En Monterrey pasé inviernos crudos, inviernos solitarios, inviernos infernales, inviernos para volver a vivir e inviernos como para morirse. Por lo general tengo buenos recuerdos de las épocas invernales, aunque hay ciertas vivencias que recuerdo con mayor precisión, como si hubieran sido grabadas con más fuerza en mi memoria, aunque, a veces, pensándolo bien, no estoy del todo seguro si vale la pena rememorarlas. Una de ellas es la que contaré a continuación.
Como narré en el post anterior, la etapa en la que cursé la enseñanza secundaria quedó marcada por mi exagerada costumbre de madrugar. Habitualmente ponía el despertador a eso de las cinco con treinta de la mañana, para bañarme, vestirme y desayunar mientras veía El Chavo del Ocho en la televisión, aunque en invierno, como nos pasa a todos, mucho se me dificultaba el levantarme puntualmente, pues de conocimiento general es que, debido al frío, el cuerpo reclama más sueño, más descanso, más calor de la cama, así que lo que yo a veces hacía era, una vez que apagaba el reloj-despertador, recostarme de nuevo, tapar con mis dos o tres cobertores la totalidad de mi cuerpo y encogerme en posición fetal para tratar de conservar el calor, no sin antes haber encendido el televisor de mi cuarto para, según yo, no quedarme dormido de nuevo, y así evitar retrasarme a la escuela.
Recuerdo bien que un día, pese al audio de la televisión, me volví a dormir cerca de media hora, y cuando desperté ya había comenzado El Chavo. El frío en esos días era tan terrible, tan intenso y cruel, que levantarse de la cama y despedirse del calor de las frazadas era una tarea que demandaba el doble de esfuerzo, o en el caso de personas muy amantes del sueño, como yo, tal esfuerzo podía incrementarse al triple.
El caso es que lo primero que hice al despertarme fue buscar en la tele, con los ojos todavía entrecerrados y embadurnados de lagañas, la temperatura a la que estábamos ese día. En la secundaria, para proteger la salud de los estudiantes, existe un estatuto que suspende las clases cuando la temperatura ambiente es menor a cero grados, por lo que con todo mi corazón yo rogaba por que estuviéramos al menos a un grado bajo cero, para así poder continuar encogido cual feto entre una placenta formada por cobertores y sábanas.
La señal del canal mostraba interferencia, la imagen subía y bajaba constantemente, cual figura del tragamonedas, de manera que El Chavo, Kiko y Don Ramón parecían estar subidos en un ascensor que no paraba de subir o de bajar, pues lo hacía tan rápido que era imposible adivinar en qué dirección iba. Era un ascensor que, en todo caso, no paraba de moverse.
Mientras acomodaba la antena del televisor seguía pidiendo internamente por que estuviéramos a menos de cero grados, enviando plegarias al cielo, al infierno, a las nubes, al viento, a cualquier cosa, ser o deidad que pudiera modificar las condiciones climáticas, incluso, entre mi frenesí, dirigí mi oración también a los que dan en el noticiero el pronóstico del tiempo.
En determinado momento, la interferencia de la imagen menguó un poco, y entonces alcancé a distinguir un horrible “2” en la esquina superior derecha de la pantalla, área separada para la temperatura.
Mi desilusión fue tremenda, pues, siendo la temperatura de dos grados centígrados, significaba que me tendría que levantar, bañarme e ir a la escuela, y, además, sin haber desayunado viendo El Chavo.
Con el triste vacío que se forma en el interior de uno después de una mala noticia, continué tratando de arreglar la señal del televisor. Dejé la cama, me calcé las pantuflas y, justo en ese momento, el ascensor de la vecindad del chavo se detuvo, la imagen se compuso y fue entonces que, con una emoción que no cabía en el pecho, leí, en el área superior derecha de la pantalla, la temperatura ambiente, que en realidad era de -2 grados centígrados.
No olvidaré el alivio que sentí en ese momento, pues todo mi pecho pareció librarse de una carga insoportable, incluso aún en mi extrema somnolencia fui capaz de esbozar una sonrisa de plena felicidad, de libertad pura, de quieto sosiego. En mi caso, una sonrisa en ese estado dice mucho, dice más de lo que es, si tomamos en cuenta que soy de esa clase de personas que, por la mañana, despiertan con una torpeza y un mal humor que se va quitando de a poco, pero que les impide sonreír o formular frase alguna inmediatamente después de despertarse.
