Primer Verso
El miedo que X sintió aquella noche y que, hundido en el sofá mientras miraba televisión, le recorrió cada palmo de la piel, lo alcanzó a percibir extraño, diferente a todos los anteriores miedos que, desde hacía mucho, y como la normal debilidad que es en el humano, lo habían sorprendido en distintas situaciones, ante el riesgo de perder el empleo, ante la probabilidad de quedarse sin dinero, ante la acechanza de permanecer soltero.
Ese miedo nocturno, al que notó extraño y singular, ajeno y atípico, repentinamente le coaguló la sangre y le inflamó los pulmones, a tal grado que con un tembloroso pulgar apagó el televisor para, luego de alcanzar un grado de concentración más alto y, quizá también más eficaz, tratar de encontrar el artífice de aquella rara sensación. El silencio de su hogar, solamente quebrantado por el lejano murmullo de los coches que en la avenida Garza Sada corrían como energúmenos, pareció también ensimismarse en el acelerado golpeteo del corazón, en la cada vez menos rítmica y más discordante cadencia respiratoria, a manera de alguien que, intentando encontrar el origen de un sonido, pausa la respiración y aguza el oído.
No logró descifrar nada, pues el insólito temor parecía haberse ido, o, al menos, haberse calmado, escondido, disfrazado de tranquilidad.
Encendió de nuevo el televisor y recomenzó a ver las noticias, esperando la sección de los deportes, no ya por especial atracción a cierto deporte o a cierto equipo de fútbol, sino ser ésa la sección que parecía tolerar más. Tanta nota roja, tanta información superflua, pensaba, llegará en algún momento a hacer de los televidentes unos insanos, insensibles y violentos, en el lejano caso de que no lo sean ya.
Dejó prendida la televisión y se irguió del sofá, tomó luego el plato donde antes hubiesen estado unas hamburguesas, no hechas por él, sino por aquel puestero de enfrente que de eso vive, lo depositó en el fregadero y lo abandonó a su suerte, a su mugre y a su grasa, escaso de ánimos para lavar ese y todos los demás platos, vasos, cubiertos que, estoicos y pacientes, esperan el maná de la limpieza, típica escena de un departamento de alguien quien vive solo, con un buen nivel de vida, pero solo al fin. Pensó que podría ese desánimo ser el nocivo efecto de aquel temor repentino, como la resaca que deja la borrachera o los destrozos con que se despide un huracán, pero no le dio mucha relevancia y regresó a la sala de estar.
Cuando entró, entrevistaban a la madre de un joven que había fallecido en un percance automovilístico, la cual, incontenible e inconsolable, se hundía en lágrimas y sollozos, poco capaz de hablar coherente e inteligiblemente, pero se obligaba a intentarlo, ante la necedad e imprudencia del reportero. El cuadro le pareció a X totalmente indignante, deplorable, por un lado la tragedia, la pequeñez e impotencia de quien intenta soportarla, por otro la nula ética de quien trabaja, la poca sensibilidad de quien va dejando, poco a poco, de parecer humano, de tener escrúpulos, buen tacto o sentimientos.
Eran casi las diez de la noche y la sección deportiva no hacía aparición, entonces X apagó el aparato con el mismo pulgar con el que la había apagado anteriormente, el mismo dedo antes tembloroso y ahora firme, poco se puede creer que ese que se ve ahora tan responsable, tan recio y seguro, es el mismo que, tremoso, y también sudoroso, cualidad en la que X no había reparado hasta ahora, dudó tanto en apagarla hace un momento, envuelto, sí, en la cálida y asfixiante ola de ese curioso temor.
Apagado el televisor y la luz de la sala, X se ha ido a su cuarto, donde ahora muda de ropa y se viste con un conjunto deportivo que sólo usa para dormir, como si eso fuera el mejor deporte, el más seguro tal vez, pero no el más gratificante para el físico.
