X salió desde temprano en busca de su propia historia, algo sorprendente, algo digno de contarse, de escribirse o de guardarse en la memoria perpetua. Abordó el ruta 12 rumbo al centro de Monterrey, zona que él veía como la más susceptible a presentarnos grandes acontecimientos. Desde los últimos asientos del camión, observaba a toda la gente que subía y bajaba de éste, seres que bien podrían dirigirse al trabajo como a la escuela, a la farmacia, al parque, a la casa de la abuela. Los miraba con aire distraído y soñador, con una suerte de melancolía, esperando el momento en que la casualidad y lo increíble se encontraran, dando pie a aquello grandioso que iba buscando, esperando.
Antes de que el colectivo terminara de cruzar el Mercado Juárez, X descendió y, con un caminar un tanto inseguro, un tanto incierto, se internó entre las calles atiborradas de puesteros, comerciantes, vendedores de frutas, verduras, ropa usada, calzado barato y pirata. Anduvo respirando el aroma del Mesón Estrella, formado por legumbres podridas y el sudor de la gente que por ahí deambulaba y con la cual a veces, involuntariamente, chocaba a falta de espacio en las apretadas y desgastadas aceras.
Siguió caminando, pisando naranjas mil veces aplastadas, aspirando el tufo agrio y grosero al olfato, sin perder la fe, ignorando qué pasaría, pero sin dudar un segundo de que algo, ya fuera bueno, ya fuera malo, sucedería repentinamente, sin anuncio previo, sin decir agua va, agua viene. Todos tienen su historia, es así como se forman las noticias y los infortunios, los héroes y los villanos, es sólo cuestión de saber buscar y de atinar en la indagación. Desviada, al parecer, va la de X, pues el colorido, ajetreado y escandaloso mercado no deja entrever algo atípico, infrecuente, que pueda simular el inicio de algo notable. Si bien nacen las historias de algo que puede ser trivial o común, necesitan siempre de esa chispa, ese sazón de anormalidad o de magia que venga a convertirlas en grandes obras, en ejemplares artísticos.
X, al advertir que del Mercado Juárez no se puede extraer nada, al menos no hoy, ha salido caminando a la avenida Juárez, donde tomó el primer camión que pasó, para luego bajarse en la esquina con la calle Morelos. Él ya ha leído muchos libros, visto infinidad de películas, observado cantidad de obras teatrales y escuchado abundancia de canciones, así las cosas, cree que es tiempo de escribir y expresar su propia historia, no inventada, pues prefiere vivirla, para después, con amplia riqueza de detalles y cuidadosamente pormenorizada, contarla y, si bien le va, despertar sensaciones sublimes como las buenas obras de arte hacen, como las sensaciones que a él le ha tocado experimentar. Hasta estos límites es capaz de llegar la voluntad de un ser humano que se busca y se cree distinto.
Caminó X por la calle Morelos, con el ansia de un reportero que persigue la nota, de un detective que olfatea al ladrón perdido, de un director cuando hace audiciones. Extravió sus pasos entre la muchedumbre que se perdía entre vanos deseos y falsas ilusiones, mirando escaparates, envidiando maniquís, gente deseando ser otra persona y vivir una vida distinta. Cuando X observó a aquella chica de mirada ensimismada y cautivante, creyó que lo que esperaba estaba a punto de suceder, pero, en el clímax de la emoción, provocada ésta por la infundada creencia de que su historia estaba a punto de comenzar, tropezó con un indigente que mendigaba monedas, trastabilló y, en la confusión, acrecentada por el asfixiante tumulto de gente, perdió de vista a la chica a quien ya imaginaba como actriz. Nunca en su vida la volvería a ver.
Ligeramente desilusionado, angustiado, dirigió sus pasos hacia el Barrio Antiguo, que, conforme la noche asomaba lenta y sigilosa, se convertía en un Sodoma y Gomorra delineado por la vanguardia y la moda, por la perdición y el consumismo. Tampoco sucedió nada. La vista se le perdía en el infinito, en la abstracción. Exploró también, errabundo, el Parque Fundidora, Avenida Colón, la Calzada Madero, finalmente la zona baja de la Chepevera, rumbo al Obispado, pero nada destacable se alzó sobre lo común, lo trivial.
Observó ebrios al salir de las cantinas, putas ofreciendo sus servicios, parejas de mancebos que se amaban en la vía pública, párvulos jugando fútbol en la calle, hombres trajeados o mujeres uniformadas, policías, taxistas de mierda, no sabía si verlos como extras de un largometraje, personajes ínfimos de una novela, escenografía de un teatro, sopranos de un coro.
Cuando ya era tarde, X subió al metro y, con una todavía muy ligera esperanza, perdida en el horizonte de sus pensamientos y sus sensaciones, miró detenidamente a los pasajeros que se movían o temblaban o bailaban al vaivén del vagón, esperando identificar el preámbulo a su historia, más que su historia, la historia de la ciudad, de lo urbano, de su poesía, de su caos.
Al fin descendió y caminó rumbo a casa. Luego de arribar, encendió el computador, resuelto a dar forma a la historia que, aún no encontrada, sabía que existía, sabía a punto de revelársele. X pensó que al terminar, la podría publicar en su blog y que, ya con más edad, ya más vivido, podría ser escritor, o cineasta, o músico, o director, pero en su casa se burlaron de él. Entonces, víctima de tal atropello sentimental, tan cruel y tan insensible, comenzó a embriagarse en cantinas, dormir con putas, asaltar a taxistas de mierda, violar a mancebos que se creían amantes de la calle y de su folklore, hasta que un día, cuando ya las piernas estaban cansadas de huir y el espíritu de llenarse de un vacío insoportable, la policía lo detuvo, mientras hombres de traje, mujeres de uniforme y niños futbolistas lo miraban con semblante indignado y despectivo, pero al mismo tiempo burlón.
