Al mirar la
hora en el teléfono celular advertí que tenía una llamada perdida. Dirigí la
mirada hacia las mesitas de noche. Observé con cuidado los accidentados
relieves del edredón. Con la vista como la luz de un helicóptero buscando a un
fugitivo, recorrí cada centímetro del escritorio, buscando entre papeles,
plumas y lápices, pero nada; la había perdido de verdad. Un tanto alarmado, me
asomé al clóset, abrí los cajones de las mesitas y los de la cómoda, levanté la
almohada y el colchón. Arrastré la cama y la alejé unos cuantos centímetros de
la pared, con la esperanza de que la llamada estuviese atascada entre la base
de madera y el muro, pero no encontré más que pelusas y una peineta de mi ex
mujer. Contemplé nervioso la pantalla del aparato, anunciándome incesante la
pérdida. Estaba colmándome de angustia como una cubeta olvidada bajo el grifo
abierto cuando escuché que el teléfono de la sala timbró. En el impulso, lancé
el celular a la cama y salí disparado hacia la mesita de centro que nos había
regalado mi ex suegra en agosto del 99 para que ‘el departamento no se viera
tan triste’. Contesté agitado y con la voz entrecortada, emocionado por haber
encontrado lo que había perdido, pero me sorprendió el sonido intermitente de
quien acaba de colgar. Me coloqué las manos en la cintura. Recordé a mi ex
mujer diciendo que cuando trato de concentrarme adopto esa posición. Suspiré
decepcionado, así que dejé el aparato y me senté en el sillón, esperanzándome a
una nueva oportunidad. Pasaron varios minutos y, entre el vacío y la angustia,
sentí unas incontenibles ganas de llorar, por lo que descargué los lagrimales
como un niño, y, como un niño también, caí dormido después del llanto. Me
despertó un sobresalto como el de una noticia que has esperado mucho tiempo,
pues por el pasillo se asomó flotando el ringtone del teléfono celular. Aunque
tambaleante por la somnolencia, de un salto llegué a la habitación, pero el
resultado fue el mismo, pues al contestar, la llamada se había fugado ya. Me
recosté y abracé la almohada de mi ex mujer, en la cual todavía nadaban algunos
de sus cabellos. Me invadió una congoja como de domingo a la tarde y un rato
después se convirtió en un vacío como de domingo a la noche. Intenté dormir
pero no lo conseguí, ya que minutos después comenzó a timbrar el teléfono de la
sala. Una y otra vez y cada vez más fuerte, al grado de que en determinado
momento me pareció de mal gusto, así que me paré, caminé despacio por el
pasillo como un niño atemorizado y al llegar frente a la mesa que había sido
uno de los primeros obsequios de bodas sólo observé al aparato timbrar. Vibraba
ligeramente y el sonido me pareció como el de un ave robotizada. Me pregunté si
sería esa llamada la que había extraviado, teniendo ahora la oportunidad de
recuperarla y guardarla en el bolso interior del saco o en mi cartera o bajo
llave para siempre. Un pensamiento fugaz me cruzó la mente e imaginé el rostro
de mi ex mujer asomándose tras los diminutos orificios de la bocina del auricular.
En un movimiento impulsivo extendí el brazo y contesté, pero el sonido al otro
lado fue el mismo desalentador que había oído antes. Permanecí de pie en la
sala con el aparato en la mano viendo por la ventana. Escuché a la distancia un
timbre que no reconocí, por lo que estuve seguro que no era mío. Sonó un par de
veces y la voz del vecino se alzó para contestar efusivamente y dar palabras de
aprecio en un tono festivo que me llenó de rabia. Me acerqué a la puerta de
entrada y por la mirilla lo observé salir de su departamento con una sonrisa
que le cruzaba el rostro. Volví a la ventana solamente para esperar unos
segundos y cuando lo vi dejar atrás el edificio, le lancé un envase de cerveza
que cayó en medio de los arbustos de la acera, los cuales amortiguaron la
caída, silenciándola y haciendo que mi vecino no se diera por enterado. Llevo
tres días mirando la calle y los teléfonos no han vuelto a sonar. Quizá el
perdido sea yo.
1.8.13
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