Lo voy a sintetizar: A punto estuve de ser veterinario, pues amo a los perros y gatos, a pesar de que soy alérgico al pelo de los perros y gatos.
Lo voy a explicar: Cuando era chico y tenía unos siete u ocho años, tuve asma. Durante un tiempo, no recuerdo exactamente cuánto, estuve yendo a un tratamiento que, no sin sacrificio ni sufrimiento, dio exitosos resultados.
Por unos años viví feliz y sano, sin complicaciones ni enfermedades que tuvieran que ver con las vías respiratorias ni nada parecido, pero después, no recuerdo con precisión el año, aunque podría decir que fue en preparatoria, me comenzó a suceder que, por las mañanas, despertaba congestionado, con los ojos llorosos y con ataques de estornudos, aunque luego, conforme pasaba la mañana, el malestar iba menguando.
Fue por esa razón que no le di suficiente importancia, pero al paso de los años, el extraño padecimiento se fue agudizando al grado de volverse insoportable, pues tales síntomas permanecían todo el día, incomodando, y a veces volviendo imposibles, las actividades diarias.
Empujado por la seriedad que estaba tomando el asunto, y también por la presión de mi familia, consulté con un médico especialista, quien, después de un riguroso examen, determinó que lo que yo tenía era rinitis alérgica. Recuerdo que el día que me hizo públicos los resultados, me dijo que era alérgico al pelo de perros y gatos, al polen, al ácaro de polvo, a no sé cuántos tipos de césped y no me acuerdo cuántas especies de árboles distintos. El caso es que resulté con alergia a un montón de cosas, quince, dieciséis, diecisiete, no sé bien, así que comencé un tratamiento a base de vacunas, pastillas y spray para la nariz.
Era una época confusa. Había ingresado a la Facultad de Comunicación de la UANL para estudiar periodismo, sin embargo, luego de dos semestres, si de algo estuve seguro fue que no quería pasar el resto de mi vida como periodista, así que pensé en cambiarme de facultad.
Ninguna de las carreras convencionales me atraía, ninguna me hacía pensar que podía darme la felicidad o, al menos, la satisfacción que uno busca al ejercer una profesión, así que, un poco movido por los exámenes de orientación, que en realidad sirven sólo para confundir aún más al atribulado aspirante a profesional, y un poco motivado por el amor que, desde chico, siempre tuve hacia los perros y gatos, me anoté para presentar el examen de admisión en la Facultad de Medicina Veterinaria y Zootecnia, al tiempo que, sin darme cuenta, ponía mi afección en segundo plano, es decir, en un orden de prioridades, la colocaba por debajo de la profesión que yo quería practicar. Supongo que así debe ser. Quién sabe.
Puede sonar raro, incluso a mí mismo me suena algo extraño, pero veterinario era una profesión en la que podía visualizarme sin ningún problema, sin ninguna inquietud o incomodidad. Aun hoy creo que podría, si tuviera menos edad y la solvencia económica para comenzar de nuevo, arrancar con el primer semestre de esa carrera.
El caso es que cuando pagué la cuota para tener derecho al examen de admisión, me entregaron una guía que tenía que estudiar. No miento al decir que, en los tres meses que tuve para prepararme para la prueba, jamás abrí la guía, así que el día del examen llegué con la mente en blanco y, sin haber estudiado absolutamente nada, comencé a responder, como pude, como me nació, como se me ocurrió en ese momento, cada una de las preguntas y problemas.
Recuerdo que en el aula donde presenté éramos cerca de cuarenta aspirantes. Asimismo, había, además del de nosotros, cuatro salones más, también repletos de chicos y chicas respondiendo el examen. Haciendo un cálculo aproximado, se puede deducir que los que estábamos presentado éramos más o menos doscientos aspirantes, un número que, en ese momento, me pareció risible, pues estaba acostumbrado a las tumultuosas cantidades que manejaba la facultad de Comunicación.
