La espalda se derrite en sudor cuando el sol y su fuerza aguijoneante se clavan de lleno en ella, mientras camino por una calle amplia, de asfalto deslucido y colmado de grietas, desniveles y relieves que, cual cicatrices de acné en el rostro del impúber, además de incomodar la estética, malogran el buen trazo de mis pies, éstos ya de por sí inyectados del desequilibrio y precariedad propios de la resaca del alcohol. Extraño no es que, siendo domingo a mediodía, suframos el rigor de unos treinta y ocho grados centígrados, situación, además de acostumbrada, en suma medida sofocante y deplorable, de esas que soliviantan, más allá de lo común, los ánimos de los energúmenos citadinos. Dejando atrás los pasos zigzagueantes y dubitativos, ensimismado en el dificultoso afán de construir un nuevo destino a cada movimiento de los músculos, anduve no sé bien si por Lincoln o por Ricardo Covarrubias, rumbos lejanos pero íntimamente parecidos si tomamos en cuenta que la ciudad no es más que una repetición inacabable de sus mismos clichés. El mutismo de los barrios me despertó una sensación de tristeza, soledad, cierta melancolía que se basaba en el olvido de quienes ahí viven, en el muy apenas perceptible respirar de casas, autos, postes de luz mercurial, depósitos gigantes de basura y demás artefactos curiosos y superfluos. Titubeante, cada cinco o diez o veinte segundos torcía el cuello y miraba hacia atrás, anhelante del ruta cuarenta y seis o del veintisiete, del uno o del treinta y cinco. Para el caso es lo mismo, pensé, y seguí caminando, mientras rememoraba los accidentes de la noche anterior, siempre llenos de la casualidad del nómada que se despide de casa sin saber a dónde va o de dónde viene o en qué momento regresará a la rutina de la vida o, para ser más propios con la actual modernidad, a la vida de la rutina. Fue un sábado por la tarde, nublado y coqueto, que invitaba a salir y a tomar posesión de rutas desconocidas, caminos que se van formando según el azar de nuestras vidas. Primero a la Cineteca del Centro de las Artes, donde vi una buena película, francesa quizá, que contaba la historia en reversa, primero el final, al final el principio. Después, en compañía de un amigo que bien pudiese haber sido una amiga o varios amigos o varias amigas, caminé rumbo al metro y abordé el tren que nos llevaría, sin sobresaltos ni anormalidades, sin peleas de pandillas o vómitos de borrachos en el vagón, al centro de Monterrey. De igual forma en la que las almas bajan al infierno, nosotros bajamos del metro, sólo para abordar un ruta uno o un cincuenta u otro cuarenta y seis, de esos que en este momento tanta falta me hacen, para llegar a una fiesta anónima, atiborrada de payasos y otros seres ridículos que, víctimas del mismo efecto que momentos después me embargaría a mí, se torcían y elevaban sus cuerpos a un grado elástico, celebrando cada compás de la canción en turno. Luego, cuando ya la sangre era más alcohol que otra cosa, más suciedad que limpieza, más sordidez que ternura, llegamos, como inmigrantes que buscan alojo, a casa de uno de los compañeros de aventura, o tal vez de desventura. No recordaba cuándo había despertado, sino que repentinamente, sin preludio ni prólogo, me vi caminando bajo el sucio sol de un domingo por la mañana, el mismo que convierte en nada a quienes lavan su automóvil, a quienes caminan a misa, a quienes corren a arrendar películas, a quienes saltan de un canal a otro, a quienes soplan el carbón para la carne asada, a quienes bregan y se hunden en un triste y funesto bricolaje, entonces, tras de mí, sentí el violento vapor del motor del camión, su grueso y tambaleante ronquido, y compuse un silbido desesperanzado al ver que se escapaba. Dos cuadras adelante se detuvo y me esperó mientras corría lento, zarandeando los brazos, oscilando la cabeza, imaginándome unas sincronizadas bañadas en Botanera Especial o unos tacos de barbacoa o de chicharrón, o sea algo que me limpiase de lo amargo de los domingos.
24.4.06
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1 comentario:
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