31.1.11

Había pájaros

Despertó incluso antes de que sonara la alarma del celular. Se sentó en la orilla de la cama e intentó despabilarse del todo. Estuvo un par de minutos ahí, sentado, a media penumbra. Luego se puso de pie y corrió la cortina de la ventana, pero fue escasa la luz que entró. Eran casi las siete y apenas estaba por amanecer.
Era poco el movimiento de la calle. A lo lejos apenas llegaba el rumor de algunos autos. Aun así ya se oía el intenso trinar de los pájaros.
Había un árbol junto a la ventana. Nunca se había preguntado qué tipo de árbol era. Parecía un olmo. O un ficus. Aunque más bien podría ser un olmo. Sobre las ramas enclenques y sin hojas se posaban algunas aves. Tórtolas, chileros. Uno que otro pájaro carpintero asestaba contra el tronco seco del árbol.
Asomó por la ventana y miró a lo lejos. El horizonte estaba dejando el naranja para tomar los tonos azules del día. Un par de nubes sin forma se asomaban tras el cerro de las Mitras. Parecía un buen día.
Julio bostezó.
Volvió a sentarse en la cama. Se talló los ojos en varias ocasiones y luego miró el reloj de pared. Estaba todavía a tiempo. Junto al reloj colgaba, enmarcado, el título de ingeniero. Madera de caoba. Tamaño grande. En la foto lucía impecable. Sonriente e impecable.
Lo miró unos segundos. Miró luego el escritorio que estaba junto a la pared, justamente bajo el reloj y el marco del título. Entre el desorden de libros, discos y libretas, estaban los papeles, los trámites, las firmas, el contrato apenas negociado el jueves.
Era lunes. Olía a lunes.
Trató de encender el foco de la recámara pero no lo logró. Pensó que se habría fundido. Salió de su cuarto e hizo por prender la bombilla del pasillo, pero nada. Tampoco funcionaba. Probó dos focos más y tampoco. No había luz.
Tomó el gancho con la ropa que había elegido para su primer día y avanzó por el pasillo lóbrego, en dirección al baño. En la calle se escuchó el motor estridente de algún camión.
Colocó el gancho en la perilla de la puerta del baño. Luego se dirigió a la cocina, donde, también a media luz, encendió la estufa y puso agua a calentar. En una taza de café que era un souvenir de Acapulco sirvió dos cucharadas de azúcar y una de Nescafé.
Julio regresó por el pasillo despacio, debido a la oscuridad, y se acercó a la puerta principal de la casa. Miró hacia afuera por la ventana, perplejo, como en otro estado mental. Un escalofrío le recorrió la espalda, el cuello, los brazos.
Escuchó las parvadas de pájaros y le sonó a gritos de gol.
Observó el tráfico pasar. Autos. Taxis. Camionetas repartidoras. Camiones de ruta. Un señor manejando una bici en la cual, sobre los diablitos, iba una niña de unos 8 años con uniforme de primaria y mochila con dibujos de Bob Esponja.
El pillar de las aves de la mañana era todavía audible cuando a lo lejos se escuchó lo agudo de una sirena. Luego bocinazos. Luego más sirenas. Se acercó a la ventana para ver mejor. En sólo un minuto pasaron seis patrullas de la policía estatal y dos ambulancias de la Cruz Roja. En el aire pareció quedarse el eco de las sirenas, los relampagueos azules y rojos de luz.
Los autos se embotellaron en la estrecha avenida. Fue como si de pronto todos los coches de la ciudad circularan por una misma calle. Por esta calle.
Un conductor, visiblemente enojado, gritaba y manoteaba por la ventana del coche. Pitaban. Aceleraban el motor aunque no avanzaran. Avanzar parecía lo de menos. Se escuchaban los bocinazos, los gritos, el rugir de los motores. A lo lejos, todavía lo agudo de las sirenas.
Los conductores, ansiosos, con gestos de nervios, se apresuraban a mover los coches, no siempre lográndolo. Las sirenas se seguían escuchando a la distancia. Más autos aparecieron.
Julio miró el olmo. Lo que a él le parecía ya un olmo con brazos huesudos como ramas. Quedaba una tórtola meciéndose lentamente en una rama seca. El ave voló cuando uno de los automovilistas accionó violentamente el claxon.
Cuando Julio servía el agua caliente en la taza las sirenas y los motores todavía se escuchaban. En realidad se oían más cerca.

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