El caso es que respondí la totalidad del cuestionario y, al contrario de lo que yo mismo esperaba, fui de los primeros en terminar. Al salir del aula y dejar atrás al resto de los chicos que seguían intentando llenar correctamente la prueba, pensé que, extrañamente, el examen no me había parecido tan complicado, aunque, para no cantar victoria cuando lo más probable que sucediera fuera una cruel y contundente derrota, me aseguré que a pesar de que me fue relativamente sencillo contestar, a todos aquellos que sí habían mostrado el empeño en estudiar la guía les sería, por obvias razones, mucho más sencillo.
La conclusión era clara, por lo que, un tanto desanimado, un tanto arrepentido, estuve seguro que reprobaría y tendría que continuar cursando en Comunicación, pues en el calendario académico era ya demasiado tarde como para buscar una inscripción en alguna otra dependencia.
Seguro de la humillante derrota que me esperaba en el examen de Veterinaria, y sin ninguna otra opción viable a la vista, me inscribí al tercer semestre de Comunicación.
Unas cuantas semanas después, sólo por curiosidad, sólo por morbo, fui a buscar los resultados del examen. De los doscientos que presentamos, habíamos pasado sólo sesenta. Y mi nombre estaba ahí, un suertudo entre los estudiosos, un irresponsable entre los responsables. Yo, sin haber leído siquiera una página, siquiera un párrafo, siquiera una línea de la guía, había tenido mejor calificación que alrededor de ciento cuarenta aspirantes.
Entre emocionado y perplejo, advertí que en realidad estaba metido en un lío, pues ya estaba inscrito en la Facultad de Comunicación y, lo más importante, ya me había formado en la cabeza la idea de que seguiría estudiando, no con muchas ganas, en esa institución, por lo que primero me costó algo de trabajo cambiar ese estado mental, para después investigar cuáles eran mis posibilidades y opciones, si quería seguir en esa escuela o si realmente quería cambiar mi carrera.
Luego de hablar con las secretarías de ambas facultades, luego de incontables citatorios e idas y vueltas, me dijeron que podía, efectivamente, cancelar mi inscripción en la facultad de comunicación y darme de alta en la de veterinaria, pero que, por razones reglamentarias, el dinero que había pagado no se me podía ni rembolsar ni trasladar a la cuenta de la otra facultad.
Me pareció una completa estupidez, pues, siendo ambas instituciones parte de una misma universidad, debería haber cierta flexibilidad en este tipo de casos, casos que, aun completamente atípicos, deberían ser considerados como posibles, no probables, sólo posibles.
Entre el desánimo, la rabia y la apatía, no hice nada más. El primer día de clases del semestre me presenté en el aula 12 de la Facultad de Comunicación para cursar Procesos Básicos del Pensamiento, una de las pocas materias de las que aprendí algo.
Tiempo después, completamente seguro de que el periodismo no era lo mío, pero frustrado mi intento de mudarme de facultad, lo que hice fue cambiar la especialidad que cursaría, así que elegí publicidad.
Al principio, creo que siempre pasa al principio, no estaba del todo seguro de haber atinado, temía un poco de haberme equivocado de nuevo, pero, al paso de los meses, los semestres y las materias, le encontré un gusto y una pasión enormes. Fue una carrera de gusto adquirido, justo como esos discos o libros que uno tiene que escuchar o leer dos o más veces para primero entenderlos y después enamorarse de ellos.
A veces pienso que fue mejor, pues, con la rinitis alérgica, mal que todavía cargo en este desdichado cuerpo, no sé cómo me las hubiera arreglado siendo veterinario, pero en fin, no me arrepiento de lo que hice, y con plena seguridad puedo afirmar que de haber ingresado a veterinaria tampoco me hubiera arrepentido.
Todo eso sucedió en el año 2001. Es decir, cambié de periodismo a publicidad en ese año, sin jamás imaginarme que siete años después estaría en Buenos Aires tomando un curso de creatividad publicitaria, intentando ser creativo, intentando ser alguien, o algo.
Creo que si en ese momento de mi vida, cuando no era más que un desorientado e inseguro y cobarde aspirante a profesional, me hubieran avisado que en febrero de 2008 tomaría un avión y dejaría familia, amigos, país, no sé qué hubiera hecho. Por ahí me cago de miedo y de verdad me cambio de facultad.