Se escondió entonces en la suavidad de la cama, de las sábanas y de aquel par de almohadas, tan llenas ellas de plumas de ganso como la mente de X de problemas, tareas pendientes y miedos, usa una para apoyar la cabeza y otra para acomodarla a la altura de las piernas, extraña manía ésta que desde que tiene uso de razón recuerda practicarla.
Ya en los últimos devaneos de la vigilia, entre las agonizantes demencias del sueño y el cansancio, no fue capaz de darle dirección a sus pensamientos, comenzando éstos a guiarse por sí solos, unos hacia un lado, otros hacia el opuesto, primero norte, sur, naciente, poniente, cuales exploradores divididos en distintas búsquedas, distintos rumbos; quién sabe si a final de cuentas eso terminen siendo, cada pensamiento rumbo a la acción que le concierne, lo demás no le interesa.
Entonces, dentro de la confundida y ya soñolienta mente de X, atiborrada ésta por todos aquellos pensamientos nómadas y acelerados, comenzaron a brotar distintas ideas, distintas imágenes pasadas, presentes y futuras. Primero lo que había visto en las noticias, pobre de ella, pobre de todos. Luego aquel temor, quizá caminaba aún por sus adentros, pero con el sigilo y cuidado de quien, descalzo, ha entrado a casa y evita ser sorprendido, siendo, entonces, imposible de apercibir, tanto el miedo como el descalzo sigiloso. Finalmente, en su conciencia se iluminó, al parecer ya en materia de asuntos más serios y de mayor relevancia, lo que haría mañana. Tendría que despertar temprano, ir a la compañía, arreglar tratos con distintas personas. Luego, ya terminada la jornada laboral, salir y volver a casa, observar las noticias, cenar y dormir. Al día siguiente sería todo lo mismo. Al que sigue del siguiente también.
No tardó en dormir. Si bien parezca, ese discurrir de ideas, ese vagar de pensamientos independientes y felices, pudo haber sido tardado, lo cual no sucedió, todo se desarrolló en cuestión de segundos, entonces, en cuestión de segundos también, X ya dormía con una almohada bajo la cabeza y otra en las piernas.
Un frío inusitado, de una mañana que, sin avisar, se presenta fresca en una ciudad de personalidad climática extrema y con la volubilidad propia del bipolar, lo despertó tiritando. Entonces se levantó, giró hasta el tope el grifo del agua caliente y se desnudó. Contrario a lo que siempre hacía, ese relajarse y dejarse llevar por la tranquilidad entre el vapor del agua caliente, ahora tuvo X que ducharse velozmente, pues la mañana apremiaba y apenas tenía tiempo suficiente de arribar a la compañía.
Fue su desayuno, ya cuando estaba en la oficina, solamente un café caliente y una barra de trigo, compartiendo los buenos días con compañeros, subalternos y superiores. Causa de la misma premura que tuvo para llegar puntual, no tuvo oportunidad de contemplar la mañana, ese amanecer frío y entre una apenas perceptible niebla, muy difusa, tanto como sus ideas. No observó entonces la misma celeridad con la que vive la gente que amanece, no ya para vivir, sino para trabajar, todos ellos quienes, en su burbuja de acero en la que se convierte el automóvil a las horas pico, llevan primero al niño a la escuela, a la esposa a su trabajo, a su alma al infierno. Estos y otros detalles se le ocurrieron, muy levemente, a X, cuando entró a su oficina, pero pensó que no tenía tiempo para nimiedades, entonces, con la decisión y la fuerza de quien quiere dejar fuera a algo o a alguien, cerró la puerta, inesperadamente pensó que a veces las insignificancias son las principales protagonistas de los grandes sucesos, buenos o malos, felices o desdichados, pero no le dio mucha importancia y puso el seguro de la perilla.
Segundo Verso
Cuando la hora de la comida, sentados todos en la mesa del exiguo comedor, platicaban sólo trivialidades, de esas que, a falta de tópicos relevantes, vienen a aterrizar en situaciones como ésta.
