Mientras se rascaba descubrió que las cicatrices de su cuerpo correspondían, todas y cada una, a un recuerdo en especial en su mente, de manera que la marca en el antebrazo izquierdo, al rascarla, le traía a la cabeza el recuerdo de cuando cayó de la bicicleta, y cuando tocaba la que tenía en la cabeza, muy escondida tras los descuidados y abultados rizos, le brindaba el momento en que, en un inocente pero grave descuido, cuando buscaba un tapón de pluma que había rodado en el piso, se golpeó con el cajón del escritorio que de niño usaba.
Cuando se dio cuenta de la anormal y por demás singular cualidad, no dejaba de explorar cada rincón de su humanidad en busca de nuevas, olvidadas o desadvertidas cicatrices que pudiesen despertarle antiguos recuerdos, esclarecerle la mente, organizarle la caótica conciencia.
Si notaba una marca nueva, tenía que estimularla, hacerla vivir por medio de la sensibilidad, casi siempre del dolor, para que, en consecuencia, hiciese brotar ese recuerdo que le respectaba. La mayoría de las veces lo conseguía rascándose, rozando ese pequeño y casi insignificante espacio de piel que la cicatriz dibujaba en relieve, deformaba, a veces arrugándola, a veces estirándola, hasta alcanzar en ella una textura distinta y anormal, que, si las otras pieles fueran como nosotros los humanos, seguramente, con desdén y repugnancia, discriminarían cruelmente. Otras veces, las menos afortunadas, cuando la cicatriz era ya una mancha de piel insensible y sin respuesta, tenía él que llegar a los extremos del doloroso pellizco o a las bárbaras punzadas de una aguja o alfiler para que su concerniente recuerdo se pudiese levantar de la lápida del olvido, resucitando como resucitó alguien más al tercer día.
Después de llegar a saber qué recuerdo pertenecía a qué cicatriz, o viceversa, una lacerante e insistente duda le alarmó en la mente, preguntándose qué sucedería cuando, causa de un accidente, causa de propia enfermedad mental y/o física, llegara a tener amnesia, quizá podría despedirse de las múltiples marcas que le atiborraban la piel, o qué pasaría en el remoto pero latente, aunque no probable, caso de que una cicatriz cualquiera le desapareciera. Se preguntaba si, paralelamente, hubiese otro modo de recobrar esos recuerdos que simulaban estar extraviados perennemente.
Cierto día compró, en una farmacia económica para gente económica, una crema, no tan económica, que prometía borrar las escaras donde fuese aplicada.
Ya en casa, tanteó varias cicatrices, identificando sus correspondientes memorias. Una le recordaba aquel día en que, por gentil benevolencia, ayudó a su madre a cortar cebolla y terminó cortándose el dedo, conociendo el tibio correr de la sangre entre su mano. Otra escara, una más dolorosa, le rememoraba cuando su padre, violento a causa del trastorno demencial que en algunos provoca el alcohol, lo golpeó injustificada e inhumanamente.
Encontró seductor y confortante el borrar ese agrio y desazonador recuerdo de su mente y aplicó la crema con la abundancia y frecuencia que la guía sugería. Unos días después, no recordaba haber tenido cicatriz en ese lugar, ni recuerdo de aquella escena.
Llegó a pensar que, mediante cuidadosa y detenida eliminación de no gratos recuerdos, podría, de alguna manera, limpiar la mente y el pasado, para recomenzar quizá con nuevos bríos, con recargadas fuerzas y tonificados ánimos, pues bien sabido es que las experiencias y consecuentemente los recuerdos, son, en buena parte, sustanciales artífices de toda infelicidad, pues de todas ellas y de todos ellos se derivan, nacen y reproducen las nostalgias, melancolías y tristezas, trastornos, angustias y demás desórdenes perjudiciales.
Comenzó entonces a depurar su piel y su conciencia. Ya no recordaba aquellos barbarismos de la vida, como los maltratos familiares o las golpizas de las que era víctima en la escuela.
Cuando finalizó era otro, más limpio, renovado, equilibrado, feliz.
Un día, mientras la estilista le cortaba el cabello, le preguntó qué le había causado esa cicatriz en la nuca, pero él no lo recordaba. Le pidió a la mujer que le pellizcara la marca desconocida pero aún así no consiguió alcanzar el recuerdo tocante. En su lugar, le vino a la mente la extraña cualidad que tenía y que los otros, desdichados ellos, carecían. Pensó en contarle todo a ella, que era hermosa, pero, finalmente, con la actitud de un niño que mira a los ojos a su amor platónico y se acobarda, prefirió guardar silencio.