Lo voy a explicar: Cuando era chico y tenía unos siete u ocho años, tuve asma. Durante un tiempo, no recuerdo exactamente cuánto, estuve yendo a un tratamiento que, no sin sacrificio ni sufrimiento, dio exitosos resultados.
Por unos años viví feliz y sano, sin complicaciones ni enfermedades que tuvieran que ver con las vías respiratorias ni nada parecido, pero después, no recuerdo con precisión el año, aunque podría decir que fue en preparatoria, me comenzó a suceder que, por las mañanas, despertaba congestionado, con los ojos llorosos y con ataques de estornudos, aunque luego, conforme pasaba la mañana, el malestar iba menguando.
Fue por esa razón que no le di suficiente importancia, pero al paso de los años, el extraño padecimiento se fue agudizando al grado de volverse insoportable, pues tales síntomas permanecían todo el día, incomodando, y a veces volviendo imposibles, las actividades diarias.
Empujado por la seriedad que estaba tomando el asunto, y también por la presión de mi familia, consulté con un médico especialista, quien, después de un riguroso examen, determinó que lo que yo tenía era rinitis alérgica. Recuerdo que el día que me hizo públicos los resultados, me dijo que era alérgico al pelo de perros y gatos, al polen, al ácaro de polvo, a no sé cuántos tipos de césped y no me acuerdo cuántas especies de árboles distintos. El caso es que resulté con alergia a un montón de cosas, quince, dieciséis, diecisiete, no sé bien, así que comencé un tratamiento a base de vacunas, pastillas y spray para la nariz.
Era una época confusa. Había ingresado a la Facultad de Comunicación de la UANL para estudiar periodismo, sin embargo, luego de dos semestres, si de algo estuve seguro fue que no quería pasar el resto de mi vida como periodista, así que pensé en cambiarme de facultad.
Ninguna de las carreras convencionales me atraía, ninguna me hacía pensar que podía darme la felicidad o, al menos, la satisfacción que uno busca al ejercer una profesión, así que, un poco movido por los exámenes de orientación, que en realidad sirven sólo para confundir aún más al atribulado aspirante a profesional, y un poco motivado por el amor que, desde chico, siempre tuve hacia los perros y gatos, me anoté para presentar el examen de admisión en la Facultad de Medicina Veterinaria y Zootecnia, al tiempo que, sin darme cuenta, ponía mi afección en segundo plano, es decir, en un orden de prioridades, la colocaba por debajo de la profesión que yo quería practicar. Supongo que así debe ser. Quién sabe.
Puede sonar raro, incluso a mí mismo me suena algo extraño, pero veterinario era una profesión en la que podía visualizarme sin ningún problema, sin ninguna inquietud o incomodidad. Aun hoy creo que podría, si tuviera menos edad y la solvencia económica para comenzar de nuevo, arrancar con el primer semestre de esa carrera.
El caso es que cuando pagué la cuota para tener derecho al examen de admisión, me entregaron una guía que tenía que estudiar. No miento al decir que, en los tres meses que tuve para prepararme para la prueba, jamás abrí la guía, así que el día del examen llegué con la mente en blanco y, sin haber estudiado absolutamente nada, comencé a responder, como pude, como me nació, como se me ocurrió en ese momento, cada una de las preguntas y problemas.
Recuerdo que en el aula donde presenté éramos cerca de cuarenta aspirantes. Asimismo, había, además del de nosotros, cuatro salones más, también repletos de chicos y chicas respondiendo el examen. Haciendo un cálculo aproximado, se puede deducir que los que estábamos presentado éramos más o menos doscientos aspirantes, un número que, en ese momento, me pareció risible, pues estaba acostumbrado a las tumultuosas cantidades que manejaba la facultad de Comunicación.
