30.6.11

Cartas sin un cigarro

Diez cartas y ni un cigarro. Tenía que escribirlas todas para ese mismo día y la cajetilla se me había quedado en casa.
En la oficina nadie fumaba, por lo que ni siquiera cabía la opción de pedir uno. Salir a comprar, ni pensarlo. Mi jefe me quería cada vez menos y se notaba que estaba haciendo hasta lo imposible para hacerme renunciar. Por supuesto que no me daría permiso de salir, mucho menos teniendo tanto trabajo encima, mucho menos para comprar tal vicio, siendo él un mormón santiguado de primera.
Observé la pequeña casa que era nuestra oficina. Incluso Lety —la bonachona recepcionista— y Carlos —editor como yo y con quien aparentemente mejor me llevaba—, ya empezaban a darme una repugnancia impresionante y a parecerme exorbitantemente insoportables. Y todo era porque no tenía nadie ni un cigarro para mí.
Vi las órdenes de trabajo sobre el escritorio. Una a una se amontonaban como recordándome lo miserable de la situación. El cursor de Word parpadeaba simulando ser simpático pero resultándome de lo más irritante. Minimicé la aplicación.
Estaba claro que así no podía empezar. Si de por sí, las páginas en blanco siempre me habían parecido atemorizantes, en ese estado en el que me encontraba no iba a poder hacer nada ni siquiera con una carta de esas diez. Encima, las cartas eran todas dirigidas a funcionarios gubernamentales de la educación, felicitándolos por la exitosa instauración de una reforma que les permitiría recibir como aguinaldo no el 30% de su sueldo anual —como estaba estipulado hasta entonces—, sino el 60%. La verdad era que, si por mí fuera, hubiera escrito esas cartas atiborradas de cochinadas de lo peor, que era lo que ellos merecían no sólo leer, sino recibir por el resto de su vida.
Lalo, el mensajero de la oficina, pasó frente a mi cubículo y me saludó. Le devolví el saludo de la mejor manera posible, sin dejar de pensar en lo torpe e inútil que era para resolver situaciones de estrés y, cosa aparte, en lo cómico que nos parecía —no nada más a mí, sino a la oficina completa— que él pensara que nadie sabía que se estaba cenando a la de contabilidad.
Me di unas vueltas en mi silla —la ventaja de tener una con rueditas—, pensando, tratando de encontrar qué hacer. Seleccioné Word y empecé a teclear.

«Estimados colegas:
Reciban un cordial saludo de parte de Casa Editorial SAURA.
Extendemos la presente para desearles un excelente inicio de cursos y para agradecerles la confianza depositada en nuestra empresa. Sepan que trabajar con un equipo de colaboradores como el de ustedes es de lo más gratificante para nosotros.
Asimismo, hacemos pública nuestra entera disposición para seguir mejorando y evolucionando el mundo editorial de la educación básica, como hemos hecho hasta ahora y como planeamos continuar haciéndolo, ya que estamos conscientes de que para crear un futuro mejor, es necesario brindar una educación de calidad, y eso sólo podemos hacerlo si alcanzamos una excelencia editorial como la que estamos seguros que tanto ustedes como nosotros tenemos en mente.
Adicionalmente, nos gustaría extender nuestra más sincera congratulación por la reciente Reforma a la Ley de los Trabajadores de la Educación. Esperamos que sea de su agrado disfrutar de mayores beneficios de su empleo en tanto que otros reciben menos de lo que merecen. Sepan que nos parece del mejor gusto y la mayor utilidad las seis horas diarias que le dedican a su labor, los casi tres meses de vacaciones pagadas con que cuentan y la actitud déspota y cínica para con el personal docente de las instituciones, quienes, todos sabemos, son el motor, el alma, el corazón, de la educación de nuestro país.
Esperamos que nada malo les pase a ustedes por tal medida de egoísmo y sinrazón, aunque sepan que si no es en esta vida, en la otra todo se paga, en el infierno, en el purgatorio o en el limbo, con unas patadas en los huevos o unas cojidas por detrás.
Aunque lo mejor, sin asomo de duda, es creer que de eso nada existe, y pecar como si no hubiera mañana. Al final de todo, quienes gozarán de los frutos de las medidas que hoy ustedes toman y quienes pagarán en carne viva por tales mezquindades no serán precisamente ustedes, sino sus hijos y sus nietos.
Sin más por el momento, reciban un cálido abrazo.
Casa Editorial SAURA.»


Guardé el documento y suspiré. Me levanté de mi lugar. En la oficina todos seguían tan enfrascados en sus obligaciones que me pareció que trabajaba con un grupo de autistas. Me volví a sentar en mi lugar y mandé imprimir la carta.
Todavía sentía la ansiedad de cuando no fumo. Temí que la impresora se atascara o estuviera falta de tinta, pues en ese momento no podría sino darle una patada al aparato, darle una patada a la silla y darle una patada a mi jefe, lo que terminaría por hacer que acabara todo mal.
Cuando me acerqué a la impresora vi el botón verde parpadeando. No supe cómo interpretar eso. Lo bueno es que sentí un alivio de lo más grande cuando los mecanismos se pusieron en marcha y vi la hoja saliendo, como viendo la luz por primera vez.
Apresurado, casi violento, tomé el encendedor del cajón de mi lugar y fui al baño. Me aseguré de cerrar con llave. Cerré también la tapa del inodoro y me senté sobre ella. Lentamente leí la carta que había escrito, palabra por palabra, línea por línea, deleitándome con el lenguaje y moviendo la boca como si pronunciara cada palabra cuando la leía, como si la lamiera, como si la saboreara.
Con un cuidado exagerado que parecía una especie de amor siniestro, enrollé la hoja hasta que quedara casi del grueso de un cigarro Capri. El resultado: un cigarro blanco, tan delgado y terso como largo. No había más.
El primer toque me quemó la garganta y me hizo toser. Alguien intentó abrir la puerta y alcancé, con voz correosa, a decir que estaba ocupado. Volví a darle otra calada, con la necedad y la tozudez de un malcriado que de la vida no entiende lección alguna. Otra calada y otra. Así hasta que terminé con él, exhausto, sí, pero liberado.
Todavía por unos minutos sentí el humo quemarme el pecho por dentro. Estuve unos segundos con el resabio en la lengua. Era el veneno. El veneno que yo había puesto en esas palabras, en esa hoja, ahora dentro de mí. Veneno mata furia. Veneno mata veneno.
Limpié las cenizas que había en el suelo. Frente al espejo me confirmé impecable. Salí del baño, fui a mi lugar y escribí, como debe ser, diez cartas en un chasquear de dedos. Ese día salí más temprano de lo normal. En la boca tenía todavía un sabor medio extraño.

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