11.9.08

Ecotaxi

Esta historia no me sucedió a mí. Más bien, me la contó un ex compañero de oficina, a quien en adelante llamaremos M, quien a su vez conoció la historia por un antiguo amigo suyo.
Resulta que el amigo de M., a quien en adelante conoceremos como A., laboraba como mesero en un restaurante del centro de Monterrey. Entre los múltiples compañeros de trabajo de A. había un personaje muy singular, mesero también, quien poseía la notable habilidad para contar extrañas anécdotas y situaciones que, según él, le pasaban de cuando en cuando.
Un día, cuando los empleados del restaurante se disponían a comenzar la jornada laboral, este personaje llegó al local con un semblante evidentemente agitado, desconcertado, pálido. Cuando le preguntaron qué le pasaba, les explicó, no sin tartamudeos, no sin sudor brillándole en el rostro, que le acababa de suceder algo por demás extraño.
Contó que esa mañana se despertó tarde, y que, debido a la considerable distancia que separaba su casa del trabajo, se alistó como pudo y, para poder llegar a tiempo al trabajo, se tomó un taxi frente a su casa. Explicó que paró el primer taxi que pasó, se subió al asiento trasero y le dijo al conductor a dónde se dirigía. El taxi, el conductor, su forma de manejar, todo, lucía normal, como cualquier otro viaje en taxi hacia el centro de Monterrey, por lo que nada le resultó extraño, así que se tranquilizó un poco de la premura que le había invadido por el retraso, respiró hondo y, sin nada más qué hacer, se arrellanó en el asiento, reclinó la cabeza en el respaldo y concentró la vista en el vacío, en el calmo y aterciopelado vacío del gris cielo del interior del auto.
El trayecto en coche, por lo general, no tomaba menos de cuarenta minutos, así que pensó que tenía tiempo suficiente para relajarse, pero luego de cinco minutos de viaje sintió que el auto frenó, y, justo cuando estaba por mirar hacia afuera, el taxista, mirándolo por el espejo retrovisor, le dijo “Llegamos, joven”.
Le pareció inverosímil, absurdo, pero cuando observó por la ventana alcanzó a distinguir, claro, nítido, el letrero del restaurante donde trabajaba. Boquiabierto, abrió la puerta, descendió del coche, sintiendo en sus espaldas la mirada fija del conductor. Cerró la puerta del auto, se asomó por la ventanilla delantera, ansioso de preguntarle al taxista cómo hicieron en cinco minutos un viaje que por lo regular toma más de cuarenta. Todavía nervioso por lo sucedido, lo único que de su boca salió fue un tremoso “¿Cuánto le debo?”. El taxista, con una sonrisa de complicidad, viéndolo fijamente a los ojos, le dijo “No es nada, terrícola”.
El taxi arrancó y en la primer esquina dobló hacia la derecha.

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