23.9.06

Reencuentro


Me llamaron para el reencuentro de quienes nos graduamos de primaria en 1969. No pude tomar la llamada, pues en ese momento me encontraba en el trabajo y tampoco pude devolverla a quien llamó, pues en ese entonces laboraba casi dieciocho horas al día, lo que en suma medida me extraía vida personal y tiempo para asuntos propios.
No obstante, gesto amable y atento, dejaron la nota con mi madre, quien, con unos garabatos inusuales, la registró en la libreta para apuntes que todos tenemos junto al teléfono y me la explicó, puesto que fui incapaz de decodificar los trazos errabundos de su mano, mientras yo, con un gesto gris y cansado, dudaba entre aceptar o negar la proposición.
Resolví asistir, ya fuese por curiosidad infantil, ya fuese por auténtica motivación. Ese sábado, día en que estaba citada la fiesta, me desperté temprano, hice luego, en compañía de mi madre y de mi hermana, unas compras para el hogar y, posteriormente, cuando el atardecer comenzaba a entintarse de rojo y el cielo empezaba a ruborizarse, tomé un regaderazo rápido, presto a reconciliarme con el pasado.
Desnudo, frente al amplio espejo del baño, me miré varios minutos, sedado por el ruido de la regadera abierta, con el agua desperdiciándose, como millones de vidas que, en miniatura y a una velocidad impensable, se colisionan con los azulejos, los mosaicos, luego rebotan y son digeridas por la negrura aplastante del resumidero, esa siniestra oscuridad que, todos, en algún momento de la vida, hemos preguntado qué es lo que guarda o esconde, siempre quedándonos con la insistente pero imbatible duda.
Negrura también la del alma, pensé en ese instante, convencido de todo lo que puede una persona cambiar en veintiséis años, incluso, pensé y estuve seguro, que hay quienes en tan poco tiempo pueden cambiar todo lo que a cualquier otro normal le toma treinta o cuarenta años. A mí, por ejemplo, me bastaron veintiséis años para volverme flácido, lento, perdido. Entonces, a manera del ebrio que se alcoholiza para escapar de la realidad, del cocainómano que inhala para huir de lo cotidiano, me perdí en el calor reconfortante del agua.
Apenas a seis calles de mi casa está la primaria donde estudié y frente a ella hay un centro social privado, el cual se le renta al mejor postor a un precio oneroso y absurdo, donde quedaríamos de vernos aquellos que, veintiséis primaveras atrás, compartimos la plenitud de la niñez.
Arribé con modos de extraviado, inseguro o desconcentrado, cual niño que asiste por vez primera al preescolar, y entré al salón de fiestas asignado, el cual, al verlo tan iluminado y cuidadosamente adornado con bellos candiles, me recordó algunas viejas películas europeas, aunque la gente que vi me recordó las fiestas burguesas del cine mexicano.
Luego de que la atmósfera nocturna, elegante y sobria, me recibió con una densa nube de aroma a puro, contemplé, dubitativo, el amplio y engalanado panorama. Entre copas y canapés había ya varia gente de la generación, todos aquellos ex-estudiantes que eran hoy, la mayoría, exitosos empresarios, reconocidos directores de fábricas o, en el más llamativo de los casos, dueños de sus propios negocios, quién sabe si de sus vidas también.
Había esperado verlos igual que yo, tanto física como espiritual como emocionalmente, aunque haya gente, ya sea por escépticos, ya sea por incrédulos o desconfiados, que piensen que tantas deducciones no se pueden extraer con el simple hecho de observar, concienzuda e inteligentemente, a una persona. Esperaba encontrarlos, decía, acabados, envejecidos y maltratados por la vida y sus vicisitudes, con el rostro hundido entre sus propias arrugas, pero raramente, pienso yo, no fue así, pues todos lucían jóvenes y rozagantes, incluso me pareció atisbar leves manchas rojas en sus mejillas, que tanto denotaban felicidad como salud. Era como si el tiempo, en lugar de correr linealmente, hubiese dado una inmensa vuelta en círculo todos estos años, tardando veintiséis abriles en volver al punto de inicio, regresándoles la alegría, la despreocupación y las ganas de vivir a todos y cada uno de mis ex-compañeros de escuela.
Saludé escuetamente a varios de ellos, resistiéndome, notoria aunque infructuosamente, a los efusivos abrazos, saludos de manos y palmadas en la espalda que la mayoría, al parecer, estaban fascinados y hambrientos de dar a todo aquel que llegaba.
Luego, al paso de las copas, al discurrir de los canapés y del tiempo, además de comenzar a reconstruir las amistades y el humor que solíamos tener, empecé a verlos a todos aún más jóvenes, más adolescentes, luego más niños.
Entre el frenesí de tal alucinación, yo también sentí que me estaba volviendo más joven, como si hubiera tomado aquel elíxir de la juventud que todos anhelan pero que nadie ha conseguido, pues una sensación de vitalidad y fortaleza me invadió por completo, con una onda expansiva similar al efecto de una droga que, fulminante, veloz y efectiva, va dejando su huella por cada rincón de mi interior.
Fue tal el inusitado efecto, que comencé, cual imberbe párvulo que sueña despierto, a revivir, dentro de mi mente, aquellos alegres, vívidos y nostálgicos momentos de la niñez, desde el inocente juego de las carreras, los primeros andares en la bicicleta, el fútbol callejero o en el parque o en el patio de la escuela hasta las bromas a las compañeras del salón, incluso a las distintas maestras, y, simultáneamente, imaginé también a todos aquellos hombres y mujeres, ahora trajeados, emperifollados y con incontables obligaciones en la vida, ejerciendo todas las ya mencionadas actividades, como si de pronto, objetos de una jugarreta del tiempo, del espacio y de la realidad, volviésemos a aquella tan feliz y pueril época que fue la infancia.
Fue entonces que, repentinamente, di un suspiro, apuré el vino y copié lo que todos hacían en ese momento, que era pedir teléfonos, direcciones y demás para, como buenos amigos, mantener el contacto en las relaciones.
Horas después, no recuerdo cuántas, ya cuando las servilletas estaban colmadas de teléfonos y los bolígrafos vacíos de tinta, nos despedimos vehementemente. Yo también cedí a los abrazos y palabras de afecto, por real sentimiento o por la pesadez de la ebriedad, no sé bien, y vi salir a todos rumbo a sus respectivos aposentos, puesto que fui uno de los últimos en abandonar el recinto.Mientras los miraba, con unos ojos adormilados pero curiosos, descubrí que ellos, a su manera, también habían cambiado, quizá de una forma más sorpresiva que yo, o al menos más desagradable, más triste. Tal revelación me dejó un sentimiento contradictorio, tanto de compasión como de repugnancia, y cuando llegó mi turno de partir pasé junto a un gran bote de basura y, en un impulso abrupto, irreprimible, arrugué todos los papelitos que guardaban los nombres y teléfonos y los tiré, sólo para advertir, también abandonado ahí, a todo el montón de servilletas que les habían servido de agenda a mis ex-compañeros, todos esos fragmentos de papel que guardaban nombres, direcciones, teléfonos, primero reflejos de la última esperanza de la amistad, ahora lucían como inservibles, sucios y patéticos desechos sin un digno destino. Entonces me dispuse a caminar, cansado y borracho, aunque más borracho que cansado, rumbo a mi casa, pensando que un baño frío no me haría mal.

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