X comía una ensalada y bebía un té helado, mientras sus compañeros le hacían objeto de burla por aquella costumbre de cuidar su alimentación con, según ellos, comida de mujer, de gay, de metrosexual, de putito moderno, le decían, a lo que el respondía con una sonrisa indiferente, a todas luces fingida, pues más no se podía hacer.
Por el televisor que estaba en el comedor, transmitían el noticiero vespertino, donde una mujer con aire popular y desparpajado comentaba las tragedias del día, uno, dos, tres muertos, más lesionados y aún más accidentes. En esta ciudad no se puede confiar en una llovizna porque uno termina resbalando, el auto también pues es nuestro reflejo.
El tiempo que llevó en finalizar su ensalada no fue suficiente para que aquella conductora acabara de informar todas las desdichas de la mañana y de la madrugada. Luego de ponerse de pie, desechó las sobras, deseó provecho a sus compañeros y regresó a su lugar de trabajo, pues no podía, o no quería soportar, todas aquellas infamias que nos presenta la ciudad diariamente, todas esas calamidades funestas que vienen a golpear el ánimo de los más sensibles y conscientes, solidarios y con criterio.
Era cerca de la una con treinta. Le restaba entonces todavía cerca de una hora y media para cumplirse el horario de comida, el cual, si regresaba a su lugar de trabajo inmediatamente, tardaría el doble en consumirse, alargando todavía más el hastioso y desabrido día.
Entonces, con el entusiasmo de un niño pequeño, decidió salir a dar un paseo, una pequeña caminata. Bajó por el ascensor, salió por la puerta giratoria del edificio, esa donde a veces imaginaba que, una vez entrando, sería incapaz de salir y permanecería para siempre jamás dando vueltas, con un destino similar al de aquellas estrellas que fueron creadas especialmente para cumplir una órbita y nada más, luego lo recibió el aire frío de la calle Ocampo en un mes de febrero, levantó la cabeza para aspirarlo y sintió el helor primero en la garganta, después en los pulmones y finalmente exhaló para devolver al aire lo que era suyo.
Vio el letrero del edificio de donde recién había salido, Condominio Acero, y sus cristales sucios que, aún así, reflejaban al restaurante que estaba frente a él.
Anduvo por la calle Ocampo, luego al norte por Juárez, donde, debido a la zona comercial, había una considerable afluencia de gente. Pasó de largo, observando los edificios, los anuncios luminosos, los seres que, tal vez como él, se dejaban guiar por sus errabundos pasos.
La llovizna, o el chipi chipi, como el gusto del hablante prefiera llamarle, no cesaba. X andaba con cuidado, miedo el de resbalar y caer, miedo el de ser mojado por algún negligente y desconsiderado coche. Sintió entonces esa marejada que había sentido la noche anterior, esa oleada de miedo, de nerviosa e incierta fobia, y tuvo que detenerse, recargarse en el aparador de una tienda para mujeres, para restablecer la respiración y sus frenéticas, casi violentas, sístoles y diástoles.
Era inocultable su malestar, de manera que quienes pasaban lo miraban extrañados, incluso algunos se detenían cuestión de segundos, llenos de morbo y grosera curiosidad, como esperando ser testigos de una muerte súbita, primero X perdiendo fuerza en las piernas, cayendo de bruces en la húmeda acera de adoquín, luego se retorcía, convulso y delirante, con los párpados a medio cerrar y las pupilas volteadas hacia atrás, desorbitadas, perdidas. Una vez muerto, llamarían a la policía, a la ambulancia, a los periodistas. Gustosa estaría aquella conductora insensible y sin escrúpulos de tener más material para el noticiero, incluso de tener exclusividad en la nota, pues su reportero sería el primero en llegar y el primero en fotografiar el rostro desencajado e inerte de X, ya tendido sobre la dura y helada banqueta.
X se contrapuso al vértigo y se enderezó. Tomó unas bocanadas de aire, y, cual bendita panacea, pareció componerse un poco, sólo un poco, no totalmente. Siguió luego andando por Juárez hacia el norte, dobló a la izquierda en Reforma y se internó entre todo el bosque de puesteros y vendedores de superfluidades, queriendo huir de aquellas perversas y mórbidas miradas que querían verlo agonizante.
