Luisa era originaria, paradójicamente, de San Luis Potosí. Específicamente de un pueblo llamado Río Verde, un pueblo que yo jamás oí mencionar en mi vida, hasta que lo escuché de labios de ella, precisamente el día que la conocí, en la fiesta de cumpleaños del Nata, un viejo amigo con el que cursé la preparatoria.
No sé por qué al Nata le decían así, nunca se lo pregunté, nunca me dio curiosidad saberlo. Lo que sí sé, y me enteré esa misma noche, en esa misma fiesta, es que a Luisa le decían la Prima, porque, recién llegada a Monterrey, en sus primeros días de estudiante en la preparatoria # 1 de la Uni, se le ocurrió preguntar si era cierto que acá en el norte se tenía la usanza de llamar “Primo” o “Prima” a cualquier desconocido.
Ese tipo de preguntas la gente de acá no las perdona, menos si quien pregunta es un foráneo, de quien, en teoría, es un poco más fácil aprovecharse o burlarse o aventajarse, y peor aún si hablamos de alguien oriundo de San Luis Potosí, tierra de emigrantes y de gente de trabajo que, a falta de oportunidades locales, tiene que ir a buscarlas a otros lados, Monterrey, por ejemplo, y la gente de Monterrey, crecida, jactanciosa y dominada en gran medida por el imperialismo estadounidense, tiende, a veces, por no decir que siempre, a discriminar a quien no sea nativo de la localidad.
El caso es que a Luisa no me la presentaron como Luisa, sino como la Prima. Ya después conocería, de voz suya, la historia de tal sobrenombre, que cada vez que lo mencionaban, debo reconocerlo, me cosquilleaba en la garganta el albur que corresponde a tal palabra.
Entre brindis y brindis, entre salud y salud, entre Indio y Tecate roja, me fue contando una breve historia de su vida. Tenía 26 años, de los cuales los últimos 11 los había vivido en Monterrey. A duras penas, debido a la decadente economía familiar, había terminado de estudiar la licenciatura en lenguajes audiovisuales en la universidad pública. Trabajaba como guionista en el canal del gobierno y, por lo que entendí y por como hablaba, tenía muchos sueños por cumplir. Uno de ellos, y en el que noté mucho entusiasmo e ilusión, era dedicarse al cine. Me dijo que tenía varios proyectos por presentar y que una de sus metas a mediano plazo era irse a radicar a la Ciudad de México, donde, según ella, había más oportunidades para sobresalir en ese rubro, el rubro del cine, el de la producción, el del guionismo.
Fue así como, ya entrados en alcohol, ya entrados en una apacible confianza ebria, me platicó la idea básica de uno de los proyectos en los que estaba trabajando. No sé si a causa de mi borrachera, a causa de la de ella o a causa de ambos motivos, fue, o yo la sentí, medio escueta, acelerada y, hasta cierto punto, confusa al momento de explicarme.
Me dijo, con emoción y con alabanzas, que se trataba de una idea que era tan buena, tan genial, tan universal, que bien podía aplicarse para una novela, para un cuento, para un cortometraje, para un largometraje, incluso para una serie fotográfica.
Enseguida me explicó la historia, la cual estaba estructurada en tres capítulos. En el primero, me contó, se veía a una mujer de 35 a 40 años, quien, más o menos, y si la memoria y la borrachera de esa noche no juegan en mi contra, empezaba, a manera de testimonial, diciendo que ella y su esposo llevaban dos años divorciados, pero que, cierto día, su esposo había llegado al trabajo de ella con un ramo de rosas, un anillo y una docena de mariachis tras de él. El esposo iba con toda la intención de reconquistarla. Ella, en parte por el cariño que aún le guardaba y en parte por la sorpresa y el impacto de tal detalle romántico, cuenta que decidió hablarlo con él, reconsiderar el volver a estar juntos y volver a formar una familia. También dice que lo que más le sorprendió fue la canción que entonaron los mariachis, completamente compuesta por su esposo. Finalmente, dice que luego de platicarlo y meditarlo detenidamente, ninguno pudo resistirse al otro y terminaron reconciliándose.
