9.4.12

Mamá dice que ya no soy el mismo


El zíper se paseó por el perímetro de la maleta hasta dejarla del todo cerrada. Con ambas manos, Luis la colocó en el piso de la habitación, deslizó la manija extraíble hacia afuera y caminó por el pasillo de la casa con las ruedas de la maleta sonando contra el piso. Su madre se encontraba en la cocina pero entre el blablabla de la televisión, el frummm de la licuadora y el tsss de las milanesas dorándose no se percató cuando el pequeño de siete años cerró la puerta principal y se encaminó hacia la banqueta.
Era un sábado nublado y a Luis le gustaban los sábados nublados. A lo lejos se escuchaban los perros y el vendedor de nieve. De una casa vecina salió doña Laura en bata y dispuso dos bolsas de basura en la calle, junto al borde de la acera. Dos casas después, el padre de Marco lavaba sin camisa su viejo taxi. Era un sábado nublado pero este había sido distinto desde el amanecer.
La calle en la cual se ubicaba la casa de Luis cruzaba, tres cuadras hacia el norte, con la avenida Minería. Sosteniendo con fuerza la maleta que vibraba conforme pasaba sobre bordes y desfiguraciones de la banqueta, Luis cruzó con cuidado las dos calles que había que cruzar hasta llegar a la avenida que dividía las dos colonias: de este lado, la Progreso, y de aquel lado, la Porfirio Díaz, esta última abarcada en gran parte por el panteón de la municipalidad.
Al detenerse frente a la gran avenida de cuatro carriles, Luis se acordó de las palabras de su madre y de su maestra de primaria, luego miró hacia ambos lados de la calle antes de cruzar.
De un tirón logró que la maleta escalara hacia la acera de enfrente, ya que en un principio parecía resistirse. Luego de hacerlo, iba a continuar con su andanza pero un fenómeno lo distrajo y lo congeló.
Por la avenida Minería desfilaba la carroza de una funeraria y, tras ella, una docena de coches con las luces intermitentes encendidas. Luis les vio caras tristes a los autos, y los faros eran los ojos y las intermitentes eran las lágrimas o las ojeras. Permaneció en la esquina observando el pasar de los autos a una velocidad como de cochecito con poca pila, como si el desánimo les pesara en las cajuelas.
La carroza dio vuelta dos calles después y todos los autos que iban tras ella hicieron lo mismo. Fue como si un gran dinosaurio doblara la esquina. Los coches parecían la cola y se fueron perdiendo conforme tomaban la otra calle.
Al llegar a la entrada del panteón, Luis se sentía ya cansado. Los brazos le dolían por tanto arrastrar la maleta. Con las palmas de las manos enrojecidas y latiéndole, hizo un esfuerzo mayor y tomó con una de ellas la manija. Se inclinó como una catapulta alistándose para disparar. Usando su peso como palanca, arrastró el cargamento otra vez. Enseguida ingresó al cementerio.
Pareció que nadie lo había visto y él sintió lo mismo. Avanzó por los estrechos vericuetos del lugar, entre árboles y jardines en donde se levantaban del suelo lápidas empolvadas, la mayoría con flores marchitas. Luis tomó cuatro lirios blancos, los que encontró suaves y en mejor estado. Entonces siguió caminando hasta llegar a una fosa que se encontraba abierta y rodeada de bultos de tierra.
Recostó el equipaje y lo abrió. El zíper recorriendo con cuidado el camino marcado le recordó la lentitud y el desánimo de la hilera de coches que seguía a la carroza.
Descubrió la maleta. Observó las cuatro flores que había tomado y eligió la mejor. La colocó en el interior oscuro del beliz. En ese instante comenzó a llorar con un gesto descompuesto y arrugado, tal como lo hacía cuando lagrimeaba con la cara enterrada en la suavidad de su almohadón.
Todavía con lágrimas escurriéndole en el rostro como las rayas que cruzaban su pijama preferida, cerró la maleta y la lanzó a la fosa. Encima de ella cayeron los tres lirios restantes, uno a uno, como en un ritual. Luis tomó una pala que estaba recargada en un árbol y con cierta dificultad y torpeza comenzó a cubrir la maleta con las montañas de tierra que había alrededor.

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