Es el miedo lo que a veces lleva a uno a hacer cosas que jamás se imaginó, que nunca esperó. El miedo a perder la vida, el miedo a perder en la vida, el miedo a no ser nadie, el miedo a morir de hambre o a matar por hambre, el miedo a permanecer solo en la vida, a la inexistencia, a lo que hay después de la muerte, al vacío, a reír y a llorar, a ser feliz, a ser desdichado, a morir en una ciudad caótica, violenta, asesina, insensible, egoísta, sin corazón.
X entró a un puesto más escondido que los demás, preguntó por la mercancía, un revólver, oscuro y pesado, colosal e imponente, como el aire intimidante de un doberman de pelea. El precio no es nada accesible, pero le alcanza y le sobra. Entonces, con la rapidez de un servicio exprés, el trueque se llevó a cabo, dinero a un lado, mercancía al otro, trato hecho, X que sale nervioso aunque un poco más seguro, sintiendo el duro bulto entre su cintura y su pantalón, incluso tuvo que aflojar el cinto un nivel para crear espacio y guardar la pistola.
Deshizo el camino hecho, volvió a pisar el agua en las calles, cruzó otra vez la muy ligera niebla de las avenidas, Reforma al oriente, Juárez al sur, Ocampo al oriente, cruzó la puerta giratoria, no se quedó atrapado pero el último empujón con la mano dejó a la puerta dando una y otra vuelta.
El ascensor, por lo general, se presta a la claustrofobia y a la ansiedad, pero no esta vez, pues hay algo que, si no le da seguridad a X, al menos lo tranquiliza temporalmente. No es ese nerviosismo producto de la fobia a la que ya le ha encontrado causa, razón, motivo, sino que es incapaz de esconder el entusiasmo que le provoca el saberse quizá un poco más poderoso que los demás, he ahí donde nace el egocentrismo, la altivez, la prepotencia, luego X adivinará si es permeable a esto como lo es ante el temor.
Cuando llegó a su lugar, faltaban cinco minutos para las tres de la tarde. Suficiente tiempo tuvo de encerrarse en su oficina, activar de nuevo el ordenador y pedirle a su secretaria que no le pasasen llamadas. Luego, extrajo de su apretujada cintura el revólver R-77 Combat 4” que recién había comprado, sopesó la pesadez, su poca ligereza, pasó los dedos por la rugosa superficie del mango, palpó el frío metal del cañón, verificó las municiones, el gatillo, el seguro. Después lo guardó, bajo llave, adentro del cajón del escritorio.
Ya en casa, bajo la relativa seguridad de su techo, volvió a hacer exactamente lo mismo, una y otra vez, embelesado, obnubilado, como si fuese el revólver la amada con quien habría de pasar mil y un aventuras, mil y un leyendas, mil y un terrores. Sintonizó el noticiero de las nueve y observó aquella oda al amarillismo en su máxima expresión, se prometió jamás aparecer en un programa de esos, mucho menos muerto, mientras el arma, vacía de municiones, era detonada una y otra vez, sólo por el gusto que X le encontraba al chasqueo de la descarga, sólo por aquel repentino placer de chocar el índice con el gatillo y de disfrutar con el oído la acústica de un disparo sin bala.
Tercer Verso
Días después, cuando ya el clima empezaba a calentar, alcanzando los treinta grados de rigor, se levantó y se duchó, volvió a ponerse el conjunto deportivo que siempre utilizaba para dormir, pero que ahora, zapatero a tus zapatos, se llenaría de sudor y de atletismo.
