17.11.11

Falta y sobra


Faltaban minutos para las 12 y la luz del sol caía en vertical sobre el pavimento. Tras casi una hora caminando por el centro, resolví llegar al primer puesto de tacos que encontrara. El estómago empezaba a hacerme ruidos huecos.
Leí el letrero con la variedad que había: longaniza, cecina, bistec, suadero, moronga, tripa. Coloqué la mochila en una silla y me senté en otra, justo frente a la barra de metal en la cual lucían pedacitos perdidos de cilantro y cebolla, así como manchas secas de salsa.
— Me pone dos de cecina, uno de longaniza y uno de suadero, por favor. — exclamé observando la parrilla con trozos de carne cortados en pedazos irregulares, brillando bañados en aceite. Sentí una oleada de saliva en la boca.
— De longaniza se me acabó. ¿Te sirvo dos de suadero?
Observé de nuevo el menú. Más que menú, un cartón escrito a mano que colgaba del techo del puesto. Decía “longanisa”, así, con ese, y tenía las letras chuecas.
— Mejor dos de cecina y uno de suadero.
— Dos de cecina y uno de suadero. — repitió el taquero, como confirmando la orden, al momento que tomaba un trozo de carne de la parrilla, la colocaba sobre el tablón de madera y empezaba a cortarla en trocitos con un cuchillo que, a la vista, se antojaba grueso y pesado. Afuera del puesto, una señora limpiaba los platos con un trapo mojado.
Esperé un par de minutos. Los autos corrían por la calle y tras ellos, como un elefante viejo y torpe, una pesera que iba dejando una cola de humo tras de sí.
— ¿Con todo?
— ¿Eh?
— Que si los tacos con todo.
— Ah, sí, con todo.
El taquero espolvoreó cebolla y cilantro sobre los tacos. El movimiento de la mano me recordó al de un mago lanzando un hechizo. Luego, dispuso sobre la barra el plato con la orden. Una orden de tres tacos que, al observarlos, advertí que lucían iguales entre sí. Bajo la capa de aceite reconocí el suadero dispuesto sobre las tres tortillas.
Les puse limón y sal y salsa. Una nueva oleada de saliva me hizo sentirme un perro de Pavlov. La primer mordida me provocó un cosquilleo en la parte posterior de las mejillas, un cosquilleo que apareció de golpe y desapareció gradual. Tomé una servilleta y me limpié los dedos.
En la calle, una chica rubia, en ropa deportiva y con lentes oscuros, pasaba a toda velocidad a bordo de su bicicleta. Permanecí viéndola hasta que se perdió entre la cantidad de autos, taxis y peseros que transitaban por ahí.
Di una segunda mordida al taco. Al pasar el bocado, me limpié con la servilleta las comisuras de los labios. La salsa roja manchó el papel.
— ¿Cuáles son los de cecina?
El taquero miró mi orden y encorvó la ceja. Pareció dudar un momento antes de hablar.
— Ahí te los serví. Pruébalos. El que sepa diferente es el de suadero.
Temí que tuviera un trozo de cilantro en el diente cuando sonreí, mientras el taquero volvía a su labor de picar más cebolla y más cilantro. Observé que la señora que limpiaba los platos miró al taquero y después me miró a mí. Aún sonreía. Aún sonreía mientras los miraba a ambos y mientras tomaba la cuchara de plástico y la hundía en la mezcla roja.
Salí del metro Chapultepec y me encontré con que ya había anochecido. Había salido de Niños Héroes cuando aún era de día y ahora, afuera de la estación más cercana al departamento donde me quedaba temporalmente, se veía cómo la oscuridad se cernía en la ciudad, quedando las luces de los puestos como falsas luciérnagas.
Avancé entre comercios improvisados de tacos y tortas, puestos de calcetines y ropa interior, fundas para celulares, libros usados y revistas. Me detuve, más por antojo que por hambre, ante un carrito de hot dogs y observé el letrero con los precios. Guardé las manos en las bolsas del pantalón.
Había dos hombres jóvenes cenando de pie. Uno comía una sincronizada y el otro un hot dog. Este último llevaba el brazo izquierdo enyesado y con él sostenía el plato de plástico, mientras que con la otra mano se llevaba el bocado a la boca. La señora que atendía movía los ingredientes en la parrilla con suma rapidez. Pensé que llevaría años de práctica. Pensé que toda su vida se habría dedicado a eso. Di unos pasos hacia adelante y un olor a tocino quemado se me agolpó en la cara.
— A siete el hot dog, ¿verdad?
La señora asintió sin dejar de voltear las salchichas, con el tocino rodeándolas como una boa.
— ¿Cuántos?
— Uno nomás.
Dejó las salchichas y abrió el cajón de metal donde guardaba las mediasnoches. Una bolsa arrugada y con gotas de vapor adheridas al plástico se asomó y alcancé a ver el logotipo de Bimbo. Vi cómo extraía un pan mientras me hurgaba los bolsillos en busca de monedas. Una de cinco pesos primero, una de un peso después. El dedo índice y el medio, los únicos que caben en la bolsa pequeña del pantalón, buscaron la moneda de un peso que faltaba, sin encontrarla.
Me quité la mochila para hurgar en la bolsa exterior pero tampoco hallé nada. Apuré la búsqueda cuando, de reojo, vi a la señora abrir en dos el pan y luego tomar con las pinzas una de las salchichas que había en la parrilla. Me di cuenta que los compartimentos de adentro estaban vacíos también.
— Espéreme porque me falta un peso. — alcancé a decir con una sonrisa forzada y con medio brazo adentro de la mochila, una mochila vacía, como todas las bolsas que llevaba en ese instante.
La señora se detuvo y me miró como sin saber que hacer. El pan de hot dog en una mano y las pinzas deteniendo la humeante salchicha en la otra.
Saqué la cartera.
— ¿Tiene cambio de 100?
— No, joven. — dijo la señora, mientras devolvía lentamente la salchicha a la parrilla, en un movimiento sutil, como si deshiciera en reversa el trayecto antes realizado.
— Es que nomás traigo seis pesos… Este… Mejor ahorita regreso. — Y di un paso hacia atrás.
— Yo te presto el peso. — escuché, y era el hombre del brazo enyesado. Frotó la mano libre en la servilleta y del bolsillo extrajo varias monedas. Me tendió una.
Me sentí apenado y di las gracias. Extendí el dinero a la señora, quien rápidamente preparó el hot dog.
Estaba en el penúltimo bocado cuando el hombre dejó el plato vacío en la barra y se alejó.

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