Cuando estaba en secundaria, es decir, entre el verano de 1995 y la primavera de 1998, uno de los escasos buenos hábitos que tenía, si es que en ese entonces tenía buenos hábitos, era el de levantarme muy temprano para alistarme para ir a la escuela.
La entrada al colegio era a las siete treinta de la mañana, pero yo, por haber desarrollado el extraño gusto de hacer las cosas sin prisa, despacio, sin exigirme mucha concentración ni presionarme de más, comencé a despertarme a eso de las seis en punto. Una hora con treinta minutos era más que suficiente para desayunar, bañarme y arreglarme, si tomamos en cuenta que la escuela quedaba a tres cuadras de mi casa, tres cuadras que, si bien recorría caminando, no constituían un trayecto de más de cinco minutos.
Es infinita la cantidad de cosas que uno puede hacer durante una hora y media mientras todo mundo duerme, la casa oscura, los padres y hermanos encerrados en sus respectivas habitaciones, el silencio dueño de todo. A esa edad, es decir, a la edad que yo tenía en ese entonces, que no era más de trece o catorce años, la soledad y el silencio me parecían inmensos. A la edad que tengo ahora, a veces la soledad y el silencio me parecen también inmensos, y en ocasiones también terroríficos, pero, en esa época de mi vida, el total mutismo de la casa y las penumbras que poco a poco con la claridad del sol se iban desdibujando, me daban una sensación grandísima de libertad, un sentimiento de que yo era independiente, autosuficiente, y de que podía hacer cualquier cosa que me viniera en gana. No sé, quizá estoy delirando, quizá deliré desde ese entonces.
El caso es que lo que hacía inmediatamente después de que me levantaba de la cama era prepararme un café, a veces acompañado, dependiendo del antojo de la ocasión, de un sándwich tibio de jamón con queso, pan con mantequilla, pan con mermelada, tortillas de harina con mantequilla o algún panecillo de Bimbo, Marinela o Breddy, marca que desapareció, pero que tenía los panqués más deliciosos que hayan existido. Después, ya un poco más despierto, tomaba una ducha, me vestía con el uniforme de la escuela, y, a veces, cuando la higiene lo reclamaba, lustraba los zapatos.
Todo esto no debía consumir más de cuarenta o cuarenta y cinco minutos. El resto del tiempo, una vez que me encontraba listo, lo pasaba sentado en el sillón de la sala viendo la televisión. Casi siempre veía las caricaturas, a veces veía los noticieros, aunque sólo en contadas ocasiones, pues las noticias de la mañana siempre me despertaron una sensación de entre miedo y depresión. Hasta el día de hoy me siguen pareciendo la forma más triste, más patética, más suicida, de comenzar un día.
Cuando no veía las caricaturas veía videos musicales, cuando no veía videos musicales veía las ventas por televisión, cuando no veía las ventas por televisión veía las noticias. Hubo mañanas en que, debido al precario contenido televisivo, prefería ir al patio, despertar a mi perro y jugar con él. No sé si hayan estado con un perro modorro, pero es lo mejor que hay.
Pero bueno. Resulta que, aprovechando los eternos minutos que aún tenía libres, o me ponía a ver tele, a jugar con mi perro, o me bastaba con sentarme frente a la ventana que da a la calle e ir viendo cómo la noche se convertía en día, cómo, paulatinamente, las luces mercuriales se iban apagando, cómo aumentaba el tránsito de autos, el sonido de la calle y las casas vecinas, como si un mundo de muertos de pronto tomara vida.
Y entonces pasó lo que tenía que pasar. O pasó lo que yo no esperaba que pasara. O pasaron ambas cosas. En el canal dos local empezaron a dar El Chavo del Ocho justo a las seis de la mañana, lo que alteró mi rutina, obligándome a levantarme no ya a las seis, sino a las cinco y media, para, luego de un veloz baño, poder desayunar apaciblemente viendo tal programa, que me despertaba una sensación de entre felicidad y esperanza. Hasta el día de hoy me sigue pareciendo la forma más pueril, más soñadora, más esperanzadora, de comenzar un día.
