La ciudad, más sola de lo habitual, aunque no más triste que lo de costumbre, lucía también más asequible, más explorable, como si las calles, aceras, puentes, pasos de cebra, hubiesen engrosado su anchura y largor, suavizado sus texturas y maquillado sus defectos, haciéndose más amigables al inseguro y solitario paso de quienes caminaban como extraviados. El sol cambiaba de tono constantemente, incluso parecía navegar por una suave franja de amarillos, naranjas, incluso rosados y, repentinamente, unos delirantes violetas. Una desparpajada navegación a la que también estaban invitadas las nubes, flojas, parsimoniosas, sin prisa ni tensión alguna, ajenas al ritmo (deci)bélico de esta ciudad del conocimiento o coñocimiento o pornocimiento. Las nubes, entonces, para demostrar la exultante relajación de la que eran presas, comenzaron a descargar el divino líquido que, como maná que se desprende de lo alto, caía con fuerza sobre el pavimento, para luego recorrer sinuosas rutas y refugiarse en la oscuridad y en el calor y en la suciedad de las alcantarillas.
8.4.07
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