano. A esas horas era turno de otro guardia, uno algo despistado que cuando pasaban muy apenas las veía salir, por lo que se ahorraban los juegos insinuantes.
Al otro lado de la plaza estaba Famsa, y afuera, a pesar de las 10 u 11 de la noche que pudieran ser, se veía el humo y las luces rojiblancas de un carrito de hot-dogs. Pedían uno grande para cada una. Papas a la francesa, Coca-Cola en lata y chiles en vinagre. Muchos.
Para entonces, como ya el trance había pasado, se animaban la una a la otra, se llenaban de energías y volvían caminando a casa, soportando uno que otro grito sucio, uno que otro piropo maloliente.
A esas horas, la calle Washington lucía siempre desierta. Desierta y dejada y sucia, con alguna máscara de luchador desgastada tirada en el pavimento, la cáscara aplastada de una fruta en el cordón de la banqueta o una escurridiza rata que al sentir compañía salía disparada y desaparecía en el hueco de alguna alcantarilla.
Caminaban porque querían. A veces todavía degustando el hot-dog. A veces solamente con el resabio a cebolla y salsa catsup. Los dedos despidiendo el aroma de los jalapeños en vinagre. La lengua desconfiada buscando entre las muelas restos de pan. Charlaban de la película, le hubieran entendido o no, y si una de las dos daba con alguna migaja húmeda hacía una pausa para rotarla por la boca, ponerla en posición y engullirla después. Escupirla jamás.
Al llegar a Venustiano Carranza, en la gasolinería, regalaban una sonrisa y pedían permiso para abrir la llave del agua. Se humedecían las manos. Un acto de lavarlas sin lavarlas. Seguían sucias, pero el efecto de una limpieza imaginaria alcanzaba para las dos cuadras que faltaban para llegar a casa.

No hay comentarios: