20.2.12

Salió de la tienda


Bajó del metro en la estación Hospital y caminó hacia Moisés Sáenz, la avenida que cruzaba con la calle donde vivía. Apenas al salir del vagón, Pablo había sentido el golpe de viento invernal, un impacto parecido al de un puñetazo gigante. Abrochó por completo la chamarra y encogió el cuello. Después guardó las manos en los bolsillos. Sentía los pies entumidos, lentos y torpes. Los zapatos que llevaba no eran cómodos y con la agudeza del clima lo sentía aún más. Bajo el brazo izquierdo llevaba el legajo color amarillo opaco que contenía la copia sobrante de su currículum vitae.
Mientras caminaba pasó junto a un restaurante de comida china y el olor le avivó el estómago. Recordó que en casa el refrigerador estaba vacío. Decidió detenerse en una tienda para comprar algún bocadillo económico que le calmara el hambre. En esos días no tenía ingresos fijos, por lo que vivía al día en base a los hot-dogs que vendían ahí. Algunas veces compraba tacos en un negocio que estaba en Simón Bolívar y en ocasiones, las menos, acudía a un mercado cercano a la colonia Central a surtir lo más básico de la canasta básica, frijol, tortilla, arroz. Tenía que sobrevivir. Ahorrar y sobrevivir.
De la estantería de la tienda tomó una sopa instantánea y un paquete de pasta, una salsa catsup y un refresco de manzana. En la caja, el dependiente atendía a una muchacha de la estatura de Pablo, quien observó su cabello oscuro, liso y largo, como los vistos en los comerciales de shampoos, además de un trasero angosto pero abultado y con una sinuosidad como de fruta de temporada. Se colocó discretamente junto a ella para tratar de mirar su rostro. El dependiente le cobró unos Raleigh y le preguntó si deseaba algo más.
— Una recarga telefónica de celular, por favor. —señaló la chica con una voz suave y tímida.
— ¿Número?
— Ocho once, diez dieciséis, siete cuatro, nueve nueve.
Los números danzaron en la mente de Pablo en el momento en que pudo ver el rostro de la chica. Tez morena, ojos grandes de cejas pobladas y pestañas largas. Siempre quiso estar con una chica de ojos grandes y cejas pobladas, oblicuas y tristes. Parecía que las de ella eran nobles y sin mucha expresión, pero no le pareció problema alguno. Su nariz recta y prominente como la silueta de un rayo terminó por sacudirlo. Pensó que con una chica como ella sí se podría casar. Pensó que con ella, sí se podría casar, formar una familia, comprar una casa pequeña, salir al parque los sábados y a la casa de la abuela los domingos, desvelarse viendo películas infantiles con los niños una y otra vez. Todo eso lo pensó pero antes pensó en hacerle el amor sin prisa y con ternura. Luego le pasaron esas cosas por la cabeza y después volvió a pensar en hacerle el amor. Al mismo tiempo, el número del teléfono celular rebotaba como un balón atrapado en las paredes de su cabeza, un balón que era la posibilidad del juego, de la gambeta.
La muchacha pagó y salió de la tienda. Pablo hizo lo posible para que el trámite en la caja fuera lo más rápido posible, pero cuando salió observó hacia la avenida y no logró encontrarla. Mientras estaba en el estacionamiento de la tienda, viendo autos llegar e irse, coches en la avenida que pasaban como fantasmas de metal en la noche fría, volvió del ligero trance y recordó el frío, el lacerante viento que bajaba del norte y volvió a meter las manos en los bolsillos. La bolsa que le habían dado en la tienda y donde estaban la sopa, la pasta y la salsa catsup, salía del bolsillo de la chamarra y colgaba a su costado derecho. Con la quijada trémula y un dolor punzante en las rodillas, reanudó el camino a casa.
Al llegar, sirvió agua en la sopa y la introdujo al microondas. Encendió el calentador de la sala y se sentó a un par de metros de él, esperando recuperar temperatura. Observó la mesita del teléfono y el número de la chica apareció en su mente con la vertiginosidad de una botella de vidrio que cae al piso y estalla. Miró el aparato y frotándose unos segundos las manos y unos segundos las rodillas, pensó en las posibilidades de la casualidad.
Entonces tomó el auricular y marcó. El presionar de los dedos sobre las almohadillas de los números le pareció como pisar terciopelo, como el andar sobre una alfombra en un pasillo en penumbras. El teléfono dio tono de estar timbrando. Después de cuatro series escuchó una voz gruesa con acento norteño.
— ¿Bueno?
— Eh… ¿A dón… ¿A dónde hablo? —alcanzó a musitar sorprendido por aquella voz que no podría ser de mujer.
— ¿Con quién quieres hablar?
— Eh… este… con esta…
— Ah, pinche Mateo, eres tú. Ya me hablaron de ti. Tienes suerte.
Le punzaban las rodillas. El calentador no estaba haciendo efecto como esperaba. Sintió que cualquier cosa que intentara decir haría que le temblara la voz, por lo que permaneció en un silencio autista, el silencio de un roedor asustado escondido tras un mueble.
— ¿Entonces le vas a entrar?
— Eh, perdón… Es que yo no…
— Te veo en el metro de Edison a las 10.
El hombre colgó y dejó a Pablo con una sensación extraña en el estómago, un ligero encogimiento de vísceras.
Colocó el auricular en su lugar y permaneció en silencio mirando la pared. A ratos se frotaba las manos y a ratos las rodillas mientras pensaba ya no en la chica cuyo culo y rostro le habían fulminado en la tienda, sino en la extraña cita que acababa de acordar.
