Me dijo que lo recordaba como un sueño. Me explicó que la sensación onírica no sólo le embargó luego de que todo hubiera pasado, sino que, en ese mismo instante en que se sucedían, uno tras otro, cada uno de los minúsculos eventos, cada una de las imperceptibles situaciones, le oscilaba en cada rincón de la mente la sensación de que todo era una fantasía, un sueño, un mal viaje producto de sabrá Dios qué cosa.
Pensó en el plato de comida china que había pedido en Galerías Valle Oriente. Tenía buen sabor, pero, decía, uno nunca conoce los hábitos higiénicos de los demás. Luego sospechó del café, ese café moka helado que todavía iba bebiendo en pequeños sorbos cuando regresaban de comer.
Por lo que me contó, y a pesar del extraño estado en que se encontraba, lo recordaba todo. O casi todo.
Después de comer en Galerías, él, una amiga y un amigo suyos, todos compañeros de la misma oficina, vuelven al trabajo, en un trayecto que no debe tomar más de diez minutos. Era fácil, me dijo. Sólo había que tomar Lázaro Cárdenas al oriente y, al cruzar con Eugenio Garza Sada, doblar a la derecha, para tomar esta última avenida, la cual, luego de unos tres o cuatro kilómetros, se convierte en la Carretera Nacional, que hay que seguir hasta el paso a desnivel que está a altura de El Uro. Ahí uno retorna en U, para luego encontrarse con la calle El Encino y torcer a la derecha. En esa calle está el abismo, afirmó.
Según sus palabras, los tres van tomando café, ritual que siempre, no sabe bien por qué motivos ni cuándo se gestó, acostumbran llevar a cabo luego de haber ingerido los alimentos. Viajan en el carro de su amigo, un Beetle de modelo reciente. Conduce, obviamente, su amigo, y en el asiento del copiloto viaja su compañera. Atrás de ella está él, casi recostado a lo largo del asiento trasero, aprovechando que atrás solamente va él, sin tener que compartir el espacio, ni el café, ni esa sensación de entre lentitud, ingravidez, somnolencia. Aunque piensa para sí mismo que si se diera la ocasión de compartir esa rara embriaguez, no sabe si lo haría, por ahí sí, por ahí no, pues, como dicen, mal de muchos, consuelo de tontos.
El caso es que el auto vuela, o casi. Me contó que él intenta atisbar el velocímetro, pero la posición en la que viaja no le ayuda, y, antes de pensar en abandonar su cómoda pose, prefiere ignorar el asunto, de manera que mira el paisaje por la ventana mientras le da un sorbo al café.
Su amigo, quien, además de conducir, administra la música, le dice a su amiga, Checa esta rola, te vas a cagar. Ambos comparten risas. Ambos son él y su amigo, pues a ella, a pesar de que sonríe, parece no hacerle suficiente gracia para reír, menos para orinarse de risa, mucho menos para cagarse.
La canción comienza y el conductor y DJ sube el volumen, para luego abrir por completo las ventanillas, que, con mando eléctrico, descienden lentamente, a una velocidad seductora, una bella lentitud poética, como si estuvieran actuando para una película de Wong Kar-wai o de González Iñárritu o de Carlos Reygadas.
Luego me explicó que en ese momento piensa que, en contraste con las ventanillas, viajan fácilmente a ciento veinte kilómetros por hora. Fácilmente, me dijo, colocando notorio énfasis en esa palabra, y a punto estuvo de repetirla una o dos veces más, sin embargo siguió narrando.
El viento, agitado, frenético, le golpea el rostro, por lo que sus ojos se mantienen entrecerrados, mirando el paisaje de la Carretera Nacional, complejos habitacionales, una suerte de bosque que se levanta y se resiste a ser invadido, pero, más allá del bosque se alcanzan a adivinar más casas, más edificaciones que se pierden a lo lejos y que, no sin cierta dificultad, apenas se divisan cuando comienzan a desaparecer en las inclinaciones de la montaña, en las ondulaciones de las faldas de un cerro verde, oscuro, lejano, como si fuera parte de otro mundo.
Sabe que el viaje se acaba, sabe que ningún viaje es eterno, ni siquiera la vida, que es, quizá, el más largo de todos los que se hacen, entonces la música los vuelve frágiles, la velocidad los despierta, el viento, el viento parece no ser suficiente, así que su amigo recién abre la compuerta superior para terminar de embriagarse.