Cuando salió hacia el parque de la colonia Roma, la mañana no clareaba aún, el clima no calentaba tanto, entonces X, dispuesto a ejercitarse de nuevo, decidido a retomar condición física y completamente resuelto a distraerse un poco de la paranoia que a últimos días le había estado atosigando con más frecuencia y con mayor intensidad, comenzó con un acelerado correr de piernas. Poco a poco fue incomodando el cansancio, mermándose su resistencia, entonces el ritmo bajó luego a un trotar leve pero constante. Así varias vueltas a todo el parque, aún en penumbras, ensordecido por el cantar matutino de las aves y sorprendidas éstas por ver corriendo a quien en su vida había madrugado para aquello. Que las ensaladas, el té ligero y las bebidas sin azúcar no son suficientes, podría argüir X, siempre es precisa y fructífera cierta cantidad de actividad física.
A X le pareció desconocida la mañana desde el punto de vista del deportista. La había conocido siempre como el empleado que desayuna apresuradamente, que sufre el tráfico de las avenidas, que intenta despabilar la mente y las ideas con tanta cafeína sea posible, pero esto era distinto, podría ser más atractivo, más gratificante, también más útil, pues del estrés y la paranoia colectiva se tiene a veces que huir de algún modo.
Rodeó tantas veces el parque como le fue posible, aunque siempre con la perenne e insistente sensación de un temor que no se iba, que resistía a alejarse por completo, siempre frío, siempre punzante y peligroso, como la punta de un feroz y afilado cuchillo.
Es ese mismo miedo el que le impide a la gente vivir y ser feliz. X piensa, está seguro, mientras corre y dobla en la esquina para continuar el trayecto, que ese miedo es el mismo miedo a lo vacío, a lo hueco, a lo cóncavo. Y es eso también nuestra ciudad, un caos, un desastre funesto, que, aunque haya quien se empeñe en intentar dignificarla con eufemismos, vanos y falsos maquillajes, poemas de plástico, será, irremediable e incontrovertiblemente, lo mismo, siempre y para siempre jamás.
Con la sensación onírica de quien no ha terminado de despertar, X sigue corriendo, ahogándose en ese mar de pensamientos que no hacen sino trastornarle y entremezclarle la mente y el espíritu, de por sí ya atribulados y confundidos desde un principio distante.
La misma sensación de estar en un sueño es la que le permite seguir corriendo, sin sentir el piso, la agitación o el sudor deslizársele por la piel, haciendo sutil parada en cada poro, en cada vello. Como mil veces ha sucedido, y quien dice mil dice un millón, le cargó la por excelencia paranoia onírica de quien sueña que lo persiguen y lo alcanzan, que por más que se esfuerza y bracea y pedalea y brinca y salta y zanquea frenéticamente, no puede avanzar más rápido, quedando inerme y a merced del pérfido ser que le persigue.
En la desesperación, en la paranoia, en el pánico, X no ha podido evitarlo, ha sacado de entre sus transpiradas ropas el revólver, volteó y, con el índice que tanto gustaba de apretar el gatillo, detonó tres veces, luego escuchó un quejido y el golpe seco de quien cae por última vez.
Agitado, por fin pareció despertar del sueño en que andaba y, arma en mano, corrió a su departamento, pero cuando arribó, ya las sirenas se oían a lo lejos, quizá en la avenida Garza Sada o en Revolución o en Junco de la Vega o en Avenida del Estado.
Cuarto Verso
Intentaba comer lo que le habían dado, pero le era en suma medida difícil, incluso tortuoso, insufrible. Entonces se levantó de la banca y acudió con el guardia, a preguntarle si tenían en el menú alguna ensalada de tres lechugas, alguna torta en pan de trigo, té helado, gaseosas sin azúcar, pero el policía soltó una carcajada violenta. Entonces, X, con la bandeja de la comida en las manos, escuchó una voz a sus espaldas, que le decía que, antes de que lo encerraran en donde estaba, lo habían visto en los noticieros y, lo que le es peor, en primera plana de un periódico amarillista.
1 comentario:
Que hombre taaaaaaaaaaaan insano emocionalmente... supongo que por eso sería codependiente... jajajajaja...
Esta humanidá... hubiera ido con el psicólogo y no se hubiera suicidado...
Anyway...escribe asté muy chido...
Amén
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