Antes de que el colectivo terminara de cruzar el Mercado Juárez, X descendió y, con un caminar un tanto inseguro, un tanto incierto, se internó entre las calles atiborradas de puesteros, comerciantes, vendedores de frutas, verduras, ropa usada, calzado barato y pirata. Anduvo respirando el aroma del Mesón Estrella, formado por legumbres podridas y el sudor de la gente que por ahí deambulaba y con la cual a veces, involuntariamente, chocaba a falta de espacio en las apretadas y desgastadas aceras.
Siguió caminando, pisando naranjas mil veces aplastadas, aspirando el tufo agrio y grosero al olfato, sin perder la fe, ignorando qué pasaría, pero sin dudar un segundo de que algo, ya fuera bueno, ya fuera malo, sucedería repentinamente, sin anuncio previo, sin decir agua va, agua viene. Todos tienen su historia, es así como se forman las noticias y los infortunios, los héroes y los villanos, es sólo cuestión de saber buscar y de atinar en la indagación. Desviada, al parecer, va la de X, pues el colorido, ajetreado y escandaloso mercado no deja entrever algo atípico, infrecuente, que pueda simular el inicio de algo notable. Si bien nacen las historias de algo que puede ser trivial o común, necesitan siempre de esa chispa, ese sazón de anormalidad o de magia que venga a convertirlas en grandes obras, en ejemplares artísticos.
X, al advertir que del Mercado Juárez no se puede extraer nada, al menos no hoy, ha salido caminando a la avenida Juárez, donde tomó el primer camión que pasó, para luego bajarse en la esquina con la calle Morelos. Él ya ha leído muchos libros, visto infinidad de películas, observado cantidad de obras teatrales y escuchado abundancia de canciones, así las cosas, cree que es tiempo de escribir y expresar su propia historia, no inventada, pues prefiere vivirla, para después, con amplia riqueza de detalles y cuidadosamente pormenorizada, contarla y, si bien le va, despertar sensaciones sublimes como las buenas obras de arte hacen, como las sensaciones que a él le ha tocado experimentar. Hasta estos límites es capaz de llegar la voluntad de un ser humano que se busca y se cree distinto.
Caminó X por la calle Morelos, con el ansia de un reportero que persigue la nota, de un detective que olfatea al ladrón perdido, de un director cuando hace audiciones. Extravió sus pasos entre la muchedumbre que se perdía entre vanos deseos y falsas ilusiones, mirando escaparates, envidiando maniquís, gente deseando ser otra persona y vivir una vida distinta. Cuando X observó a aquella chica de mirada ensimismada y cautivante, creyó que lo que esperaba estaba a punto de suceder, pero, en el clímax de la emoción, provocada ésta por la infundada creencia de que su historia estaba a punto de comenzar, tropezó con un indigente que mendigaba monedas, trastabilló y, en la confusión, acrecentada por el asfixiante tumulto de gente, perdió de vista a la chica a quien ya imaginaba como actriz. Nunca en su vida la volvería a ver.
Ligeramente desilusionado, angustiado, dirigió sus pasos hacia el Barrio Antiguo, que, conforme la noche asomaba lenta y sigilosa, se convertía en un Sodoma y Gomorra delineado por la vanguardia y la moda, por la perdición y el consumismo. Tampoco sucedió nada. La vista se le perdía en el infinito, en la abstracción. Exploró también, errabundo, el Parque Fundidora, Avenida Colón, la Calzada Madero, finalmente la zona baja de la Chepevera, rumbo al Obispado, pero nada destacable se alzó sobre lo común, lo trivial.
Observó ebrios al salir de las cantinas, putas ofreciendo sus servicios, parejas de mancebos que se amaban en la vía pública, párvulos jugando fútbol en la calle, hombres trajeados o mujeres uniformadas, policías, taxistas de mierda, no sabía si verlos como extras de un largometraje, personajes ínfimos de una novela, escenografía de un teatro, sopranos de un coro.
Cuando ya era tarde, X subió al metro y, con una todavía muy ligera esperanza, perdida en el horizonte de sus pensamientos y sus sensaciones, miró detenidamente a los pasajeros que se movían o temblaban o bailaban al vaivén del vagón, esperando identificar el preámbulo a su historia, más que su historia, la historia de la ciudad, de lo urbano, de su poesía, de su caos.
Al fin descendió y caminó rumbo a casa. Luego de arribar, encendió el computador, resuelto a dar forma a la historia que, aún no encontrada, sabía que existía, sabía a punto de revelársele. X pensó que al terminar, la podría publicar en su blog y que, ya con más edad, ya más vivido, podría ser escritor, o cineasta, o músico, o director, pero en su casa se burlaron de él. Entonces, víctima de tal atropello sentimental, tan cruel y tan insensible, comenzó a embriagarse en cantinas, dormir con putas, asaltar a taxistas de mierda, violar a mancebos que se creían amantes de la calle y de su folklore, hasta que un día, cuando ya las piernas estaban cansadas de huir y el espíritu de llenarse de un vacío insoportable, la policía lo detuvo, mientras hombres de traje, mujeres de uniforme y niños futbolistas lo miraban con semblante indignado y despectivo, pero al mismo tiempo burlón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario