Ella me contó que, luego del funeral, luego del entierro de su hermano, llegó a casa arrastrando un vacío más grande que el de sus bolsillos. El morral que de su hombro colgaba, y que se balanceaba románticamente a cada paso que se sucedía, parecía pesar kilos. Cuando entró a su cuarto, lo dejó sobre la mesita de noche, se sentó en el borde de su cama, una cama individual, gemela, por así decirlo, de aquella que, al parecer olvidada, al parecer solitaria, aguardaba en la alcoba de enfrente. Luego de unos segundos, en los cuales el único sonido fue el de su respiración sombría y el de su transpiración brotando de sus poros debido al sol del verano, se irguió y caminó al cuarto de su hermano, abrió la puerta, entró y, como en un universo paralelo al de su recámara, volvió a sentarse en la orilla de la cama. Observó todas las cosas, pequeñas y grandes, banales e importantes, que habían sido de él, invaluables tesoros que carecían ahora de dueño, tesoros enterrados en una isla o en una playa o en una península con una ubicación imposible de plasmar en un mapa, tesoros ahora sin valor esperando por alguien que les dé sentido a su existencia. Ella me dijo que tomó una almohada, una camiseta, una bufanda, y estuvo respirando el sórdido aroma de la ausencia, del vacío, de una triste concavidad que no se llena ni con gotas gordas, aunque sean éstas capaces de derramar vasos y crear tormentas adentro de ellos. Ella me explicó que abrió el cajón del buró y extrajo el álbum de fotografías de su hermano. Leyó las imágenes como lee el sordo los labios del parlante, de atrás hacia delante, viceversa y en sentido contrario otra vez, para luego darse cuenta de que sentía que algo faltaba ahí, de la misma manera con que sentimos que algo falta siempre en nuestras vidas. Álbum en mano, caminó hacia su recámara, abrió el morral que pesaba kilos, extrajo una foto polaroid donde aparecía su hermano, ojos cerrados, manos cruzadas, semblante lleno de paz, y la introdujo en el último espacio disponible del libro de fotografías. Ella me confesó que cuando guardó el álbum, tuvo la seguridad de que no lo volvería a abrir hasta dentro de uno, dos, tres años, cuando ya los suspiros hubieran quedado atrás, en el camino, justo como cuando uno mira el retrovisor y ve alejarse la niebla en la carretera. Eso me contó ella.
25.1.08
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1 comentario:
ella es una metafora
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