Me acuerdo que tan pronto como finalicé de ver El Chavo, apagué el televisor, bajé a la cocina por un vaso de leche caliente, vistiendo los tres cobertores a manera de envoltura corporal contra el frío y, feliz y satisfecho, volví a mi habitación y me zambullí de nuevo en la cama, para no despertar hasta dentro de dos o tres horas más.
Como narré en el post anterior, la etapa en la que cursé la enseñanza secundaria quedó marcada por mi exagerada costumbre de madrugar. Habitualmente ponía el despertador a eso de las cinco con treinta de la mañana, para bañarme, vestirme y desayunar mientras veía El Chavo del Ocho en la televisión, aunque en invierno, como nos pasa a todos, mucho se me dificultaba el levantarme puntualmente, pues de conocimiento general es que, debido al frío, el cuerpo reclama más sueño, más descanso, más calor de la cama, así que lo que yo a veces hacía era, una vez que apagaba el reloj-despertador, recostarme de nuevo, tapar con mis dos o tres cobertores la totalidad de mi cuerpo y encogerme en posición fetal para tratar de conservar el calor, no sin antes haber encendido el televisor de mi cuarto para, según yo, no quedarme dormido de nuevo, y así evitar retrasarme a la escuela.
Recuerdo bien que un día, pese al audio de la televisión, me volví a dormir cerca de media hora, y cuando desperté ya había comenzado El Chavo. El frío en esos días era tan terrible, tan intenso y cruel, que levantarse de la cama y despedirse del calor de las frazadas era una tarea que demandaba el doble de esfuerzo, o en el caso de personas muy amantes del sueño, como yo, tal esfuerzo podía incrementarse al triple.
El caso es que lo primero que hice al despertarme fue buscar en la tele, con los ojos todavía entrecerrados y embadurnados de lagañas, la temperatura a la que estábamos ese día. En la secundaria, para proteger la salud de los estudiantes, existe un estatuto que suspende las clases cuando la temperatura ambiente es menor a cero grados, por lo que con todo mi corazón yo rogaba por que estuviéramos al menos a un grado bajo cero, para así poder continuar encogido cual feto entre una placenta formada por cobertores y sábanas.
La señal del canal mostraba interferencia, la imagen subía y bajaba constantemente, cual figura del tragamonedas, de manera que El Chavo, Kiko y Don Ramón parecían estar subidos en un ascensor que no paraba de subir o de bajar, pues lo hacía tan rápido que era imposible adivinar en qué dirección iba. Era un ascensor que, en todo caso, no paraba de moverse.
Mientras acomodaba la antena del televisor seguía pidiendo internamente por que estuviéramos a menos de cero grados, enviando plegarias al cielo, al infierno, a las nubes, al viento, a cualquier cosa, ser o deidad que pudiera modificar las condiciones climáticas, incluso, entre mi frenesí, dirigí mi oración también a los que dan en el noticiero el pronóstico del tiempo.
En determinado momento, la interferencia de la imagen menguó un poco, y entonces alcancé a distinguir un horrible “2” en la esquina superior derecha de la pantalla, área separada para la temperatura.
Mi desilusión fue tremenda, pues, siendo la temperatura de dos grados centígrados, significaba que me tendría que levantar, bañarme e ir a la escuela, y, además, sin haber desayunado viendo El Chavo.
Con el triste vacío que se forma en el interior de uno después de una mala noticia, continué tratando de arreglar la señal del televisor. Dejé la cama, me calcé las pantuflas y, justo en ese momento, el ascensor de la vecindad del chavo se detuvo, la imagen se compuso y fue entonces que, con una emoción que no cabía en el pecho, leí, en el área superior derecha de la pantalla, la temperatura ambiente, que en realidad era de -2 grados centígrados.
No olvidaré el alivio que sentí en ese momento, pues todo mi pecho pareció librarse de una carga insoportable, incluso aún en mi extrema somnolencia fui capaz de esbozar una sonrisa de plena felicidad, de libertad pura, de quieto sosiego. En mi caso, una sonrisa en ese estado dice mucho, dice más de lo que es, si tomamos en cuenta que soy de esa clase de personas que, por la mañana, despiertan con una torpeza y un mal humor que se va quitando de a poco, pero que les impide sonreír o formular frase alguna inmediatamente después de despertarse.
Me acuerdo que tan pronto como finalicé de ver El Chavo, apagué el televisor, bajé a la cocina por un vaso de leche caliente, vistiendo los tres cobertores a manera de envoltura corporal contra el frío y, feliz y satisfecho, volví a mi habitación y me zambullí de nuevo en la cama, para no despertar hasta dentro de dos o tres horas más.
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