No le gustaba a A. combinar cerveza con marihuana, decía que le pegaba mal y le daba para abajo. B., quien acostumbraba mezclarlas, expresaba que a él en realidad le daba igual.
-Lo que sí jamás debes mezclar, güey -decía B. con seguridad, como educando a su amigo- es el vino tinto y el churro. Eso sí está de la chingada.
-Con el puro vino tinto está de la verga. Me da un chingo de sueño. Además ni sabe chido.
Cuando en las tardes de vacaciones se reunían en casa de alguno de los dos, acostumbraban encerrarse en la habitación para escuchar música y fumar. O escuchar música y beber. Pero siempre evitaban las combinaciones que les molestaban a cada uno.
En ocasiones, ya fuera producto del alcohol, ya fuera producto de la hierba, se sentaban frente al computador y se quedaban un buen rato mirando, tarados, las bizarras y chillonas siluetas de colores que se iban gestando en el visualizador del iTunes, mientras éste reproducía canciones de Clap Your Hands Say Yeah o canciones de The Arcade Fire o canciones de Porter.
-De huevos. A veces como que me voy y no vuelvo. -deliraba A., mientras abandonaba la vista en esa especie de sucia caldera donde hervían formas por demás extrañas.
-Faaaaaaar… Far away from West Virginiaaaa… I… I’ll try on New York City… -cantaba a veces B., sin saber que, accidentalmente, respondía en ocasiones a los lentos y vacíos comentarios hechos por A.
Luego de semanas de repetir el pasatiempo, comenzaron a sentir que la emoción producida inicialmente no era ya la misma.
-Como que ya murió, ¿no? -decía B., cuando, por más que sonaran sus canciones preferidas, ya no sentía ánimos de cantar.
-Me cae que sí. -consintió A.
Días después, mientras preparaban uno, A. le dijo a B. que tenía algo que enseñarle.
-¿Qué es?
-Ahorita vas a ver. Te vas a cagar. -avisó A. con seguridad, lleno de una suerte de emoción contenida, y el “te vas a cagar” le sonó familiar a B., aunque no supo descifrar de dónde.
A. lo encendió y le dijo a B. que pusiera música.
-Pero no pongas el visualizador. –le ordenó, mientras B. elegía uno de los playlists que ya estaban configurados en la computadora.
Comenzaron a fumar. Cuando el efecto les fue embargando, los ojos lentos, las piernas pesadas, el entorno alejado, irreal, lerdo, se recostaron, por indicaciones de A., en el piso alfombrado, una alfombra gris que, dado el descuido y la suciedad, lucía en extremo sucia y maltratada.
-Clávate en el foco. -
-A la madre. –se quejó B.- Cala un chingo.
-Calmado. Vas a ver. -anunció A.
Luego de quedar casi cegados con el vivo brillo de la luz, cerraron los ojos, posaron las manos sobre las concavidades oculares, presionando suavemente, y comenzaron a ver, justo entre el ojo y el párpado, el ir y venir de delgadas figuras rutilantes, ingrávidas, que parecían flotar con pachorra pero que luego se multiplicaban o transformaban en otras distintas. Hacía falta sólo abrir los ojos, mirar unos segundos la luz y volver a cerrarlos para reiniciar otra vez el proceso.
-Vergas. –se sorprendió B. al tiempo que, con los ojos aún cerrados, buscaba el porro para darle una profunda calada– Te mamaste con este pedo.
-Te dije, güey. Te dije.
Entonces rieron. Los ojos rojos, el gesto de ingenua felicidad, los párpados a medio cerrar, como atascados a la mitad de un descenso que no había alcanzado a terminar.
-La neta, no valemos madre, güey. No valemos madre. –dijo A., arrastrando la lengua, al tiempo que notaba que el foco había comenzado a centellear.
Luego, un silencio de B.
Sin que nadie dijera nada, sin que nada en lo absoluto pasara, volvieron a reír.
Así estuvieron hasta que se acabó el cigarro, se pasó el efecto, se detuvo la música y se quedaron dormidos en esa alfombra color gris topo, mientras la bombilla de no más de 100 watts de la habitación permanecía todavía encendida, emanando una precaria iluminación que se entrecortaba intermitentemente, con una suerte de lastimosa agonía.