Dio unas vueltas en el estrecho y sucio departamento. A lo lejos oyó el sonido del microondas anunciando que la sopa estaba lista. Se dirigía a la cocina cuando el teléfono comenzó a repiquetear. Se acercó entonces como un animal tímido mientras lo escuchaba. Luego alargó la mano y tocó el auricular aún sin levantarlo. La vibración del aparato le recorrió el brazo y llegó hasta el pecho. Después dejó de timbrar y el departamento y el edificio y la colonia entera se sumergieron en un silencio sobrio, como si hubiesen dejado de respirar.
Estaba a punto de soltar el auricular cuando volvió a timbrar. De nuevo la vibración recorriéndole el cuerpo, como si fuese pintura espesa y oscura escurriéndole tras un cubetazo sorpresivo.
— ¿Bueno?
— Ah, pinche Mateo, nos vemos ahorita. Nomás quería saber si este era tu número, por si se ofrece, ya sabes.
El hombre soltó una risa ronca y tropezada, como de fumador de años. Después colgó. Pablo advirtió que el reloj de la sala marcaba las 9:30 de la noche. Supo que ese era el instante en el que tenía que decidir qué hacer, si asistir o no asistir, si dejarse llevar por una curiosidad mezclada con miedo o extraer la sopa del microondas y quedarse a seguir frotándose las rodillas.
La bolsa con la pasta y la salsa catsup se encontraba un tanto deforme en uno de los sillones. La observó sin observarla, pensando más que nada en la situación. El reloj de la sala avanzó un minuto.
Se apuró a ponerse la chamarra. Apagó el calentador. Tomó las llaves y con las manos haciendo hueco sobre la boca para recibir algo de vapor cálido, salió a una calle Moisés Sáenz que al menos en ese momento le pareció jamás antes vista, una calle que más bien parecía de un país nórdico o de un país austral o de un país que aún no se inventaba. El frío fue el zarpazo de un animal salvaje. Con la quijada trémula caminó en dirección a la estación del metro.
Llevaba cinco minutos junto a una caseta telefónica sobre una desierta avenida Colón cuando vio que una camioneta que se aproximaba a una cuadra hizo el cambio de luces. Conforme se acercaba, disminuía la velocidad, hasta que se orilló y se detuvo completamente justo frente a la caseta de teléfono. Era una Ford Lobo negra de doble cabina y con vidrios polarizados. Las luces de la calle se reflejaban en la pintura y brillaban con aire de elegancia, como brillarían de igual forma en el inquietante pelaje de una pantera. Pablo pensó en la elegancia y creyó que muchas cosas elegantes eran también siniestras. Luego la ventana del copiloto se abrió a una velocidad sensual. Pablo asumió que el sistema de la camioneta sería eléctrico.
— Si quieres nos subimos a la banqueta. —espetó la voz de un rostro imposible de definir.
Pablo se acercó al borde de la acera. De la oscuridad nació un brazo grueso con un paquete en la mano. Automáticamente lo sostuvo, pero la mano no lo soltó inmediatamente.
— Te ves más morro de lo que nos dijeron.
— ¿Sí podrá con todo? —exclamó otra voz, aunque Pablo sintió que no se dirigía hacia él. Era sin duda la voz del hombre con quien había hablado por teléfono.
— Pues si no, ya se chingó. —determinó el copiloto.
De la cabina trasera se asomó una mano sosteniendo una cajetilla de Raleigh y se la dio al hombre que manejaba. Pablo prestó atención y con los ojos entrecerrados advirtió que quien viajaba en la parte de atrás era la chica que había visto en la tienda. Sus ojos grandes, sus cejas nobles, su nariz protagónica, danzaron entre la penumbra de la camioneta, una danza que Pablo también hubiese querido bailar.
El copiloto finalmente soltó el paquete. Pablo lo tomó con ambas manos como toman los médicos a los bebés recién nacidos, viscosos y con sangre. Un auto centelleó por la avenida con norteñas a todo volumen. El viento arreciaba y se sentía como si una muerte de manos frías le acariciara el rostro. Después el copiloto le dio un grueso y pesado sobre amarillo con el tamaño perfecto para que entraran billetes largos.
— Tú nomás sé puntual, y no salgas con mamadas.
Pablo posó el sobre encima de la bolsa que contenía el primer paquete y apenas se disponía a examinarlo escuchó el bramido del motor. La camioneta salió disparada por Colón y siguió derecho, hacia Madero. En la gélida atmósfera se respiraba el cálido aroma de las llantas quemadas contra el pavimento.
Pablo guardó el sobre en la bolsa interior de la chamarra y afianzó bien el paquete con ambas manos.
Ya en el departamento, dispuso las cosas sobre la mesa, encima del legajo que contenía su currículum. Fue a la cocina y observó por la ventana del microondas la sopa fría y aguada. El edificio flotaba sobre un silencio hueco como el de una cueva o el de un limbo o el de un hoyo negro o el del fondo de una noria. Estaba a punto de accionar el microondas de nuevo cuando escuchó el teléfono timbrar.
Habían quedado de verse afuera de la tienda que estaba en Moisés Sáenz. Con un nerviosismo ondeándole en el pecho como la cola desprendida de una lagartija, dispuso sobre el legajo la mercancía y la dividió en cuatro partes iguales. Enseguida tomó una de ellas, se calzó la chamarra y la abrochó hasta el cuello. De nuevo sintió el frío de la calle. La muerte helada acariciándole otra vez. Encogió el cuello y caminó cabizbajo, en una postura similar a la de un recién ahorcado.

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