Es ahí donde termina el primer capítulo. El segundo comienza con el esposo, también en forma de testimonial, explicando que la idea de proponerle a su esposa unirse de nuevo le nació una vez que vio un dibujo de su pequeño hijo. Tal dibujo no pasaba de ser unos simples garabatos que silueteaban a una familia, madre, padre, hijo, sentados en una banca de lo que parecía ser un parque público. El esposo expresa que la simpleza e inocencia del dibujo fue lo que le conmovió tanto que, en ese momento, estuvo seguro que lo que su hijo merecía, y lo que él merecía, y lo que su esposa merecía, e incluso que lo que el mundo completo merecía, era que ellos vivieran unidos, como la familia que eran. El capítulo termina, me dijo Luisa, o la Prima, como prefieran llamarle, con una toma a los ojos cristalizados del hombre.
Cuando comienza el tercer capítulo, vemos a un niño de aproximadamente siete u ocho años, quien es el hijo de la pareja anterior. El niño, otra vez en forma de testimonial, expresa, lacónicamente, lleno de inocencia e incluso con algo timidez, que el dibujo lo realizó una vez que en la escuela los llevaron al museo. Una de las obras que vio fue “Family Group”, de Henry Moore, un reconocido escultor inglés, aunque esto no lo dice el niño, me dijo ella, pues sería llenar de una pretensión irreal al personaje. El impacto que esta obra en especial tuvo en él, fue tal que decidió trasladarlo a su realidad personal, a su disgregada familia. Esto tampoco lo dice el niño, pero igual se sobreentiende.
La Prima me dijo que era así como terminaba la historia, revelando que un simple dibujo inspirado por una obra de arte que para muchos podría ser banal, termina reconstruyendo a una familia. Con el trago de la octava o novena cerveza en la boca, alcé el pulgar en señal de aprobación, aunque la verdad era que la historia me había parecido un poco corta, un poco extraña y no tan universal. Quizá para un cuento, quizá para un cortometraje, pero para una película completa no lo sabía, no al menos en ese momento.
Luego, Luisa me empezó a decir que lo que une a las artes es la grandeza de las ideas, que la esencia de la vida son las ideas, a lo cual yo, más borracho que cuerdo, sólo asentía parcamente, pues, además de que yo ya no tenía ánimos para opinar o para discutir, ella no me daba oportunidad. Se la pasaba vitoreando su historia, alabando la versatilidad de su guión, el cual, decía ella, no tardaría en ser tomado en cuenta para llegar lejos en cualquiera de las manifestaciones artísticas que ya me había mencionado.
Poco antes de irme, me dijo que incluso también podría funcionar para un comercial de televisión. Sugirió que luego de ver la escena del niño, podría disolverse a blancos y firmar con el logotipo de algún museo. Hasta pensó, en ese momento, el lema que tendría: “el poder de las artes”, “el arte también inspira”, o algo así de similar que ya no recuerdo. No me culpen, ya que entre la densa ebriedad y entre que todos los textos publicitarios son iguales, poco puedo recordar.
Me retiré temprano, cerca de la una o una y media de la mañana, con un mal sabor de boca, no sé si a causa de la cerveza, que estaba azorrillada, o por la experiencia con la Prima.
Luego de esa fiesta no la pude volver a ver. Me dijeron que había logrado irse a vivir al Distrito Federal, y que había entrado a trabajar a una empresa de publicidad por la colonia Granada, donde también rentaba un cuarto en un departamento.
Supongo que le va bien. Quiero decir, espero que le vaya bien, aunque hasta la fecha no he visto ningún anuncio que cuente una historia como la que me contó, lo que no sé si es bueno o malo. Puede ser bueno, ya que al menos sabemos que no le han copiado la idea. Puede ser malo, ya que quiere decir que su idea no ha visto la luz. Y si mezclamos los dos enfoques: puede ser malo, ya que la idea quizá no es tan buena para que se la quieran copiar los demás. Dos malos contra uno bueno. En este mundo, en estos días, el bien siempre pierde contra el mal, pero qué le vamos a hacer.
