1.8.13

Llamaradas Perdidas


Al mirar la hora en el teléfono celular advertí que tenía una llamada perdida. Dirigí la mirada hacia las mesitas de noche. Observé con cuidado los accidentados relieves del edredón. Con la vista como la luz de un helicóptero buscando a un fugitivo, recorrí cada centímetro del escritorio, buscando entre papeles, plumas y lápices, pero nada; la había perdido de verdad. Un tanto alarmado, me asomé al clóset, abrí los cajones de las mesitas y los de la cómoda, levanté la almohada y el colchón. Arrastré la cama y la alejé unos cuantos centímetros de la pared, con la esperanza de que la llamada estuviese atascada entre la base de madera y el muro, pero no encontré más que pelusas y una peineta de mi ex mujer. Contemplé nervioso la pantalla del aparato, anunciándome incesante la pérdida. Estaba colmándome de angustia como una cubeta olvidada bajo el grifo abierto cuando escuché que el teléfono de la sala timbró. En el impulso, lancé el celular a la cama y salí disparado hacia la mesita de centro que nos había regalado mi ex suegra en agosto del 99 para que ‘el departamento no se viera tan triste’. Contesté agitado y con la voz entrecortada, emocionado por haber encontrado lo que había perdido, pero me sorprendió el sonido intermitente de quien acaba de colgar. Me coloqué las manos en la cintura. Recordé a mi ex mujer diciendo que cuando trato de concentrarme adopto esa posición. Suspiré decepcionado, así que dejé el aparato y me senté en el sillón, esperanzándome a una nueva oportunidad. Pasaron varios minutos y, entre el vacío y la angustia, sentí unas incontenibles ganas de llorar, por lo que descargué los lagrimales como un niño, y, como un niño también, caí dormido después del llanto. Me despertó un sobresalto como el de una noticia que has esperado mucho tiempo, pues por el pasillo se asomó flotando el ringtone del teléfono celular. Aunque tambaleante por la somnolencia, de un salto llegué a la habitación, pero el resultado fue el mismo, pues al contestar, la llamada se había fugado ya. Me recosté y abracé la almohada de mi ex mujer, en la cual todavía nadaban algunos de sus cabellos. Me invadió una congoja como de domingo a la tarde y un rato después se convirtió en un vacío como de domingo a la noche. Intenté dormir pero no lo conseguí, ya que minutos después comenzó a timbrar el teléfono de la sala. Una y otra vez y cada vez más fuerte, al grado de que en determinado momento me pareció de mal gusto, así que me paré, caminé despacio por el pasillo como un niño atemorizado y al llegar frente a la mesa que había sido uno de los primeros obsequios de bodas sólo observé al aparato timbrar. Vibraba ligeramente y el sonido me pareció como el de un ave robotizada. Me pregunté si sería esa llamada la que había extraviado, teniendo ahora la oportunidad de recuperarla y guardarla en el bolso interior del saco o en mi cartera o bajo llave para siempre. Un pensamiento fugaz me cruzó la mente e imaginé el rostro de mi ex mujer asomándose tras los diminutos orificios de la bocina del auricular. En un movimiento impulsivo extendí el brazo y contesté, pero el sonido al otro lado fue el mismo desalentador que había oído antes. Permanecí de pie en la sala con el aparato en la mano viendo por la ventana. Escuché a la distancia un timbre que no reconocí, por lo que estuve seguro que no era mío. Sonó un par de veces y la voz del vecino se alzó para contestar efusivamente y dar palabras de aprecio en un tono festivo que me llenó de rabia. Me acerqué a la puerta de entrada y por la mirilla lo observé salir de su departamento con una sonrisa que le cruzaba el rostro. Volví a la ventana solamente para esperar unos segundos y cuando lo vi dejar atrás el edificio, le lancé un envase de cerveza que cayó en medio de los arbustos de la acera, los cuales amortiguaron la caída, silenciándola y haciendo que mi vecino no se diera por enterado. Llevo tres días mirando la calle y los teléfonos no han vuelto a sonar. Quizá el perdido sea yo.

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