Quizá mi conducta pudiera ser cuestionada, pues, tratándose de un programa con una duración de treinta minutos, bien pudiera haberme levantado a las seis exactas, ver El Chavo, y, posteriormente, desayunar, bañarme, jugar con el perro, fisgar por la ventana, seguir viendo tele o lo que fuera a hacer. Pero pasaba que, en mi interior, para tener un completo disfrute del programa, mi conciencia, mi cuerpo, me pedían que lo viera ya estando limpio, ya estando completamente arreglado, con el cabello peinado con la línea por un lado y los zapatos perfectamente brillantes. Y no sé. Siempre he sido así. Para disfrutar del todo algo que me gusta no puedo estar en cualquier condición, sino en una condición a gusto conmigo mismo y, quizá, también presentable. Tal vez sea una especie de respeto hacia las series que sigo, a las películas, a los libros, a las bandas de música, a todo en general, o tal vez sea simplemente una cuestión de humor, de semblante, de estado mental.
A lo que quiero llegar es a que esas mañanas han sido las mañanas más felices de mi vida, las más placenteras, las más completas. Usualmente, a eso de las siete con veinte o siete y veinticinco de la mañana, ya cuando mis padres estaban fuera de la cama, me despedía de ellos y me iba a la escuela, caminando, tranquilo, como cuando mi mamá me llevaba de la mano en los primeros años de primaria, quizá en los de kínder también, aunque en esa etapa aún era muy pequeño como para recordarlo ahora, pero lo que sí recuerdo es que, luego de despedirme, caminaba hacia la secundaria justo como cuando, rumbo a la primaria, caminaba de la mano de mi mamá, es decir, jugando a tratar de no pisar los bordes de las baldosas de la acera.
La entrada al colegio era a las siete treinta de la mañana, pero yo, por haber desarrollado el extraño gusto de hacer las cosas sin prisa, despacio, sin exigirme mucha concentración ni presionarme de más, comencé a despertarme a eso de las seis en punto. Una hora con treinta minutos era más que suficiente para desayunar, bañarme y arreglarme, si tomamos en cuenta que la escuela quedaba a tres cuadras de mi casa, tres cuadras que, si bien recorría caminando, no constituían un trayecto de más de cinco minutos.
Es infinita la cantidad de cosas que uno puede hacer durante una hora y media mientras todo mundo duerme, la casa oscura, los padres y hermanos encerrados en sus respectivas habitaciones, el silencio dueño de todo. A esa edad, es decir, a la edad que yo tenía en ese entonces, que no era más de trece o catorce años, la soledad y el silencio me parecían inmensos. A la edad que tengo ahora, a veces la soledad y el silencio me parecen también inmensos, y en ocasiones también terroríficos, pero, en esa época de mi vida, el total mutismo de la casa y las penumbras que poco a poco con la claridad del sol se iban desdibujando, me daban una sensación grandísima de libertad, un sentimiento de que yo era independiente, autosuficiente, y de que podía hacer cualquier cosa que me viniera en gana. No sé, quizá estoy delirando, quizá deliré desde ese entonces.
El caso es que lo que hacía inmediatamente después de que me levantaba de la cama era prepararme un café, a veces acompañado, dependiendo del antojo de la ocasión, de un sándwich tibio de jamón con queso, pan con mantequilla, pan con mermelada, tortillas de harina con mantequilla o algún panecillo de Bimbo, Marinela o Breddy, marca que desapareció, pero que tenía los panqués más deliciosos que hayan existido. Después, ya un poco más despierto, tomaba una ducha, me vestía con el uniforme de la escuela, y, a veces, cuando la higiene lo reclamaba, lustraba los zapatos.