Ella sonríe de cara a la fuerte brisa, con el cabello, ingrávido, flotando en el aire, con el café, ya casi terminado, en una mano, mientras que la otra se posa sobre el respaldo del conductor. Me dijo que ella estaba enamorada de él, lo cual no creo totalmente. En todo caso, pudiera ser que a ella le gustara él, pero quién sabe. En fin, el caso es que su mano se posa casi en la espalda de su amigo, quien a pesar de estar concentrado en el camino y en la música y en el café, apercibe el detalle y, en un gesto unívoco, espontáneo, veloz, voltea hacia el asiento de atrás, mira la mano de ella y, bromeando, finge una mueca que funde extrañeza y rechazo, pavor y repulsión.
Ambos ríen. Ella pregunta. Él evade. Es por la rola, dice, te dije que estaba conmadre. Sí, está buena, dice ella. Como tú, dice su amigo.
De nuevo ríen, pareciera que cantan, pero, a excepción de quien maneja, es la primera vez que escuchan esa canción.
Loretta Young Silks. Loretta Young Sings. Loretta’s young son singing a little, sad song.
Me contó que parecían tres ilusos con los sentidos enervados por la cafeína. Cuando le pregunté por qué parecían y no lo eran, no me supo responder. Era todo lo mismo. Era ella sonriendo por un improbable pero posible amor, era él sonriendo por las efímeras amistades, era su amigo sonriendo porque suyo es el coche y el disco y las ventanillas, pero de todos son el viento, la carretera, el paisaje, la esperanza, la pausa.
Falta poco. En el próximo retorno tendrán que doblar a la izquierda, tomar El Encino, cruzar un riachuelo que de riachuelo sólo tiene el nombre, y, una cuadra después, estarán de vuelta en la oficina. El Beetle gris estacionará sobre las piedras de un estacionamiento al aire libre, un estacionamiento enorme que algunas tardes, sólo algunas, se convierte en cancha de fútbol, luego descenderán del coche, caminarán y entrarán a las instalaciones, y, después de haber completado ciertas diligencias como ir al baño, cepillarse los dientes, quizá ir por un vaso de agua, diligencias todas inútiles, todas mezquinas, diligencias que sólo los convierten de nuevo en eso que no quieren ser, volverán a la silla de siempre, con las mismas obligaciones de siempre, a ser quienes son siempre.
Siguió narrando. El auto decelera para tomar la salida de la carretera, pero, en un último segundo, el conductor acelera violentamente y vuelven a arrancar, vuelven a volar sobre el carril de alta velocidad, el viento vuelve a colarse, libre, por las ventanas, el retorno queda atrás, la esperanza y la pausa viajan con ellos, los tres ingenuos ríen, la canción no ha terminado todavía.
Pensó en el plato de comida china que había pedido en Galerías Valle Oriente. Tenía buen sabor, pero, decía, uno nunca conoce los hábitos higiénicos de los demás. Luego sospechó del café, ese café moka helado que todavía iba bebiendo en pequeños sorbos cuando regresaban de comer.
Por lo que me contó, y a pesar del extraño estado en que se encontraba, lo recordaba todo. O casi todo.
Después de comer en Galerías, él, una amiga y un amigo suyos, todos compañeros de la misma oficina, vuelven al trabajo, en un trayecto que no debe tomar más de diez minutos. Era fácil, me dijo. Sólo había que tomar Lázaro Cárdenas al oriente y, al cruzar con Eugenio Garza Sada, doblar a la derecha, para tomar esta última avenida, la cual, luego de unos tres o cuatro kilómetros, se convierte en la Carretera Nacional, que hay que seguir hasta el paso a desnivel que está a altura de El Uro. Ahí uno retorna en U, para luego encontrarse con la calle El Encino y torcer a la derecha. En esa calle está el abismo, afirmó.
Según sus palabras, los tres van tomando café, ritual que siempre, no sabe bien por qué motivos ni cuándo se gestó, acostumbran llevar a cabo luego de haber ingerido los alimentos. Viajan en el carro de su amigo, un Beetle de modelo reciente. Conduce, obviamente, su amigo, y en el asiento del copiloto viaja su compañera. Atrás de ella está él, casi recostado a lo largo del asiento trasero, aprovechando que atrás solamente va él, sin tener que compartir el espacio, ni el café, ni esa sensación de entre lentitud, ingravidez, somnolencia. Aunque piensa para sí mismo que si se diera la ocasión de compartir esa rara embriaguez, no sabe si lo haría, por ahí sí, por ahí no, pues, como dicen, mal de muchos, consuelo de tontos.
El caso es que el auto vuela, o casi. Me contó que él intenta atisbar el velocímetro, pero la posición en la que viaja no le ayuda, y, antes de pensar en abandonar su cómoda pose, prefiere ignorar el asunto, de manera que mira el paisaje por la ventana mientras le da un sorbo al café.