No sé por qué al Nata le decían así, nunca se lo pregunté, nunca me dio curiosidad saberlo. Lo que sí sé, y me enteré esa misma noche, en esa misma fiesta, es que a Luisa le decían la Prima, porque, recién llegada a Monterrey, en sus primeros días de estudiante en la preparatoria # 1 de la Uni, se le ocurrió preguntar si era cierto que acá en el norte se tenía la usanza de llamar “Primo” o “Prima” a cualquier desconocido.
Ese tipo de preguntas la gente de acá no las perdona, menos si quien pregunta es un foráneo, de quien, en teoría, es un poco más fácil aprovecharse o burlarse o aventajarse, y peor aún si hablamos de alguien oriundo de San Luis Potosí, tierra de emigrantes y de gente de trabajo que, a falta de oportunidades locales, tiene que ir a buscarlas a otros lados, Monterrey, por ejemplo, y la gente de Monterrey, crecida, jactanciosa y dominada en gran medida por el imperialismo estadounidense, tiende, a veces, por no decir que siempre, a discriminar a quien no sea nativo de la localidad.
El caso es que a Luisa no me la presentaron como Luisa, sino como la Prima. Ya después conocería, de voz suya, la historia de tal sobrenombre, que cada vez que lo mencionaban, debo reconocerlo, me cosquilleaba en la garganta el albur que corresponde a tal palabra.
Entre brindis y brindis, entre salud y salud, entre Indio y Tecate roja, me fue contando una breve historia de su vida. Tenía 26 años, de los cuales los últimos 11 los había vivido en Monterrey. A duras penas, debido a la decadente economía familiar, había terminado de estudiar la licenciatura en lenguajes audiovisuales en la universidad pública. Trabajaba como guionista en el canal del gobierno y, por lo que entendí y por como hablaba, tenía muchos sueños por cumplir. Uno de ellos, y en el que noté mucho entusiasmo e ilusión, era dedicarse al cine. Me dijo que tenía varios proyectos por presentar y que una de sus metas a mediano plazo era irse a radicar a la Ciudad de México, donde, según ella, había más oportunidades para sobresalir en ese rubro, el rubro del cine, el de la producción, el del guionismo.
Fue así como, ya entrados en alcohol, ya entrados en una apacible confianza ebria, me platicó la idea básica de uno de los proyectos en los que estaba trabajando. No sé si a causa de mi borrachera, a causa de la de ella o a causa de ambos motivos, fue, o yo la sentí, medio escueta, acelerada y, hasta cierto punto, confusa al momento de explicarme.
Me dijo, con emoción y con alabanzas, que se trataba de una idea que era tan buena, tan genial, tan universal, que bien podía aplicarse para una novela, para un cuento, para un cortometraje, para un largometraje, incluso para una serie fotográfica.
Enseguida me explicó la historia, la cual estaba estructurada en tres capítulos. En el primero, me contó, se veía a una mujer de 35 a 40 años, quien, más o menos, y si la memoria y la borrachera de esa noche no juegan en mi contra, empezaba, a manera de testimonial, diciendo que ella y su esposo llevaban dos años divorciados, pero que, cierto día, su esposo había llegado al trabajo de ella con un ramo de rosas, un anillo y una docena de mariachis tras de él. El esposo iba con toda la intención de reconquistarla. Ella, en parte por el cariño que aún le guardaba y en parte por la sorpresa y el impacto de tal detalle romántico, cuenta que decidió hablarlo con él, reconsiderar el volver a estar juntos y volver a formar una familia. También dice que lo que más le sorprendió fue la canción que entonaron los mariachis, completamente compuesta por su esposo. Finalmente, dice que luego de platicarlo y meditarlo detenidamente, ninguno pudo resistirse al otro y terminaron reconciliándose.
