—Al camión no entra la bici, joven.— le espetó, cortante y de sopetón, el malhumorado chofer, y entonces miró cómo los pasajeros lo observaban con rostros indiferentes, una anciana, una mujer cargando a un bebé, un obrero, de pie en el pasillo, que cargaba con una bolsa de plástico color negro.
—Voy a Lomas, es aquí cerquita. Hágame el paro, no hay que ser.— exclamó el chico, arqueando las cejas, arrugando un algo la cara, inequívoca señal de auxilio y cuasi derrota.
—Me multan, joven. No se puede— dijo el chofer, al momento en que accionó uno de los botones de los controles, el cual hizo que la puerta delantera se cerrara.
A través del sucio cristal, el de la puerta y el de las ventanas, miró a los pasajeros, quienes también lo miraban, devolviéndole el favor de observarse con extrañeza, como tratando de compensar que diferían en sentimientos, tan lastimosos y derrotados los de él y tan lejanos y fríos los de ellos.
Se escuchó un estruendo e, inmediatamente, el camión arrancó. El chico dio unos pasos hacia atrás y, no sin trabas ni esfuerzo, pues cargaba la bicicleta, volvió a subir a la acera, desde donde vio marcharse al colectivo, lleno de caras y ojos que se esforzaban para continuar mirándolo de curiosa forma, estirando el cuello, encogiendo los párpados.
El sol le pegaba en el rostro y la gris nube de humo que dejó el camión le incomodó, aun más, la vista, por lo que con ojos entrecerrados miró a lo lejos de la avenida, con la remota —remotísima— esperanza de que apareciera otro colectivo de la misma ruta, lo que se antojaba improbable, y descubrió sobre el horizonte del asfalto a todo tipo de autos y taxis, inclusive camiones de diferentes rutas, exceptuando de la que él esperaba.
Miró su reloj pulsera. Era tarde. Lo advirtió al momento. Soltó un resoplido, un suspiro de resignación y chasqueó los dientes. Colocó en posición la bicicleta, la montó y comenzó a pedalear. Antes de llegar a la primer cuadra, un camión, uno de la ruta que él esperaba, lo rebasó, mientras, de nuevo, los pasajeros lo miraban con detenimiento y estupor, como si fuese él una especie extraña, ajena, al universo de ellos. Él intentó mirarlos de la misma manera pero no lo consiguió, todavía afectado por el comportamiento del chofer y por la repentina sorpresa de que, así, tan inmediato, hubiera pasado otro camión de la misma ruta.
Continuó pedaleando. A la primer calle dobló a la derecha, pensando en tomar un atajo. Se adentró en las angostas y empedradas calles del centro. Le pareció más tranquilo tal trayecto, pues, al menos a esa hora de la mañana, eran escasos los automóviles que transitaban por el lugar, además de que los autobuses de transporte colectivo no circulaban por esas calles.
Luego de avanzar varias manzanas, la calle por la que avanzaba comenzó a convertirse en una ligera pendiente. Ya no ocupaba pedalear. Era como dejar llevarse por la inercia y, ahora sí, recibir el frío viento en la cara, el viento veraniego de la ciudad que parecía despertarlo con ligeras bofetadas de aire.
Siguió. Aceleró. La inclinación de la calle se hizo más intensa. El viento también. La distancia se acortaba palmo a palmo, metro a metro, piedra a piedra. Fue como si un letrero anunciara que el futuro no estaba ya tan distante. El plan B estaba funcionando y no hacía mucha falta pedalear.
—Voy a Lomas, es aquí cerquita. Hágame el paro, no hay que ser.— exclamó el chico, arqueando las cejas, arrugando un algo la cara, inequívoca señal de auxilio y cuasi derrota.
—Me multan, joven. No se puede— dijo el chofer, al momento en que accionó uno de los botones de los controles, el cual hizo que la puerta delantera se cerrara.
A través del sucio cristal, el de la puerta y el de las ventanas, miró a los pasajeros, quienes también lo miraban, devolviéndole el favor de observarse con extrañeza, como tratando de compensar que diferían en sentimientos, tan lastimosos y derrotados los de él y tan lejanos y fríos los de ellos.
Se escuchó un estruendo e, inmediatamente, el camión arrancó. El chico dio unos pasos hacia atrás y, no sin trabas ni esfuerzo, pues cargaba la bicicleta, volvió a subir a la acera, desde donde vio marcharse al colectivo, lleno de caras y ojos que se esforzaban para continuar mirándolo de curiosa forma, estirando el cuello, encogiendo los párpados.
El sol le pegaba en el rostro y la gris nube de humo que dejó el camión le incomodó, aun más, la vista, por lo que con ojos entrecerrados miró a lo lejos de la avenida, con la remota —remotísima— esperanza de que apareciera otro colectivo de la misma ruta, lo que se antojaba improbable, y descubrió sobre el horizonte del asfalto a todo tipo de autos y taxis, inclusive camiones de diferentes rutas, exceptuando de la que él esperaba.
Miró su reloj pulsera. Era tarde. Lo advirtió al momento. Soltó un resoplido, un suspiro de resignación y chasqueó los dientes. Colocó en posición la bicicleta, la montó y comenzó a pedalear. Antes de llegar a la primer cuadra, un camión, uno de la ruta que él esperaba, lo rebasó, mientras, de nuevo, los pasajeros lo miraban con detenimiento y estupor, como si fuese él una especie extraña, ajena, al universo de ellos. Él intentó mirarlos de la misma manera pero no lo consiguió, todavía afectado por el comportamiento del chofer y por la repentina sorpresa de que, así, tan inmediato, hubiera pasado otro camión de la misma ruta.
Continuó pedaleando. A la primer calle dobló a la derecha, pensando en tomar un atajo. Se adentró en las angostas y empedradas calles del centro. Le pareció más tranquilo tal trayecto, pues, al menos a esa hora de la mañana, eran escasos los automóviles que transitaban por el lugar, además de que los autobuses de transporte colectivo no circulaban por esas calles.
Luego de avanzar varias manzanas, la calle por la que avanzaba comenzó a convertirse en una ligera pendiente. Ya no ocupaba pedalear. Era como dejar llevarse por la inercia y, ahora sí, recibir el frío viento en la cara, el viento veraniego de la ciudad que parecía despertarlo con ligeras bofetadas de aire.
Siguió. Aceleró. La inclinación de la calle se hizo más intensa. El viento también. La distancia se acortaba palmo a palmo, metro a metro, piedra a piedra. Fue como si un letrero anunciara que el futuro no estaba ya tan distante. El plan B estaba funcionando y no hacía mucha falta pedalear.
No hay comentarios:
Publicar un comentario