El caso es que respondí la totalidad del cuestionario y, al contrario de lo que yo mismo esperaba, fui de los primeros en terminar. Al salir del aula y dejar atrás al resto de los chicos que seguían intentando llenar correctamente la prueba, pensé que, extrañamente, el examen no me había parecido tan complicado, aunque, para no cantar victoria cuando lo más probable que sucediera fuera una cruel y contundente derrota, me aseguré que a pesar de que me fue relativamente sencillo contestar, a todos aquellos que sí habían mostrado el empeño en estudiar la guía les sería, por obvias razones, mucho más sencillo.
La conclusión era clara, por lo que, un tanto desanimado, un tanto arrepentido, estuve seguro que reprobaría y tendría que continuar cursando en Comunicación, pues en el calendario académico era ya demasiado tarde como para buscar una inscripción en alguna otra dependencia.
Seguro de la humillante derrota que me esperaba en el examen de Veterinaria, y sin ninguna otra opción viable a la vista, me inscribí al tercer semestre de Comunicación.
Unas cuantas semanas después, sólo por curiosidad, sólo por morbo, fui a buscar los resultados del examen. De los doscientos que presentamos, habíamos pasado sólo sesenta. Y mi nombre estaba ahí, un suertudo entre los estudiosos, un irresponsable entre los responsables. Yo, sin haber leído siquiera una página, siquiera un párrafo, siquiera una línea de la guía, había tenido mejor calificación que alrededor de ciento cuarenta aspirantes.
Entre emocionado y perplejo, advertí que en realidad estaba metido en un lío, pues ya estaba inscrito en la Facultad de Comunicación y, lo más importante, ya me había formado en la cabeza la idea de que seguiría estudiando, no con muchas ganas, en esa institución, por lo que primero me costó algo de trabajo cambiar ese estado mental, para después investigar cuáles eran mis posibilidades y opciones, si quería seguir en esa escuela o si realmente quería cambiar mi carrera.
Luego de hablar con las secretarías de ambas facultades, luego de incontables citatorios e idas y vueltas, me dijeron que podía, efectivamente, cancelar mi inscripción en la facultad de comunicación y darme de alta en la de veterinaria, pero que, por razones reglamentarias, el dinero que había pagado no se me podía ni rembolsar ni trasladar a la cuenta de la otra facultad.
Me pareció una completa estupidez, pues, siendo ambas instituciones parte de una misma universidad, debería haber cierta flexibilidad en este tipo de casos, casos que, aun completamente atípicos, deberían ser considerados como posibles, no probables, sólo posibles.
Entre el desánimo, la rabia y la apatía, no hice nada más. El primer día de clases del semestre me presenté en el aula 12 de la Facultad de Comunicación para cursar Procesos Básicos del Pensamiento, una de las pocas materias de las que aprendí algo.
Tiempo después, completamente seguro de que el periodismo no era lo mío, pero frustrado mi intento de mudarme de facultad, lo que hice fue cambiar la especialidad que cursaría, así que elegí publicidad.
Al principio, creo que siempre pasa al principio, no estaba del todo seguro de haber atinado, temía un poco de haberme equivocado de nuevo, pero, al paso de los meses, los semestres y las materias, le encontré un gusto y una pasión enormes. Fue una carrera de gusto adquirido, justo como esos discos o libros que uno tiene que escuchar o leer dos o más veces para primero entenderlos y después enamorarse de ellos.
A veces pienso que fue mejor, pues, con la rinitis alérgica, mal que todavía cargo en este desdichado cuerpo, no sé cómo me las hubiera arreglado siendo veterinario, pero en fin, no me arrepiento de lo que hice, y con plena seguridad puedo afirmar que de haber ingresado a veterinaria tampoco me hubiera arrepentido.
Todo eso sucedió en el año 2001. Es decir, cambié de periodismo a publicidad en ese año, sin jamás imaginarme que siete años después estaría en Buenos Aires tomando un curso de creatividad publicitaria, intentando ser creativo, intentando ser alguien, o algo.
Creo que si en ese momento de mi vida, cuando no era más que un desorientado e inseguro y cobarde aspirante a profesional, me hubieran avisado que en febrero de 2008 tomaría un avión y dejaría familia, amigos, país, no sé qué hubiera hecho. Por ahí me cago de miedo y de verdad me cambio de facultad.
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