Es ahí donde termina el primer capítulo. El segundo comienza con el esposo, también en forma de testimonial, explicando que la idea de proponerle a su esposa unirse de nuevo le nació una vez que vio un dibujo de su pequeño hijo. Tal dibujo no pasaba de ser unos simples garabatos que silueteaban a una familia, madre, padre, hijo, sentados en una banca de lo que parecía ser un parque público. El esposo expresa que la simpleza e inocencia del dibujo fue lo que le conmovió tanto que, en ese momento, estuvo seguro que lo que su hijo merecía, y lo que él merecía, y lo que su esposa merecía, e incluso que lo que el mundo completo merecía, era que ellos vivieran unidos, como la familia que eran. El capítulo termina, me dijo Luisa, o la Prima, como prefieran llamarle, con una toma a los ojos cristalizados del hombre.
Cuando comienza el tercer capítulo, vemos a un niño de aproximadamente siete u ocho años, quien es el hijo de la pareja anterior. El niño, otra vez en forma de testimonial, expresa, lacónicamente, lleno de inocencia e incluso con algo timidez, que el dibujo lo realizó una vez que en la escuela los llevaron al museo. Una de las obras que vio fue “Family Group”, de Henry Moore, un reconocido escultor inglés, aunque esto no lo dice el niño, me dijo ella, pues sería llenar de una pretensión irreal al personaje. El impacto que esta obra en especial tuvo en él, fue tal que decidió trasladarlo a su realidad personal, a su disgregada familia. Esto tampoco lo dice el niño, pero igual se sobreentiende.
La Prima me dijo que era así como terminaba la historia, revelando que un simple dibujo inspirado por una obra de arte que para muchos podría ser banal, termina reconstruyendo a una familia. Con el trago de la octava o novena cerveza en la boca, alcé el pulgar en señal de aprobación, aunque la verdad era que la historia me había parecido un poco corta, un poco extraña y no tan universal. Quizá para un cuento, quizá para un cortometraje, pero para una película completa no lo sabía, no al menos en ese momento.
Luego, Luisa me empezó a decir que lo que une a las artes es la grandeza de las ideas, que la esencia de la vida son las ideas, a lo cual yo, más borracho que cuerdo, sólo asentía parcamente, pues, además de que yo ya no tenía ánimos para opinar o para discutir, ella no me daba oportunidad. Se la pasaba vitoreando su historia, alabando la versatilidad de su guión, el cual, decía ella, no tardaría en ser tomado en cuenta para llegar lejos en cualquiera de las manifestaciones artísticas que ya me había mencionado.
Poco antes de irme, me dijo que incluso también podría funcionar para un comercial de televisión. Sugirió que luego de ver la escena del niño, podría disolverse a blancos y firmar con el logotipo de algún museo. Hasta pensó, en ese momento, el lema que tendría: “el poder de las artes”, “el arte también inspira”, o algo así de similar que ya no recuerdo. No me culpen, ya que entre la densa ebriedad y entre que todos los textos publicitarios son iguales, poco puedo recordar.
Me retiré temprano, cerca de la una o una y media de la mañana, con un mal sabor de boca, no sé si a causa de la cerveza, que estaba azorrillada, o por la experiencia con la Prima.
Luego de esa fiesta no la pude volver a ver. Me dijeron que había logrado irse a vivir al Distrito Federal, y que había entrado a trabajar a una empresa de publicidad por la colonia Granada, donde también rentaba un cuarto en un departamento.
Supongo que le va bien. Quiero decir, espero que le vaya bien, aunque hasta la fecha no he visto ningún anuncio que cuente una historia como la que me contó, lo que no sé si es bueno o malo. Puede ser bueno, ya que al menos sabemos que no le han copiado la idea. Puede ser malo, ya que quiere decir que su idea no ha visto la luz. Y si mezclamos los dos enfoques: puede ser malo, ya que la idea quizá no es tan buena para que se la quieran copiar los demás. Dos malos contra uno bueno. En este mundo, en estos días, el bien siempre pierde contra el mal, pero qué le vamos a hacer.
1 comentario:
jaja está muy buena...pásame el phone de la prima, a ver si hay jale por allá
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