Todo esto no debía consumir más de cuarenta o cuarenta y cinco minutos. El resto del tiempo, una vez que me encontraba listo, lo pasaba sentado en el sillón de la sala viendo la televisión. Casi siempre veía las caricaturas, a veces veía los noticieros, aunque sólo en contadas ocasiones, pues las noticias de la mañana siempre me despertaron una sensación de entre miedo y depresión. Hasta el día de hoy me siguen pareciendo la forma más triste, más patética, más suicida, de comenzar un día.
Cuando no veía las caricaturas veía videos musicales, cuando no veía videos musicales veía las ventas por televisión, cuando no veía las ventas por televisión veía las noticias. Hubo mañanas en que, debido al precario contenido televisivo, prefería ir al patio, despertar a mi perro y jugar con él. No sé si hayan estado con un perro modorro, pero es lo mejor que hay.
Pero bueno. Resulta que, aprovechando los eternos minutos que aún tenía libres, o me ponía a ver tele, a jugar con mi perro, o me bastaba con sentarme frente a la ventana que da a la calle e ir viendo cómo la noche se convertía en día, cómo, paulatinamente, las luces mercuriales se iban apagando, cómo aumentaba el tránsito de autos, el sonido de la calle y las casas vecinas, como si un mundo de muertos de pronto tomara vida.
Y entonces pasó lo que tenía que pasar. O pasó lo que yo no esperaba que pasara. O pasaron ambas cosas. En el canal dos local empezaron a dar El Chavo del Ocho justo a las seis de la mañana, lo que alteró mi rutina, obligándome a levantarme no ya a las seis, sino a las cinco y media, para, luego de un veloz baño, poder desayunar apaciblemente viendo tal programa, que me despertaba una sensación de entre felicidad y esperanza. Hasta el día de hoy me sigue pareciendo la forma más pueril, más soñadora, más esperanzadora, de comenzar un día.
Quizá mi conducta pudiera ser cuestionada, pues, tratándose de un programa con una duración de treinta minutos, bien pudiera haberme levantado a las seis exactas, ver El Chavo, y, posteriormente, desayunar, bañarme, jugar con el perro, fisgar por la ventana, seguir viendo tele o lo que fuera a hacer. Pero pasaba que, en mi interior, para tener un completo disfrute del programa, mi conciencia, mi cuerpo, me pedían que lo viera ya estando limpio, ya estando completamente arreglado, con el cabello peinado con la línea por un lado y los zapatos perfectamente brillantes. Y no sé. Siempre he sido así. Para disfrutar del todo algo que me gusta no puedo estar en cualquier condición, sino en una condición a gusto conmigo mismo y, quizá, también presentable. Tal vez sea una especie de respeto hacia las series que sigo, a las películas, a los libros, a las bandas de música, a todo en general, o tal vez sea simplemente una cuestión de humor, de semblante, de estado mental.
A lo que quiero llegar es a que esas mañanas han sido las mañanas más felices de mi vida, las más placenteras, las más completas. Usualmente, a eso de las siete con veinte o siete y veinticinco de la mañana, ya cuando mis padres estaban fuera de la cama, me despedía de ellos y me iba a la escuela, caminando, tranquilo, como cuando mi mamá me llevaba de la mano en los primeros años de primaria, quizá en los de kínder también, aunque en esa etapa aún era muy pequeño como para recordarlo ahora, pero lo que sí recuerdo es que, luego de despedirme, caminaba hacia la secundaria justo como cuando, rumbo a la primaria, caminaba de la mano de mi mamá, es decir, jugando a tratar de no pisar los bordes de las baldosas de la acera.
1 comentario:
seee, que recuerdos
cuando escuchaba el himno nacional
sabía que era hora de desayunar y ver el chavo del 8, café y un volcán (cuando mi gastritis aún no se gestaba jaja)
regresa los post meki, mínimo aqui en el blog para que este pedo se haga mas interactivo
sobres loco
que estés muy bien
saludame a Aza migrañas
Joel
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