-Lo que sí jamás debes mezclar, güey -decía B. con seguridad, como educando a su amigo- es el vino tinto y el churro. Eso sí está de la chingada.
-Con el puro vino tinto está de la verga. Me da un chingo de sueño. Además ni sabe chido.
Cuando en las tardes de vacaciones se reunían en casa de alguno de los dos, acostumbraban encerrarse en la habitación para escuchar música y fumar. O escuchar música y beber. Pero siempre evitaban las combinaciones que les molestaban a cada uno.
En ocasiones, ya fuera producto del alcohol, ya fuera producto de la hierba, se sentaban frente al computador y se quedaban un buen rato mirando, tarados, las bizarras y chillonas siluetas de colores que se iban gestando en el visualizador del iTunes, mientras éste reproducía canciones de Clap Your Hands Say Yeah o canciones de The Arcade Fire o canciones de Porter.
-De huevos. A veces como que me voy y no vuelvo. -deliraba A., mientras abandonaba la vista en esa especie de sucia caldera donde hervían formas por demás extrañas.
-Faaaaaaar… Far away from West Virginiaaaa… I… I’ll try on New York City… -cantaba a veces B., sin saber que, accidentalmente, respondía en ocasiones a los lentos y vacíos comentarios hechos por A.
Luego de semanas de repetir el pasatiempo, comenzaron a sentir que la emoción producida inicialmente no era ya la misma.
-Como que ya murió, ¿no? -decía B., cuando, por más que sonaran sus canciones preferidas, ya no sentía ánimos de cantar.
-Me cae que sí. -consintió A.
Días después, mientras preparaban uno, A. le dijo a B. que tenía algo que enseñarle.
-¿Qué es?
-Ahorita vas a ver. Te vas a cagar. -avisó A. con seguridad, lleno de una suerte de emoción contenida, y el “te vas a cagar” le sonó familiar a B., aunque no supo descifrar de dónde.
A. lo encendió y le dijo a B. que pusiera música.
-Pero no pongas el visualizador. –le ordenó, mientras B. elegía uno de los playlists que ya estaban configurados en la computadora.
Comenzaron a fumar. Cuando el efecto les fue embargando, los ojos lentos, las piernas pesadas, el entorno alejado, irreal, lerdo, se recostaron, por indicaciones de A., en el piso alfombrado, una alfombra gris que, dado el descuido y la suciedad, lucía en extremo sucia y maltratada.
-Clávate en el foco. -
-A la madre. –se quejó B.- Cala un chingo.
-Calmado. Vas a ver. -anunció A.
Luego de quedar casi cegados con el vivo brillo de la luz, cerraron los ojos, posaron las manos sobre las concavidades oculares, presionando suavemente, y comenzaron a ver, justo entre el ojo y el párpado, el ir y venir de delgadas figuras rutilantes, ingrávidas, que parecían flotar con pachorra pero que luego se multiplicaban o transformaban en otras distintas. Hacía falta sólo abrir los ojos, mirar unos segundos la luz y volver a cerrarlos para reiniciar otra vez el proceso.
-Vergas. –se sorprendió B. al tiempo que, con los ojos aún cerrados, buscaba el porro para darle una profunda calada– Te mamaste con este pedo.
-Te dije, güey. Te dije.
Entonces rieron. Los ojos rojos, el gesto de ingenua felicidad, los párpados a medio cerrar, como atascados a la mitad de un descenso que no había alcanzado a terminar.
-La neta, no valemos madre, güey. No valemos madre. –dijo A., arrastrando la lengua, al tiempo que notaba que el foco había comenzado a centellear.
Luego, un silencio de B.
Sin que nadie dijera nada, sin que nada en lo absoluto pasara, volvieron a reír.
Así estuvieron hasta que se acabó el cigarro, se pasó el efecto, se detuvo la música y se quedaron dormidos en esa alfombra color gris topo, mientras la bombilla de no más de 100 watts de la habitación permanecía todavía encendida, emanando una precaria iluminación que se entrecortaba intermitentemente, con una suerte de lastimosa agonía.
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