29.12.09

Todo tiene su premio

El destino se escribe en el lugar menos pensado. Para entonces yo tenía 37 años y ya había entendido que la felicidad no es enamorarse de la primer persona que aparece en nuestras vidas. Más bien, la felicidad se encuentra estando uno solo y a esto se le suma la persona a quien queremos. Sé que suena sencillo, sé que se lee fácil, pero la verdad es que no es ni una cosa ni la otra.
Hasta mis 36 años de edad, había viajado en un tren de relaciones fallidas, tortuosas y lamentables que, pensaba yo, no me llevarían a ningún lado. Por lo mismo, vivía desangelado, perdiendo día con día, cada vez más, la esperanza de encontrar a la mujer con quien compartiría el resto de mi vida.
Si bien por ahí de los 25 había madurado y entendido que el romance no es como lo pinta el cine, aún me costaba trabajo entender la dinámica del amor en la vida real, sobre todo en la creación y colaboración de un noviazgo, en el trabajo del amor, en el estira-y-afloja de las fricciones que naturalmente se tienen que dar en una relación sentimental.
Pasé mucho tiempo haciendo lo posible por entenderlo, poniendo todo de mi parte, pero creo que la ingenuidad me ganó y perdí toda fe.
Perdí toda fe y me deprimí. Fue más o menos cuando tenía 30 años, y el desgano y desánimo me duraron unos cuantos más, hasta que, cierto día de verano, caí en la cuenta de que no podría estar así siempre, pues si continuaba en ese estado de estupor y pausa, acabaría mal, muy mal.
En ese entonces había una casa, propiedad de la familia, en General Arteaga, la cual, al estar amueblada pero deshabitada, se había habilitado como rancho y era a donde recurríamos para realizar carnes asadas, cumpleaños y reuniones familiares en general.
Decidí darme un descanso del negocio de la familia y tomarme unos cuantos días lejos y solo, para pensar las cosas, pues, aunque siempre había creído que el futuro se escribe con las formas y circunstancias que menos se imaginan, también creía que el futuro de uno se va forjando en base a lo que se desea para el futuro de la pareja. Pensando así, la existencia me resultaba terriblemente complicada al no tener ni pareja ni futuro.
En la casa de General Arteaga estuve en total tres semanas, al cabo de las cuales, gracias al silencio y la soledad, logré resignarme a dejar que las cosas sucedieran como tenían que suceder. Uno, algunas veces y en algunos aspectos, debe dejarse llevar y no racionalizar tanto las cosas, o como dirían algunos, no hay que buscarle tres pies al gato. Está bien vivir deseando el éxito, vivir anhelando toda felicidad, pero vivir con ambiciones de sobra desgasta, y desgasta en exceso. A partir de entonces me había propuesto vivir haciendo todo lo posible por alcanzar lo que deseaba, pero siempre teniendo en mente que pasaría lo que tuviera que pasar, y ahí yo no tendría poder para cambiar las cosas. El destino es así con nosotros, y para que el universo no parara de fluir, así tendría que seguir siendo.
El último día que estuve en Arteaga, salí a almorzar a una fonda que había visto pero la cual no había visitado. Anduve a pie el camino, unas cuantas cuadras, pues había despertado con ganas de caminar y asolearme. Recuerdo bien que me crucé con un par de mujeres de buen ver, una de ellas rubia, con ojos amielados. A ambas les di los buenos días y respondieron el saludo con igual amabilidad.
Al llegar a la fonda me senté en una mesa contigua a una de las ventanas, por la cual entraba de lleno el sol. La mesera se acercó sonriendo y me entregó el menú, aunque como todavía no tenía idea de qué ordenar, le pedí que me diera unos minutos, mientras me decidía.
Y me decidí. La vi terminar de atender una mesa y me referí a ella como “señorita”. Se acercó alistando la pluma y la pequeña libreta. Disculpa que te haya dicho “señorita”, le dije, es que no me sé tu nombre, ni tu teléfono.
Uno y otro los escribió en una servilleta al tiempo que una mueca de nerviosismo le bailaba en el rostro. Hacía deslizar la pluma con el cuidado con que uno firma unos papeles importantes, mientras a mí se me perdía la vista en sus ojos, los ojos más negros y los ojos más profundos que yo había visto en mi vida.
Salimos en tres ocasiones y a la cuarta nos dimos el primer beso de muchos. A partir de entonces no nos pudimos separar. Fue sólo después de unas semanas que yo me enamoré de ella. ¿En qué momento se enamoró ella de mí? No lo sé con exactitud, ya que nunca se lo he preguntado. La verdad es que no hace falta hacerlo.

1 comentario:

Unknown dijo...

El que espera, desespera.