Su amigo, quien, además de conducir, administra la música, le dice a su amiga, Checa esta rola, te vas a cagar. Ambos comparten risas. Ambos son él y su amigo, pues a ella, a pesar de que sonríe, parece no hacerle suficiente gracia para reír, menos para orinarse de risa, mucho menos para cagarse.
La canción comienza y el conductor y DJ sube el volumen, para luego abrir por completo las ventanillas, que, con mando eléctrico, descienden lentamente, a una velocidad seductora, una bella lentitud poética, como si estuvieran actuando para una película de Wong Kar-wai o de González Iñárritu o de Carlos Reygadas.
Luego me explicó que en ese momento piensa que, en contraste con las ventanillas, viajan fácilmente a ciento veinte kilómetros por hora. Fácilmente, me dijo, colocando notorio énfasis en esa palabra, y a punto estuvo de repetirla una o dos veces más, sin embargo siguió narrando.
El viento, agitado, frenético, le golpea el rostro, por lo que sus ojos se mantienen entrecerrados, mirando el paisaje de la Carretera Nacional, complejos habitacionales, una suerte de bosque que se levanta y se resiste a ser invadido, pero, más allá del bosque se alcanzan a adivinar más casas, más edificaciones que se pierden a lo lejos y que, no sin cierta dificultad, apenas se divisan cuando comienzan a desaparecer en las inclinaciones de la montaña, en las ondulaciones de las faldas de un cerro verde, oscuro, lejano, como si fuera parte de otro mundo.
Sabe que el viaje se acaba, sabe que ningún viaje es eterno, ni siquiera la vida, que es, quizá, el más largo de todos los que se hacen, entonces la música los vuelve frágiles, la velocidad los despierta, el viento, el viento parece no ser suficiente, así que su amigo recién abre la compuerta superior para terminar de embriagarse.
Ella sonríe de cara a la fuerte brisa, con el cabello, ingrávido, flotando en el aire, con el café, ya casi terminado, en una mano, mientras que la otra se posa sobre el respaldo del conductor. Me dijo que ella estaba enamorada de él, lo cual no creo totalmente. En todo caso, pudiera ser que a ella le gustara él, pero quién sabe. En fin, el caso es que su mano se posa casi en la espalda de su amigo, quien a pesar de estar concentrado en el camino y en la música y en el café, apercibe el detalle y, en un gesto unívoco, espontáneo, veloz, voltea hacia el asiento de atrás, mira la mano de ella y, bromeando, finge una mueca que funde extrañeza y rechazo, pavor y repulsión.
Ambos ríen. Ella pregunta. Él evade. Es por la rola, dice, te dije que estaba conmadre. Sí, está buena, dice ella. Como tú, dice su amigo.
De nuevo ríen, pareciera que cantan, pero, a excepción de quien maneja, es la primera vez que escuchan esa canción.
Loretta Young Silks. Loretta Young Sings. Loretta’s young son singing a little, sad song.
Me contó que parecían tres ilusos con los sentidos enervados por la cafeína. Cuando le pregunté por qué parecían y no lo eran, no me supo responder. Era todo lo mismo. Era ella sonriendo por un improbable pero posible amor, era él sonriendo por las efímeras amistades, era su amigo sonriendo porque suyo es el coche y el disco y las ventanillas, pero de todos son el viento, la carretera, el paisaje, la esperanza, la pausa.
Falta poco. En el próximo retorno tendrán que doblar a la izquierda, tomar El Encino, cruzar un riachuelo que de riachuelo sólo tiene el nombre, y, una cuadra después, estarán de vuelta en la oficina. El Beetle gris estacionará sobre las piedras de un estacionamiento al aire libre, un estacionamiento enorme que algunas tardes, sólo algunas, se convierte en cancha de fútbol, luego descenderán del coche, caminarán y entrarán a las instalaciones, y, después de haber completado ciertas diligencias como ir al baño, cepillarse los dientes, quizá ir por un vaso de agua, diligencias todas inútiles, todas mezquinas, diligencias que sólo los convierten de nuevo en eso que no quieren ser, volverán a la silla de siempre, con las mismas obligaciones de siempre, a ser quienes son siempre.
Siguió narrando. El auto decelera para tomar la salida de la carretera, pero, en un último segundo, el conductor acelera violentamente y vuelven a arrancar, vuelven a volar sobre el carril de alta velocidad, el viento vuelve a colarse, libre, por las ventanas, el retorno queda atrás, la esperanza y la pausa viajan con ellos, los tres ingenuos ríen, la canción no ha terminado todavía.
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