Al arribar a casa, cubrió aquella cicatriz de la nuca, que él concebía como inútil y vacía, con la crema que las borraba. Unos días luego, cuando la marca desapareció, olvidó que tenía aquella capacidad de hilar y manipular recuerdos y cicatrices. Jamás lo recordó y comenzó entonces a vivir como cualquier otro.
Cuando se dio cuenta de la anormal y por demás singular cualidad, no dejaba de explorar cada rincón de su humanidad en busca de nuevas, olvidadas o desadvertidas cicatrices que pudiesen despertarle antiguos recuerdos, esclarecerle la mente, organizarle la caótica conciencia.
Si notaba una marca nueva, tenía que estimularla, hacerla vivir por medio de la sensibilidad, casi siempre del dolor, para que, en consecuencia, hiciese brotar ese recuerdo que le respectaba. La mayoría de las veces lo conseguía rascándose, rozando ese pequeño y casi insignificante espacio de piel que la cicatriz dibujaba en relieve, deformaba, a veces arrugándola, a veces estirándola, hasta alcanzar en ella una textura distinta y anormal, que, si las otras pieles fueran como nosotros los humanos, seguramente, con desdén y repugnancia, discriminarían cruelmente. Otras veces, las menos afortunadas, cuando la cicatriz era ya una mancha de piel insensible y sin respuesta, tenía él que llegar a los extremos del doloroso pellizco o a las bárbaras punzadas de una aguja o alfiler para que su concerniente recuerdo se pudiese levantar de la lápida del olvido, resucitando como resucitó alguien más al tercer día.
Después de llegar a saber qué recuerdo pertenecía a qué cicatriz, o viceversa, una lacerante e insistente duda le alarmó en la mente, preguntándose qué sucedería cuando, causa de un accidente, causa de propia enfermedad mental y/o física, llegara a tener amnesia, quizá podría despedirse de las múltiples marcas que le atiborraban la piel, o qué pasaría en el remoto pero latente, aunque no probable, caso de que una cicatriz cualquiera le desapareciera. Se preguntaba si, paralelamente, hubiese otro modo de recobrar esos recuerdos que simulaban estar extraviados perennemente.
Cierto día compró, en una farmacia económica para gente económica, una crema, no tan económica, que prometía borrar las escaras donde fuese aplicada.
Ya en casa, tanteó varias cicatrices, identificando sus correspondientes memorias. Una le recordaba aquel día en que, por gentil benevolencia, ayudó a su madre a cortar cebolla y terminó cortándose el dedo, conociendo el tibio correr de la sangre entre su mano. Otra escara, una más dolorosa, le rememoraba cuando su padre, violento a causa del trastorno demencial que en algunos provoca el alcohol, lo golpeó injustificada e inhumanamente.
Encontró seductor y confortante el borrar ese agrio y desazonador recuerdo de su mente y aplicó la crema con la abundancia y frecuencia que la guía sugería. Unos días después, no recordaba haber tenido cicatriz en ese lugar, ni recuerdo de aquella escena.
Llegó a pensar que, mediante cuidadosa y detenida eliminación de no gratos recuerdos, podría, de alguna manera, limpiar la mente y el pasado, para recomenzar quizá con nuevos bríos, con recargadas fuerzas y tonificados ánimos, pues bien sabido es que las experiencias y consecuentemente los recuerdos, son, en buena parte, sustanciales artífices de toda infelicidad, pues de todas ellas y de todos ellos se derivan, nacen y reproducen las nostalgias, melancolías y tristezas, trastornos, angustias y demás desórdenes perjudiciales.
Comenzó entonces a depurar su piel y su conciencia. Ya no recordaba aquellos barbarismos de la vida, como los maltratos familiares o las golpizas de las que era víctima en la escuela.
Cuando finalizó era otro, más limpio, renovado, equilibrado, feliz.
Un día, mientras la estilista le cortaba el cabello, le preguntó qué le había causado esa cicatriz en la nuca, pero él no lo recordaba. Le pidió a la mujer que le pellizcara la marca desconocida pero aún así no consiguió alcanzar el recuerdo tocante. En su lugar, le vino a la mente la extraña cualidad que tenía y que los otros, desdichados ellos, carecían. Pensó en contarle todo a ella, que era hermosa, pero, finalmente, con la actitud de un niño que mira a los ojos a su amor platónico y se acobarda, prefirió guardar silencio.
Al arribar a casa, cubrió aquella cicatriz de la nuca, que él concebía como inútil y vacía, con la crema que las borraba. Unos días luego, cuando la marca desapareció, olvidó que tenía aquella capacidad de hilar y manipular recuerdos y cicatrices. Jamás lo recordó y comenzó entonces a vivir como cualquier otro.
1 comentario:
que prosa!
que manejo del castellano!
que bárbaro!
plucky
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