3.4.12

El último día del viejo basura


El viejo presionó el interruptor y la luz del pasillo principal de la casa se apagó. Pensó que lucía intacta y lista para estrenarse, con los muebles en su lugar, aroma a lavanda y llena de vida, pero sabía que era todo lo contrario.
Al cerrar la reja de metal se dio cuenta que una esquina de la guayabera que portaba se había atascado de un alambre suelto. Se detuvo, y con los dedos largos y arrugados tomó la tela de la camisa y logró zafarla. Cerró la reja, colocó el candado, luego lo presionó para asegurarlo y al hacerlo forzó una mueca con la boca que dejó entrever sus dientes amarillos.
Caminó por Parral hasta la esquina con Linares. Ahí dobló a la derecha, rumbo al depósito del cual había sido cliente los últimos años. Los álamos secos de la primer calle y los cipreses deshojados de la segunda parecían esculturas muertas o esculturas atentas a la muerte de otros.
—Una guama. —dijo el viejo sacando una bolsita de plástico arrugada del bolsillo. En ella había un montón de monedas de peso y de cincuenta centavos.
—¿Ya la última? —exclamó el tendero y se enfiló a una hielera, de donde entre hielos y demás cervezas extrajo una botella sudorosa.
—Ya ves, mi Chino. La última y nos vamos.
El viejo sonrió y se le arrugó el rostro con delgados surcos como los de la tierra seca y estéril.
—¿Te la vas a llevar?
—A aquí afuera nomás. Ya no han de tardar.
El Chino le abrió la cerveza y el viejo reconoció en el chistar de la botella la emoción que sobreviene a un rito, los jadeos antes del orgasmo, la precisión de cargar una escopeta.
Sintió el primer trago como una patada a la yugular. La noche anterior había también bebido y ahora tenía sed debido a la resaca. Se preguntó cuántos días seguidos llevaba borracho pero no alcanzó a recordar o perdió la cuenta a la mitad.
Bebió la caguama con ansiedad sabiendo que era la última de su vida. El sol se asomó con más fuerza y la sombra que cubría la banqueta desapareció. Una gota de sudor le escurrió por las brechas que le marcaban el rostro. Los cipreses de la calle lo seguían mirando sin moverse y bajo el sol.
Apuró la cerveza cuando a lo lejos escuchó la campana del camión de la basura. La bebió hasta el fondo y sintió una presión en el estómago. Pensó que qué más daba ahora, mientras el Chino se asomaba sosteniendo el trapo con el que espantaba a las moscas del lugar.
El viejo se puso se pie, se tambaleó un par de veces y tuvo que recargarse en la pared rugosa del depósito. Luego le entregó la botella al Chino. Pensó en darle las gracias, pensó en decirle algo pero sentía la boca pastosa y embadurnada de un sabor amargo. El Chino tomó la botella y miró hacia la calle. El camión había llegado. Se detuvo frente a la mirada del Chino y de los árboles enjutos y decaídos. La campana dejó de sonar para construirle al viejo una alfombra de silencio y vergüenza.
Zigzagueando y sin exclamar palabra, se dirigió al camión. Dos empleados vestidos con overol gris descendieron de la cabina. Uno lo tomó de los brazos y otro de los pies y lo subieron a la parte trasera, donde viajaban apretujados unos ocho viejos más. El sol le golpeaba la cara y en la boca sentía aún la resaca y la pastosidad de la borrachera.
El camión había avanzado unas cuadras más cuando se detuvo y encima del viejo lanzaron, no supo bien, a cinco o seis viejos más. El sol dejó de hervirle el rostro. Un vapor espeso y maloliente le apretujó la nariz. Sentía el temblor del camión avanzando por las calles llenas de baches.
Uno de los viejos intentó sin lograrlo hacer plática acerca del clima.

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