Esa noche vestía una chamarra que había comprado en mis últimas vacaciones, las cuales había pasado en un país nórdico que no viene al caso mencionar, por lo que, especialmente en ese invierno, el frío me había pasado desapercibido.
Recuerdo que, luego de salir de mi casa, anduvimos unas cuadras hacia el metro, para abordarlo y descender en la estación Hospital. No hicimos mucho tiempo. Eran sólo tres estaciones, así que al llegar, descendimos y entramos al Oxxo que hay en esa esquina, un Oxxo más bien apretujado y amontonado donde cada cinco o diez o quince minutos, dependiendo de la hora del día, se escucha el deslizar de los vagones del metro sobre los rieles.
Ella compró un sándwich preparado y yo un hot-dog. Pedimos una sola joya de manzana de botella desechable. En vez de quedarnos en las mesitas que hay dispuestas en el interior de la tienda para comensales espontáneos y pasajeros como nosotros, decidimos cruzarnos de piernas, uno frente al otro, en el parabús de la esquina. Ella con su sándwich. Yo con mi hot-dog. La joya al centro, destapada y sudando, dispuesta a pertenecerle a dos amos.
Era ésa nuestra cena austral, una velada bajo el escueto cielo salpicado de estrellas, un estar sin pretenciones ni premuras.
De pronto desfilaba el metro, de pronto desfilaban las nubes. Después de cenar, extraje la guitarra del estuche. Ella abrió su mochila y tomó el pandero.
Tocamos cerca de seis o siete temas. No fueron muchos, pues era sólo para cubrir la sobremesa. La verdad es que nos entendíamos mejor cuando nos dedicábamos una canción.
Al terminar, nos quedamos en silencio. Ya era tarde y no era mucho el ruido, por lo que cuando, a lo lejos, escuchamos el aproximarse del metro, guardamos nuestras cosas y subimos las escaleras de dos en dos.
Recuerdo que, luego de salir de mi casa, anduvimos unas cuadras hacia el metro, para abordarlo y descender en la estación Hospital. No hicimos mucho tiempo. Eran sólo tres estaciones, así que al llegar, descendimos y entramos al Oxxo que hay en esa esquina, un Oxxo más bien apretujado y amontonado donde cada cinco o diez o quince minutos, dependiendo de la hora del día, se escucha el deslizar de los vagones del metro sobre los rieles.
Ella compró un sándwich preparado y yo un hot-dog. Pedimos una sola joya de manzana de botella desechable. En vez de quedarnos en las mesitas que hay dispuestas en el interior de la tienda para comensales espontáneos y pasajeros como nosotros, decidimos cruzarnos de piernas, uno frente al otro, en el parabús de la esquina. Ella con su sándwich. Yo con mi hot-dog. La joya al centro, destapada y sudando, dispuesta a pertenecerle a dos amos.
Era ésa nuestra cena austral, una velada bajo el escueto cielo salpicado de estrellas, un estar sin pretenciones ni premuras.
De pronto desfilaba el metro, de pronto desfilaban las nubes. Después de cenar, extraje la guitarra del estuche. Ella abrió su mochila y tomó el pandero.
Tocamos cerca de seis o siete temas. No fueron muchos, pues era sólo para cubrir la sobremesa. La verdad es que nos entendíamos mejor cuando nos dedicábamos una canción.
Al terminar, nos quedamos en silencio. Ya era tarde y no era mucho el ruido, por lo que cuando, a lo lejos, escuchamos el aproximarse del metro, guardamos nuestras cosas y subimos las escaleras de dos en dos.
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